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De los creadores del Sputnik

Por Nicolás Lucca


A mediados de la década de los ochenta el líder soviético Michail Gorbachov entabló dos políticas para la reconversión de la Unión Soviética con la esperanza de salvar lo insalvable. Una de ellas era la Glasnost, una serie de reformas que incluían la liberación de todos los presos políticos y el fin de la censura. La primera consecuencia no se hizo esperar: casi todos los días aparecía en cualquier periódico –incluso en Pravda– una denuncia de corrupción dentro del elefantásiaco Estado ruso y sus satélites.





Las denuncias estaban a la orden del día y el mundo comenzaba a enterarse de por qué habían desaparecido del mapa de Elik Jalimov y Víctor Solokov, máximas autoridades del ministerio de Petróleos, hecho ocurrido en 1982, unos tres años antes de iniciada la Glasnost.


Cuando digo que todos los días aparecía algo nuevo me refiero a todos los días. Todos. Y de a varios casos a la vez. Cosas que eran cotidianas, que todos sabían dentro del Estado y que intuían fuera del mismo, como cuando en un mismo día salieron a la luz las denuncias contra Alexander Polianski y Sergei Popov por cobrar sobornos para autorizar viajes de científicos al exterior. Las cometas iban desde efectivo hasta especies, como anillos de oro o un tocadiscos. Sí, un tocadiscos. Y si eso pasaba con funcionarios de tercera línea, imaginemos las primeras.


El problema podría haber quedado allí pero se trasladó a algo que activa los mecanismos de supervivencia de cualquier ser humano: la alimentación. Un estudio efectuado por el propio Partido Comunista a principios de los ochenta determinó que el sistema agropecuario arrastraba una década de atraso. Y estaban siendo generosos. Mientras en el resto de occidente –no sólo Estados Unidos, también la Argentina, Brasil, Uruguay, Francia, Reino Unido o cualquier lugar donde crezca una planta– ya existían máquinas cosechadoras y sembradoras que aumentaban el margen de productividad y reducían notablemente el porcentaje de mercadería perdida, en los inmensos campos soviéticos se trabajaba con máquinas vetustas, empujadas por seres humanos en la mayoría de los casos y con sembradíos cuyas fotos pueden confundirse con cuadros del siglo XVII.


Por si fuera poco, la paupérrima logística hacía lo suyo y el grueso de las cosechas se perdían en el camino. Para culminar, la burocracia daba la puntada final. Era tal la centralización del Estado soviético y tan acrecentada y profundizada con el paso de los años que se llegó al punto de abarcar todos los aspectos de la cotidianeidad al requerir documentos, quichicientos sellos, identificaciones, formularios e inscripciones para cualquier cosa. Incluso para comprar una bolsa de pan.


Quienes no tenían estos problemas eran, obviamente, los burócratas, sus familiares y sus amigos, que podían darse el lujo de elegir qué desayunar, qué almorzar, qué merendar, qué cenar y en cuántas cantidades. De allí que existieran dos sueños entre los jóvenes soviéticos de los setenta y ochenta: lograr atravesar la cortina de hierro o ingresar a trabajar al Estado. De alguna forma podrían comer algo más que agua tibia con cebollas flotando sin tener que imaginar que era un borsch con smetana.

El privilegio de pertenecer llevó a un extremo de aceleración del colapso por inmensa cantidad de factores, pero entre los que se encuentran el hartazgo popular y la cada vez menor cantidad de alimentos producidos para una cada vez más demandante burocracia.


No sé si es falta de conocimiento de la historia o que a muchos les gusta dejar las películas por la mitad, pero muchos jóvenes occidentales, al menos en mi país, han visto la historia soviética como un lugar sin tiempo, en el que la gloria belicista se traslada a cualquier aspecto y Jruchev no se murió, sino que reencarnó en Putin.

Ver a un mocoso con DNI 40 millones sacarse una foto con los dedos en V mientras es vacunado y como pie de foto saluda a los soviets, me hace suponer que vio la película cortada, censurada y al revés. Pero luego recuerdo lo relatado en las primeras líneas de este texto y no me quedan más que dos opciones: o conocen bien la historia y se sienten orgullosos de formar parte de una casta que dice estar en contra de la discriminación de clases, o son imbéciles. Hijos de puta o estúpidos, no hay tercera opción por el medio.


Y si esto pasa en localidades perdidas en el interior, no quiero imaginarme lo que podría estar ocurriendo en el Estado Nacional. Porque puedo entender la falta de control en una burocracia inmensa, pero si algo tiene de bueno haber recibido 400 mil vacunas pedorras es que es fácil de controlar y nadie lo hace.


Pensaba en estas cosas en los últimos días –no tengo demasiadas actividades para llevar a cabo– con la intención de publicarlo mañana, si terminaba de darle una vuelta de tuerca, hasta que saltó la cuestión Ginés. Por suerte tengo una amiga que puede salirme de testigo de que así fue.


Pobre Ginés, solo a él se lo puede castigar por cumplir con lo que todos hacen en este país: favores. Acá podés tener el título que quieras, el poder que se te ocurra, la fortuna que hayas logrado amasar, que nada de eso sirve si no tenés el teléfono indicado. ¿Lo van a castigar por eso? ¿Nadie en su entorno sabía que hasta el hijo de veinte años de Hugo Moyano fue vacunado? Bueno, según se ha comportado el Presidente y la reemplazante de Ginés, no, no sabían un choto.


“Con la vacuna no se jode”, dicen que dijo Alberto Fernández en su despacho totalmente enojado y uno no puede evitar recordar a Antonio Musicardi lastrando una empanada mientras dice “Dios mío qué poco se puede hacer por las personas” y culmina con una justificación de la “pobreza digna”. La pregunta del millón vendría a ser cómo es que el Presidente no estaba al tanto de las circunstancias si todos los días salía en algún diario una denuncia de corrupción vinculada a la vacuna. Porque sí, estimado lector, no toda corrupción se trata solo de dinero: utilizar los resortes de los amigos para recibir lo que todavía no le corresponde, es corromper algo.


Al repasar las declaraciones presidenciales da para preguntarse otra cosa: ¿Y con qué sí se puede joder? ¿Con las clases presenciales durante más de un año? ¿Con la violación a casi toda la Constitución Nacional con la excusa de la pandemia? ¿Con la destrucción de cualquier dejo de institucionalidad? ¿Con qué sí se puede joder menos con las vacunas?


Y como una pregunta lleva a la otra, la catarata se hace cada vez más potente al pensar en la supuesta inocencia del Presidente. ¿No lee los diarios? ¿No chusmea los portales en el celular cuando se sienta a meditar antes de la ducha? ¿Nadie le avisó? ¿No le preguntó a Ginés? ¿No le preguntó a Axel qué onda con los intendentes y amigos de amigos de amigos que cancherean en Twitter e Instagram? ¿Ginés le mintió?


Si Ginés mintió al presidente, uno esperaría no solo un pedido de renuncia sino una denuncia ante la Justicia, como dijo aquel Alberto opositor que habría que hacer con los que rompen con la ley. Si Ginés no le mintió, no debería haberle soltado la mano. A un amigo no se le hace eso.


En este caso las opciones también son dos. Si sabía y no le importó, si no sabía y recién se enteró. Mal tipo o inútil todo servicio. A diferencia del resto de los mortales, quiero creer que se trata de la primera opción, que es un mal tipo pero inteligente. La segunda opción me resulta desesperante para alguien que tiene en sus manos los destinos de 45 millones de habitantes. Y si a usted le molesta que yo solo tenga dos opciones, lo siento, es la costumbre que el gobierno me ha impuesto en los últimos catorce meses: la economía o la vida, la educación o la vida, la propiedad privada o la vida, el trabajo o la vida, vivir como el orto o la vida. Son el gobierno de la opción única y así no nos dejan otra opción de análisis que el único.


Pero ya está. Por suerte ahora quedará todo en manos de personas expertas que no tuvieron nada que ver con la gestión saliente, que nunca se enteraron de un vacunatorio VIP en un país que abandonó el Top 10 de naciones con mayor cantidad de muertos por millón gracias a que llegó la segunda ola a Europa. Y el Presidente se ocupará personalmente del asunto, como se ocupó del surfer de Pinamar en marzo pasado. Una a favor del Presi: tanto hablar de Ginés y ya nos olvidamos que –para esta altura y siguiendo las promesas– deberíamos tener 15 millones de vacunas rusas y tan sólo contamos con 400 mil repartidas entre funcionarios y amigotes.


Y lo bien que hicieron. Ante la escasez, primero la burocracia. Piénselo bien: si no fuera así y mañana se mueren todos ¿quién va a gobernar la nada?


¿Todo hay que explicar?

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