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Aparatos









El ejercicio del mando político se acerca al plano de la pura decisión en el nivel del poder personal y en el del “equipo” aludido en el artículo publicado en el número anterior "Clase Política". Ahora bien: desde esta cumbre decisional una serie de estímulos deben ser trasladados cotidianamente al encuentro de la realidad fáctica, sin lo cual resultarían impotentes para afectarla. Este traslado se produce a través de toda una gradación existente al interior de los variados aparatos en que la efectividad del mando se encarna.





Básicamente, estos aparatos, sin cuya intervención las decisiones se reducen a flatus vocis, corresponden a dos categorías, reconocibles a lo largo de la historia a través de una variedad de formas concretas: la tecnoburocracia y las fuerzas coactivas. En efecto, la concreción de la gestión desde su concepción superior hasta el momento en que “toca tierra” en la cotidianeidad social requiere de una estructura que, de alguna manera, constituye el “brazo largo” del decisor, como lo requiere, también, la obtención de los recursos necesarios para la puesta en marcha de tal estructura y su operatividad. Paralelamente, la coactividad –al menos potencial- es una dimensión inexcusable del mando político: sea para preservar su continuidad, sea para defenderse de agresiones externas, sea para reprimir conductas nocivas para el orden comunitario.


TECNOBUROCRACIA


Si bien MOSCA ha identificado en la burocracia un “tipo de Estado”, secularmente opuesto al de naturaleza “feudal” y WEBER detectó en ella el núcleo de la dominación “racional-legal”, ello no implica – a nuestro juicio - que en las unidades políticas extrañas a dichas caracterizaciones no haya existido la burocracia, con las calificaciones técnicas que en mayor o menor grado las distintas situaciones han supuesto. La verdad es que siempre ha habido, por debajo del poder decisional superior, lo que MIGLIO llama un “ayudantado”, más o menos profesionalizado y, sin duda, independiente de las formas económicas imperantes en la unidad política en cuestión (precapitalistas, capitalistas o socialistas). Precisamente lo efímero de la forma polis puede relacionarse con la falta de desarrollo, en su interior, de un aparato administrativo conformado para asegurar la continuidad del gobierno.


La historia de este cuerpo en la civilización europea a la que pertenecemos se afirma, obviamente con la expansión de la unidad política, y la natural complejización de los asuntos públicos va incrementando los “saberes” profesionales demandados de sus miembros, hasta el punto de hacer apropiado el uso contemporáneo de la voz tecnoburocracia para designarlo.


Hay dos problemas difíciles de soslayar y que constituyen variables dentro de la invariante que es la existencia misma de la tecnoburocracia. El primero de ellos consiste en las modalidades de reclutamiento de la misma. El segundo se refiere a la relación entre la tecnoburocracia y el poder político, de la cual la tensión weberiana “carisma vs. burocracia” constituye una de las manifestaciones más significativas.


FUERZAS COACTIVAS


Es un hecho de observación que en toda unidad política se verifica cierto nivel de violencia organizada. Esta puede surgir en el contacto con otra unidad política o en el interior de aquella, pero en cualquier caso reclama y explica la omnipresencia histórica y geográfica de cuerpos armados estructurados con miras al control de dicha violencia. Debe tenerse presente que el poder político, por definición, aspira a monopolizarla y, bajo su modalidad estatal, lo logra en grado apreciable, al punto de que, cuando fracasa en este empeño, comienza a ser caracterizado como “failed state”.

Tres necesidades se plantean en este campo: a) atender a la supervivencia de la unidad política misma; b) mantener la “constitución” de la unidad política, en el sentido atribuido a aquel vocablo en el capítulo correspondiente; c) reprimir las conductas negativas en las relaciones de los miembros de la unidad política entre sí. Estas tres finalidades han resultado incluidas a lo largo del tiempo en las nociones de “defensa” y “seguridad”. La distinción entre ambas tiene fundamentos objetivos pero en manera alguna es nítida, y, sobre todo, admite modificaciones de los límites entre las mismas a través de las épocas. Al propio tiempo, debe evitar confundirse la diferenciación de los ‘roles” con la distinción entre las “fuerzas” a las que los mismos se encomiendan: un mismo rol puede ser desempeñado promiscuamente por más de una fuerza coactiva, así como cualquiera de estas –dadas ciertas circunstancias- puede hacerse cargo de más de un rol.


Así, puede considerarse que los cuerpos habitualmente designados como policiales atañen básicamente al mantenimiento del orden interno de la sociedad, mientras que los rotulados como militares se definen por su consagración a la custodia de la integridad territorial de la unidad política. Pero esta diferenciación básica está lejos de agotar el tema, al menos por dos razones:


a) porque en muchas ocasiones la subsistencia del orden interno resulta un desafío excesivo para la Policía o, en general, para las llamadas “fuerzas de seguridad”, produciéndose un vacío que arrastra inexorablemente a la intervención militar, hipótesis ésta prevista incluso en múltiples legislaciones;


b) porque el mantenimiento de la “constitución”(vid. supra) representa en las condiciones presentes del mundo un objetivo desafiado por una gran variedad de actores trasnacionales, que no pueden ser reducidos a la imagen del agresor externo tradicional, y, por ello, demanda la acción conjunta y concertada de la totalidad de las fuerzas coactivas de la unidad política


El examen del status de las fuerzas coactivas permite apreciar que, al igual que en el caso de la tecnoburocracia, revisten especial atención como criterios de variabilidad las formas de reclutamiento de sus miembros y sus modos de relacionamiento con el poder específicamente político, así como también su carácter permanente, periódico u ocasional.


Respecto del primer criterio, debe dejarse sentado que, si la violencia inter o intragrupal es coextensiva a la historia de la humanidad, no lo es menos la existencia de cuerpos militares, aunque la conformación de los mismos haya obedecido a modelos sumamente diversos. Fundamentalmente se observa una alternancia entre el concepto de que portar armas es un derecho-deber anejo a la ciudadanía y el que, en cambio, reconoce un carácter “profesional” al ejercicio de la milicia. Para no remontarnos a siglos muy distantes, podemos observar la recurrencia de estas formas en las últimas tres centurias. A los ejércitos aristocrático-profesionales del Ancien Régime habrá de suceder la leveé en masse durante la Francia revolucionaria, Un explicable mimetismo extenderá la práctica del servicio militar obligatorio a muchos otros países. Sin embargo, durante las últimas décadas, la convergencia de factores tan diversos como la complejización de los “saberes de la guerra”, la prevalencia social de una cultura pacifista o situaciones totalmente circunstanciales –tal el caso argentino- empujarán nuevamente el péndulo hacia la opción profesionalista.


Si miramos hacia las fuerzas policiales o “de seguridad” nos encontraremos con el hecho de que sus formas de reclutamiento han sido notablemente variadas a través del tiempo, aunque su existencia, con mayor o menor grado de diferenciación, es constatable en las épocas y en los pueblos más diversos. Así, en la Grecia clásica algunas de sus funciones estaban asignadas a esclavos de propiedad pública, mientras las mismas tareas eran accesorias de la misión principal de las fuerzas militares romanas. Durante la Edad Media, sobre todo luego de la “revolución municipal” de los siglos XI y XII, fueron las mismas Comunas o asociaciones intercomunales las que pusieron en pié cuerpos de naturaleza policial para proteger tanto el orden interno de las áreas urbanas como las rutas que las unían. Con la afirmación del Estado por parte de los Reyes Católicos, tales asociaciones fueron sustituidas en España por la “Santa Hermandad”. Un proceso similar se vivió en Francia con la emergencia de la Monarquía “absoluta” y, en general, puede registrarse como una regularidad de la infraestructura política el hecho de que la centralización del Estado avanza pari passu con el control por parte del mismo de un cuerpo policial unificado, mientras que la descentralización habitualmente comporta la coexistencia de cuerpos policiales de distinto alcance y jurisdicción.


En lo que respecta a la relación entre el factor militar y el poder político, pueden registrarse una serie de gradaciones respecto a la influencia del primero sobre el segundo, desde el pretorianismo explícito en un extremo hasta la concepción del Ejército como “ciudadanos en armas” en el otro. Estas sensibles diferencias no pueden, sin embargo, ocultar una invariante: el poder político supremo supone siempre la jefatura última de los cuerpos castrenses, de lo que dan testimonio los mismos textos constitucionales modernos. Cuando la subordinación de estos cuerpos desaparece, serán sus mismos conductores los que restablecerán la unidad del mando asumiendo en sus propias manos la supremacía política.


En qué consiste, esencialmente, la significación de los aparatos en la infraestructura política? En la acumulación de administración + violencia organizada que asegura la preservación del poder establecido. Pero no solo su preservación sino su misma conquista. Por eso los movimientos insurreccionales y, en muchos casos, también los partidos de masas desarrollan sus propios aparatos. Una vez más fue Lenin quien vio claro en esto cuando, renunciando a las ilusiones sobre la “espontaneidad de las masas” propias del marxismo primigenio, se propuso construir un partido que fuese “un ejército de revolucionarios profesionales”. No es casual que, muerto Lenin, quienes se disputaron inmediatamente su herencia fuesen Stalin, sumo controlador de la burocracia partidaria, y Trotsky, jefe del Ejército Rojo


“Deep State”


Aunque mezclada a menudo con polémicas partidarias coyunturales o, incluso, relacionada con teorías conspirativas, la investigación sobre el “deep state” (Estado profundo) no deja de presentar algunos aportes positivos a la Politología contemporánea. Todo indica, en efecto, que en unidades políticas que alcanzan cierto grado de complejidad, determinadas secciones de sus “Aparatos” tienden a condicionar las decisiones de los vértices institucionales e, incluso, a reemplazarlos más o menos larvadamente. Tales los casos denunciados en distintos países respectos de los servicios de inteligencia o de seguridad, las fuerzas militares y determinadas áreas de la tecnoburocracia. La motivación real puede ser la de perseguir sus propios intereses en la configuración de las políticas públicas, pero también, a veces, una conciencia sincera de representar más adecuadamente el interés público que las fracciones alternantes de la CP. En relación con este fenómeno no deja de ser muy ilustrativo, por ejemplo, el análisis de la evolución de la estructura dirigente de la URSS durante el poststalinismo, en que los rasgos carismáticos de la dictadura van cediendo paso a lo largo de tres décadas a la emergencia constante de la KGB como matriz gubernamental, que llega a su apogeo en la década de los ’90 con YURI ANDROPOV. El hecho de que, caído el sistema soviético, la situación recién haya podido ser estabilizada con la monocracia de VLADIMIR PUTIN –precisamente un hombre de aquel servicio- se convierte en una impresionante demostración de en qué medida la infraestructura política prima sobre la ideología.

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