En reiteradas ocasiones, en el marco de nuestra actividad encaminada a elaborar y difundir una cultura política que corresponda a la derecha popular y reformadora, hemos invocado el adjetivo “occidental” o afirmado el valor sustantivo de “Occidente”. Ahora bien: ¿a qué nos estamos refiriendo, qué estamos proponiendo, en suma de qué hablamos cuando hablamos de Occidente?

Una primera acepción de tales vocablos –aparte de la puramente geográfica- es de naturaleza específicamente intelectual. Alude al conjunto de contenidos conceptuales nacidos de la confluencia entre la teología cristiana, la metafísica griega y el derecho romano. Es quizás la acepción más trillada, pero no deja de ser criteriosa.
Una segunda posibilidad se refiere a las realidades geoestratégicas contemporáneas. Occidente, en esta visión, es un concepto englobante de todos aquellos países que se enrolaron, después de la IIGM, en la resistencia al expansionismo comunista. Bajo el liderazgo de EEUU se suman allí naciones de América y Europa Occidental, Israel, Japón, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, etc., cuyo número aumentó tras la implosión del imperio soviético y la correlativa liberación de varios Estados de Europa Central y Oriental. Si bien la URSS se descompuso y Rusia perdió mucho de su status precedente, la pertenencia continuada al “bloque occidental” se manifestaría hoy en el recelo hacia el acelerado avance estratégico de China.
Está claro que en ninguna de estas dos perspectivas referidas Occidente tiene alguna connotación de carácter racial. Es de carácter espiritual en un caso, político-militar en el otro, el criterio de agrupamiento y pertenencia de las naciones dentro de su ámbito.
Finalmente, existe una tercera perspectiva de Occidente que es aquella en la que nos insertamos dado el marco de la temática propia de esta página. La misma consiste en el terreno-bisagra entre ciertos ejes culturales distintivos, por un lado, y por otro, las instituciones en que se encarna el orden sociopolítico de una sociedad. En este último sentido Occidente ha sido, por siglos, una realidad distinguible, como civilización, de todas las demás civilizaciones que Huntington, Toynbee y otros autores han identificado en el globo.
Y bien; desde este ángulo, Occidente es diferente. Ya sé que para la beatería antropológica que ha venido dominándonos, tal expresión es una manifestación patente de “etnocentrismo”, y del peor de todos, el “eurocentrismo”, ya que nadie pone en duda que es en Europa donde se ha perfilado originariamente esta realidad cultural-política, y desde allí ha derramado luego sobre sus herederos directos y, más tarde, sobre otros pueblos que la han hecho propia. Y, aunque el mote no nos abochorne, nos adelantamos ya a señalar lo infundado del mismo. La razón de la “excepcionalidad” occidental es totalmente objetiva: Occidente ha sido, desde hace al menos medio milenio, el vector de la unidad del mundo. Para usar analogías orteguianas, digamos que el papel que Castilla representó para España, Prusia para Alemania o Piamonte para Italia, Occidente lo ha desempeñado para la actual sociedad mundial.
Ahora bien: ¿dónde radica la raíz de la indiscutible excepcionalidad a la que aludimos?
Podemos remontarnos tan lejos como a Heródoto –al menos- para encontrarnos con “una clara definición contrastiva de la identidad europea; aquello que caracteriza a los ‘europeos’ respecto a los ‘orientales’, Grecia respecto a Persia. Los griegos respecto de los ‘bárbaros’, y es el ser demos, pueblo compuesto de individuos libres, y no masa sujeta a un dominio despótico” .
Estacontraposición entre “libertad” y “despotismo” resulta recurrente a través de los autores y de los siglos, y parece ligero subestimarla como un mero topos literario o una expresión de narcisismo (que en este último caso podría haberse localizado en cualquier otro campo de la vida). Más bien, es razonable pensar que ha estado fundada en cierta percepción de la experiencia histórica, lo cual –de ser así- debería reiterarse en aspectos visibles en nuestras vivencias más recientes.
Y bien: si queremos encarnar esta percepción en aquel “terreno-bisagra” antes aludido, en que los ejes culturales se tocan con las instituciones, en lo que vamos a desembocar es en cierto pluralismo estructural que, con sus más y sus menos, han vivido los pueblos de Occidente, en clara contraposición con las restantes culturas de mundo. Atención: no nos estamos refiriendo solamente a la distinción entre las diversas funciones del poder político y su correspondiente atribución a diversos órganos, que Montesquieu creyó observar en la Constitución histórica de Gran Bretaña. Este tema no es ciertamente desdeñable, pero puede celar otro más profundo. Pienso en la existencia, en las sociedades occidentales, de una tendencia persistente a la diferenciación de no menos de tres tipos de autoridades sociales: el poder político, el poder cultural y el poder económico. Poderes entre los que existe una convivencia que puede ocasionalmente suponer tensión y competencia, pero nunca plena y duradera absorción de alguno de ellos tres por uno. La reflexión sobre las obras de Guizot (2), Aron (3) y Pellicani (4), entre otros, puede nutrir abundantemente la comprensión de esta realidad multisecular.
El pluralismo estructural al que aludimos produce el hecho de que el “canon” occidental no pueda dejar de tener en cuenta un componente liberal. Por ello, un conservador musulmán, hindú o chino pueden –o deben- prescindir de tal vínculo. No así el que se nutre, de manera inmediata o remota, de la tradición europea.
Esta tripartición se complementa, en el ordenamiento socioeconómico, por las garantías a la propiedad como supuesto de la libertad contractual y, a la vez, condición del desarrollo de una economía de mercado que nunca alcanzó tal amplitud en otras civilizaciones.
Estas características elementales que hemos planteado adquieren su verdadera relevancia cuando se las confronta con lo que fueron los rasgos dominantes de todos los imperios antiguos –con excepción de la Romanidad hasta el siglo II. Luciano Pellicani, en la obra antes citada, nos proporciona un impresionante fresco de tales sistemas imperiales, desde China hasta Sudamérica, incluyendo el Egipcio, el Persa, el Mogol, el Otomano y el Incaico, entre los más significativos La distinción entre el poder político y el religioso queda en ellos anulada por la figura del “Rey-Sacerdote”, símbolo de una fusión que resultará clausurada recién con la frase de Jesús sobre “dar al César…”. Y la absorción del poder económico por el político nace de la concepción no sólo de que todas las tierras eran propiedad del Soberano, sino que el mismo ejercicio de los diversos oficios sólo podía emanar de una explícita concesión real. El Estado resultaba, de tal modo, “la Megamáquina”, así nombrada por Lewis Mumford, basada en una mano de obra reducida a la esclavitud o la servidumbre.
Occidente es el nombre de aquel conjunto de pueblos, originariamente instalados en la Europa mediterránea y atlántica, que primero fueron escapando de la Megamáquina. La configuración sociocultural e institucional que estamos enfocando no nace en el Septentrión, sino en la cultura mediterránea. Es en las ciudades del centro y norte de Italia, con sus comunas autogobernadas, su organización gremial, sus enfrentamientos entre güelfos y gibelinos, las nuevas instituciones comerciales y financieras que constituyen el ius mercatorum, etc. Estas prácticas cruzarán luego los Alpes y bajando el curso del Rin llegarán a Flandes donde arraigarán.
Ahora bien: el extenso movimiento de “democratización” que observa Tocqueville a lo largo de un milenio representa la exacta contrafigura de aquella. En lugar de nivelar a todos bajo una casa político-burocrática-sacerdotal, se trató de ir ampliando sucesivamente lo que originariamente eran privilegios, ensanchando las libertades de la más diversa índole que dieron, cultural y materialmente, bases efectivas a la limitación del poder. El Estado limitado resultó, así, el producto histórico de miles de esfuerzos por expandir franquicias y fueros que la Megamáquina simplemente ignoraba. Desde lo que se llamó la “revolución municipal”, en la Europa de los siglos XI a XIII, hasta la organización sindical en los siglos XIX y XX, pasando por la progresiva liberación de los campesinos y la garantía de su propiedad, Occidente avanzó –no sin reiterados retrocesos- hacia la configuración que lo ha hecho diferente y, hasta hace poco tiempo, le ha reconocido un soft power superior al de las otras civilizaciones en presencia. Esto se complementa con el hecho de que, en cuanto la relación entre el poder político y el cultural (éste último originariamente religioso), si bien siempre hubo algunos clérigos que concibieron al Estado como una suerte de Ministerio de Seguridad de la Iglesia, y no pocos gobernantes que vieron a ésta como instrumentum regni, el legado perdurable de la cultura occidental se ha vinculado a la distinción entre ambos tipos de autoridad y al aseguramiento de la libertad de conciencia.
En nuestra patria el Código de Vélez Sarsfield, la Ley Saenz Peña y la política peronista respecto de la propiedad de la tierra, con sus más y sus menos, se han insertado en ese macroproceso civilizatorio antes aludido. El primero, produciendo como efecto secundario de su régimen sucesorio una división inmobiliaria que ponía al país en el camino capitalista en lugar del feudal. La segunda, garantizando el acceso a las libertades políticas a aquellos a los que la Constitución había prometido las libertades civiles. La tercera, como demuestra Juan Manuel Palacio (5), motorizando, a partir de la ley 13246, el acceso pacífico y gradual de arrendatarios rurales a la pequeña y mediana propiedad.
Allí donde la Megamáquina “objetivizaba” a los hombres, la civilización occidental ha tendido persistentemente, en sus variopintas modalidades históricas, a crear nuevos sujetos. Estos no como mera expresión de un individualismo atomístico, ya que en muchos casos, es la consolidación de grupos sociales menores lo que permite que se encarne la libertad concreta de las personas. Por ello es indisociable de Occidente la vigencia del principio de subsidiariedad.
Por supuesto, este prolongado esfuerzo por convertir en posibilidad de los más lo que había sido originariamente patrimonio de los menos, tanto en lo político como en lo socioeconómico y educativo, no estuvo exento de riesgos y contragolpes. Las libertades no tuvieron la vida fácil en el marco psicosociológico de la democracia de masas. Fue siempre un camino en la cornisa. Y hoy parece emerger una oscura y sutil nostalgia de la Megamáquina que constituye la tendencia autodestructiva propia de Occidente. Tendencia no desdeñable, porque el mismo experimento de la libertad, que nuestra civilización ha desarrollado a lo largo de veinticinco siglos la convierte, al par que en la más rica y creativa, en la más frágil.
Conspiran contra su subsistencia las tendencias recurrentes a la expansión del Poder, que –como observó Nolte (6) – en nuestro tiempo se autodenominan “socialismo”. Pero, además, convergen en esa pendiente degradante, todas las formas corrosivas del “progresismo” operantes dentro de Occidente. Estas, al intentar disolver el ethos cristiano subsistente en nuestra civilización, privan a las libertades del su suelo nutricio y vuelven, como en la Megamáquina, a convertir a la persona en objeto maleable por el Poder. Poder en que se asocian, frecuentemente, el Estado con la gran concentración económica y ambos con un poder cultural empeñado en desarraigar y funcionalizar a todos los que hasta hoy fueron miembros de una comunidad histórica. Así retorna la homogeneidad originaria a favor de la difuminación entre lo público y lo privado (mecanismos prebendarios, crony capitalism) y el asistencialismo generalizado.
Por eso el riesgo para Occidente no nace hoy solamente de eventuales conjuras externas, sino, sobre todo, de las tendencias autodestructivas que operan en su seno a partir del neoiluminismo que se ha abatido en las últimas décadas sobre Europa y los EEUU, y en tiempos más recientes también sobre nosotros. En su marco, la negación soberbia de la tradición, la paladina subestimación de todo espesor histórico y toda identidad cultural son, por lo menos, tan deletéreas como “el peligro amarillo”. Se trata de una verdadera mutación antropológica acompañada, en el orden social, por el hundimiento de las clases medias trabajadoras que fueran rasgo distintivo de nuestro país y de la cultura que lo configurara.
Es por todo eso que entendemos que una empresa política a la altura de los tiempos debe hincar sus raíces en la conciencia lúcida de este macroproceso y de la imposibilidad de dejar una marca en la historia si se carece de la aptitud para superarlo en el propio terreno en que se hoy se despliega
Y con ello creemos que los problemas de la democracia no se enfrentan suprimiéndola, sino descentralizándola. Y que los problemas de la propiedad no se encaran mutilándola sino difundiéndola. Es sobre estos criterios que se pueden afrontar los retos de la complejidad. Y es a partir de ellos que se perfila el Occidente del que hablamos.
GIACOMO MARRAMAO, Tertiun datur? en Genealogie del Occidente, Ed. Bollati Boringhieri, Turin, 2015, p. 75.
Historia de la civilización en Europa.
Democratie et toaalitarisme.
Genesi della modernitá e sviluppo del capitalismo
La revolución peronista, Ed. Temática, Bs.As., 1983, p. 34..
La Guerra Civil europea.