
La vicepresidencia de la Nación más que una magistratura es una expectativa. El vicepresidente es un funcionario que está en el banco de los suplentes ansiando salir al campo de juego, pero igual que en los deportes, sus posibilidades de hacerlo transitoria, o definitivamente, depende de lo que ocurra con el titular.

Ciertamente, la función del vicepresidente está lejos de ser sólo decorativa. Políticamente, tiene valiosos espacios propios como titular jerárquico del Congreso Nacional y en el Senado debe ordenar los debates. Pero, de todas maneras, en la práctica parecen funciones prescindibles o sustituibles. Así al menos lo han creído los presidentes Frondizi y Menem que, por una u otra razón, gobernaron sin vices, y también Mitre, después de la muerte de Marcos Paz, cuando todavía no se había sancionado la Ley de Acefalía.
Si la ocasión no le llega al vicepresidente suele pasar inadvertido, pero cuando ella se le cruza, también puede ocurrir que cambie la historia.
LOS CONTRAFACTORES DE LA HISTORIA
Eso nos sucedió algunas veces a nosotros, los argentinos, cuando en circunstancias especiales, muy graves y críticas, se impuso lo aparentemente casual e imprevisto. Este tema —lo imprevisible en el acontecer humano— apasionó a Stefan Zweig. Su bello libro “Momentos Estelares de la Humanidad”, que fue una gratísima lectura en mi adolescencia, describe magistralmente episodios casuales que cambian el destino de un pueblo y el curso de la historia (Waterloo, por ejemplo).
En Estados Unidos, también se estudian como hipótesis de trabajos históricos los llamados contra factores, que vienen a ser algo así como la ya desechada doctrina de la concausa en el derecho penal. Creo que sólo sirven como ejercicios pasatistas para la imaginación y también para la lamentación (“¡Ah! ¡Si hubiera sucedido tal cosa!”).
Pienso como Kissinger que el “qué habría pasado si...” no conduce a nada. Y a propósito de Kissinger, sobre este tema circula la anécdota de que un universitario chino, adscripto al fatalismo histórico, le pidió algunas precisiones certeras de lo que habría acontecido en el mundo, si en 1963, en lugar de John Kennedy, hubiera sido asesinado Nikita Krushev. Fiel a su filosofía, Kissinger contestó con rapidez: “Lo único seguro es que Onassis no se habría casado con la viuda de Krushev”.
VICEPRESIDENTES CON PROTAGONISMO
No me ocuparé, entonces, de lo que pudo haber sido, si no de lo que fue, de lo que ocurrió en nuestro país en cuatro oportunidades diferentes, cuando cuatro vicepresidentes que accedieron casi en forma casual al cargo, torcieron luego, desde la presidencia, el rumbo de la historia. Me refiero específicamente a Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza, Ramón Castillo e Isabel Martínez.
Pero antes de ocuparme de estos cuatro vicepresidentes, es un acto de justicia referirme a otros que, desde el mismo cargo, tuvieron oportunidad de gobernar, durante períodos muy prolongados y lo hicieron muy bien.
A Marcos Paz le tocó desempeñar un largo interinato pues el presidente Mitre estaba al frente de las tropas en la Guerra del Paraguay. Adolfo Alsina, como vicepresidente de Sarmiento, fue una personalidad relevante de la política, pero sin chance de lucimiento en el cargo dada la personalidad desbordante del titular. Carlos Pellegrini que reemplazó al renunciante Juárez Celman, como consecuencia de la revolución del ´90, hizo lo que se esperaba de ese enérgico aliado de Roca: un gobierno fecundo en grandes realizaciones. A su vez José Evaristo Uriburu, apoyado por Mitre, Roca y Carlos Pellegrini completó con dignidad el período iniciado por Luis Sáenz Peña, al margen de las turbulencias políticas, generadas por el debate sobre la deuda externa.
Pero volvamos al tema central de esta nota: vices que llegaron casi de casualidad y cambiaron el rumbo de la historia.
LA CONVENCION DE LOS NOTABLES
En 1904 concluía Roca su segunda presidencia iniciada en 1898. El régimen estaba en su apogeo –el país en un vertiginoso progreso- y para evitar sobresaltos políticos, unos meses antes de 1903, se reunió la llamada “Convención de Notables”, integrada por las personalidades más descollantes del país. Con excepción, entre otros, de Hipólito Yrigoyen, conductor del radicalismo y de Carlos Pellegrini, ya enfrentado a Roca, participaron los ciudadanos más destacados, no sólo en el campo político, sino también en los sectores económicos, profesionales y culturales. El objetivo era la democratización “ordenada y controlada” del sistema cuya plena purificación, venían reclamando, en forma muy explosiva los disidentes, que se negaron a la convocatoria, argumentando—no sin razón—que cualquier condicionamiento a la expresión de la voluntad popular, constituía un fraude “intolerable e irreparable”.
En ese clima, y apuntando “hacia la conciliación definitiva» para pacificar políticamente al país, la “Convención de Notables” resolvió lanzar la candidatura de un hombre de gran prestigio: el doctor Manuel Quintana, que reunía las condiciones básicas para superar las continuas crisis políticas que cada vez más, iban tomando formas rutinarias de conspiraciones armadas. Quintana era un duro, muy enérgico, pero al mismo tiempo estaba dotado de una singular capacidad negociadora. Brillante orador, lucía además la heroica tradición de su padre en las luchas armadas contra Rosas. “La cabeza de Castelli, clavada en una pica en la plaza principal de Dolores, es el recuerdo más antiguo de mi existencia», proclamaría en un debate parlamentario.
EL IMPLACABLE FIGUEROA ALCORTA
El nombre de Quintana surgió espontánea y rápidamente en la “Convención de Notables”. En cambio no hubo acuerdo para la designación del candidato a vicepresidente. Pasaron varios meses antes de que se tomara una decisión al respecto pese a que se sabía que la salud de Quintana no era muy buena. O quizá por eso mismo. Lo cierto es que costó trabajo armonizar las fuertes presiones que gravitaban sobre los “Notables”. Finalmente, casi como transacción, se optó por el que menos había figurado a lo largo de esos meses, José Figueroa Alcorta, un senador por la provincia de Córdoba, sin mucho relieve político, pese a que había sido gobernador. La historia política del país registra algunas anécdotas sobre papelones de Figueroa Alcorta, que además de muy distraído tenía cierta fama de “yetatore”, según lo afirma Gustavo Gabriel Levene. De lo único que no se dudaba era de la plena identificación de Figueroa Alcorta con el régimen. De su lealtad total a los que le habían discernido una candidatura que superaba todas sus expectativas personales. Y bien, Quintana murió a los dos años de su mandato, en 1906, y lo sucedió naturalmente este vicepresidente que había llegado al cargo como una transacción casi de casualidad. Y entonces, imprevisiblemente, el apacible y supuestamente ultra leal hombre de régimen, mostró su rostro oculto pasando, implacablemente, la factura de viejos resentimientos políticos. Desarticuló al roquismo, destruyó una a una, todas las situaciones provinciales adictas a Roca y obviamente sepultó las aspiraciones trireeleccionistas del ex mandatario que según afirmaban sus amigos reservaba para esa tercera etapa suya la purificación del régimen, que como ya lo señalamos, era reclamada por los hombres más importantes del sistema.
Todo lo hizo Figueroa Alcorta con inusitada energía. Inclusive no titubeó en enfrentar al Poder Legislativo, cuando empleó a los bomberos para impedir que ingresaran al Palacio del Congreso los legisladores adversos al decreto que desconvocaba las sesiones extraordinarias.
A los efectos de esta nota no importa aquí formular un juicio de valor sobre la gestión de Figueroa Alcorta, ni conjeturar que habría ocurrido si en lugar de este cordobés, surgido como solución de emergencia, la “Convención de los Notables” hubiera propuesto un candidato más claramente definido. Lo que pudo haber sido lo ignoramos. Quizás en 1910, hubiera vuelto a la presidencia Roca, y Roque Sáenz Peña, no hubiera llegado. Quizás el acceso del radicalismo al poder –seis años después- se hubiera dado de otra manera; más tarde, o nunca. El campo de las conjeturas no tiene límites. Pero lo que sí queda definitivamente claro, es que un vicepresidente, en tanto desempeña sus propias funciones, es por lo general un eco del presidente, pero cuando asciende no sólo puede dejar de ser eco, sino convertirse en contrafigura.
TRES VICES PARA SAENZ PEÑA
El segundo caso de un vicepresidente que torció la historia también está ligado de alguna manera al acceso del radicalismo y de los sectores populares al poder. Es el de Victorino de la Plaza que fue un ungido como candidato a vicepresidente en otra transacción política.
En efecto, en 1910, el candidato a sucederlo a Figueroa Alcorta fue Roque Sáenz Peña, un ciudadano de enorme prestigio y que –obviamente, en la misma línea política del hombre al que sucedería- tenía una vieja y larga cuenta a cobrarle al general Roca. Llegaba con 18 años de atraso, porque en 1892 se vio obligado a retirar su candidatura cuando Roca para frenarlo, levantó la de su padre, Luis Sáenz Peña.
Ahora para acompañar a Roque Sáenz Peña se barajaron dos nombres que generaron presiones internas. Ambos le disgustaban por igual al propio candidato a presidente. Uno era Marcelino Ugarte, vigoroso caudillo conservador de la provincia de Buenos Aires, de la que había sido gobernador. Y el otro era Manuel de Iriondo, un apuesto joven santafesino, ministro de Hacienda en su provincia, a quien Sáenz Peña le desconfiaba. (O le envidiaba –la pinta-, como se decía entonces).
Hubo que negociar, hasta que surgió la transacción. Esta vez elegido, fue el salteño Victorino de la Plaza, hombre de origen muy modesto, muy pobre, educado por intervención y amparo de terceros, en el colegio de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza. Allí trabó una fuerte amistad con Roca, que se mantuvo, más allá de cualquier disidencia política. Victorino de la Plaza, que dominaba el latín, se formó a la vera de Vélez Sarsfield y fue adquiriendo prestigio como jurista con algunas destacadas incursiones políticas como ministro de Roca y también como legislador. Acreditaba además muchos años de residencia en Londres, cuyos clubes frecuentaba y donde fue refinando sus gustos y costumbres. Era, ciertamente, un conservador, pese –repito- a su origen humildísimo y los primeros cuatro años en los que se desempañó como vice de Roque Sáenz Peña ejerció su cargo con el decoro, silencio y dignidad, de un auténtico “tory”, al más puro estilo inglés, a pesar de sus ojos oblicuos y su denso bigote achinado, que le valieron el apelativo de “El Coya” o “El Chino”.
Sin embargo, cuando en 1914 muere Sáenz Peña y Victorino de la Plaza lo sucede en la Casa Rosada, no les fue tan bien a los conservadores. Ensanchó sin miramientos y sin concesiones la apertura democrática que negociaba Sáenz Peña e hizo cumplir a rajatablas la ley electoral. A él se debe pues, en medida no desdeñable la elección de Hipólito Yrigoyen como presidente de la República en 1916.
Forma parte de lo que no fue, hacer conjeturas sobre lo que habría pasado si en lugar de Victorino de la Plaza hubiera asumido Ugarte, que seguramente habría apelado a todos los métodos políticamente lícitos e ilícitos, para quitarle las posibilidades a Yrigoyen.
Sáenz Peña había desechado a Iriondo por demasiado joven y también se dice que por demasiado elegante y a Ugarte por demasiado faccioso y duro. Lo cierto es que su obra, incluidas sus fantasías de democratización a través de una transacción negociada, terminó en manos de Victorino de la Plaza, un hombre, más de las leyes que de la política. Y la historia tomó otro rumbo. Pero lo que históricamente no se puede discutir, es que ya sea por sagacidad o por casualidad, Victorino de la Plaza, demostró ser el hombre que exactamente exigían las circunstancias.
ENTRE NAZIS Y ALIADOFILOS
El tercer caso de un vicepresidente que torció el rumbo de la historia ocurrió 35 años más tarde, cuando Ramón Castillo cambió el derrotero de la nave que conducía el presidente Roberto M. Ortiz, imprimiéndole un giro de ciento ochenta grados.
Pero también aquí gravitaron hechos aparentemente imprevisibles, a cargo de un vice que, ungido como fruto de una transacción y con una imagen política apacible casi inofensiva, sin embargo, cambió la historia.
Roberto Ortiz que había sido ministro de Hacienda del presidente Justo, llegó a la presidencia en 1938 como un aliadófilo muy definido y con una fuerte decisión de acabar con el fraude y purificar el sistema democrático. Representaba en la fórmula de la llamada “Concordancia” al radicalismo antipersonalista. La vicepresidencia les correspondía a los conservadores y el nombre preferido de Ortiz era el de Miguel Ángel Cárcano, hijo de don Ramón y que un cuarto de siglo más tarde sería canciller de Frondizi.
Obviamente Cárcano también era aliadófilo y de formación democrática como Ortiz. A la sazón estaba en Europa donde la crisis que poco tiempo después haría estallar la Segunda Guerra Mundial hacía su presencia poco menos que indispensable como diplomático argentino de alto nivel. Pero los conservadores bonaerenses, conducidos por Manuel Fresco que sin disimulos se jactaban de ser fascista, se opusieron a Cárcano. A los de Buenos Aires les salieron al cruce los de Mendoza y los de Córdoba, y otra vez comenzó una tremenda pulseada en torno al nombre del candidato a vicepresidente que acompañaría a Ortiz. Y de nuevo, se optó por la solución aparentemente “segura y tranquila” Ramón Castillo, un senador catamarqueño acreditado jurista, de una edad que entonces se consideraba avanzada 65 años, nueve más que Ortiz.
Castillo estaba mucho más próximo a los códigos que a la política, pese a que ya se había desempeñado como ministro de Justicia e Instrucción Pública. No era nazi -sería injusto y malévolo llamarlo así- pero cuando asumió la presidencia, primero por la enfermedad y luego por la muerte de Ortiz, formuló una política neutralista desarrollada por el canciller Enrique Ruiz Guiñazú, que más allá de su voluntad, terminó favoreciendo a los sectores pro-germanos y pro-nazis. En definitiva, la apertura aliadófila y democrática de Ortiz fue rápidamente obturada por Castillo, un anciano tan honesto como obcecado, cuyo cerrado empecinamiento terminó dejando operar libremente en la Argentina el nazismo.
Otra vez forma parte del mundo de las conjeturas preguntarnos qué habría pasado si el vicepresidente de Ortiz hubiera sido Cárcano y no Castillo. Por de pronto ¿habría ocurrido el golpe de estado del 4 de junio de 1943? Y en consecuencia ¿se habría producido el fenómeno peronista? ¿O acaso, el GOU (Grupo Oficiales Unidos) poderosamente influido por el entonces coronel Perón, se habría visto obligado a utilizar otros canales para ejercer su influencia?
Caben todas las respuestas a estos planteamientos de lo que no fue. Lo que en cambio sí fue, y muy doloroso para nuestro destino nacional, es que de alguna manera salimos derrotados de la Segunda Guerra Mundial. Disminuidos en nuestra vida institucional y desbarrancados en nuestra posición dentro del continente, donde fuimos desplazados por varios países hermanos, muy especialmente por Brasil.
LOS IDUS DE 1973
El último caso de vicepresidente que tuerce la historia es muy reciente, al triunfar en 1973 la fórmula tautológica Perón-Perón.
Muchos candidatos a vicepresidentes surgieron en 1973 cuando Cámpora y Solano Lima, renunciaron para acabar con aquella comedia de los unos al gobierno y el otro al poder.
Se mencionaron nombres espectables del justicialismo para acompañarlo a Perón, como los de Luder, Robledo, Taiana, etc.
También se mencionaron posibilidades de alianzas políticas como las fórmulas Perón-Balbín o Perón- Frigerio, pero finalmente “copó” la situación José López Rega, ese Rasputín que nos agobió de vergüenza y dolor y que acabó imponiendo el nombre de María Estela Martínez, políticamente promovida como Isabelita. Perón, tenía su salud muy quebrantada. Y se sabía que asumiendo la presidencia, seguramente se precipitaría su muerte. Esto lo certificaron el cardiólogo Pedro Cossio y el doctor Jorge Taiana. Ciertamente no lo ignoraba López Rega, quien en sus fantasías y visiones mágicas se vio a si mismo dueño del poder, a través de Isabelita. Y no estaba equivocado. Colocarla en el segundo lugar de la fórmula peronista de 1973, equivalió fácticamente, a elegir a López Rega como presidente de la Nación.
Infortunadamente Perón, envejecido y enfermo cayó en la trampa, arrastrando a la República. La llegada de Isabel a la presidencia, después de su muerte, ensoberbeció a la subversión terrorista y no dejo otra alternativa que gestionar ante la clase política su desplazamiento legal. Cuando la gestión resultó infructuosa, no quedó sino el recurso de declarar la guerra total al terrorismo, con el consenso de una población que urgía al Estado para que asumiera el monopolio de la fuerza. La transacción con el poder palaciego que ejercía López Rega condujo al predominio de la Junta Militar y luego en 1976, al Proceso gobernado por las Fuerzas Armadas con todos los tremendos desencuentros, dolores y muertes que vivió la República.
¿Acaso no se hubiera evitado todo esto —incluidas las Madres de Plaza de Mayo— si se hubiese tomado más cuidado, más resguardo y responsabilidad en la elección del vicepresidente allá en los idus de 1973?
Y esto ya no es conjetura, sino enseñanza pura de la historia, que para algo debe servir.