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¿Democracia involutiva?








Hace treinta y siete años que quedó restablecida la democracia en la Argentina. Sin entrar en excesivas sutilezas politológicas, entendemos por democracia el régimen en que los gobernantes tienen origen electivo y tanto el proceso de designación como el juicio sobre toda su gestión dependen del juego de una pluralidad de actores institucionalizados, que incorporan como datos inexcusables la competencia y la eventualidad de la alternancia. Curiosamente celebramos con un feriado no el día en que recuperamos este régimen, el 10 de diciembre, sino el 24 de marzo, que es una fecha triste para los argentinos. Recordarlo es una obviedad, pero no lo es advertir que las razones de tal juicio negativo son sumamente variables en lo que se refiere a distintos segmentos de la población. Por una parte existe una “historia oficial”, pergeñada durante el gobierno alfonsinista, y sensiblemente sesgada en la reconstrucción de los hechos que precedieron, acompañaron y derivaron del putsch. Esta “ortodoxia pública” adquirió una modalidad radicalizada durante los doce años del kirchnerato. Para los consumidores de ambas versiones la negatividad del régimen militar no necesita ser demostrada. Otros de los más apesadumbrados se cuentan entre todos los entusiastas del sistema electivo, los que no pueden olvidar ni quieren afrontar el hecho de que el presunto jefe de la oposición institucional había confesado días antes del pronunciamiento que él “no tenía soluciones”. Una tristeza más personal y honda signa a los familiares y amigos de quienes resultaron víctimas de la guerra que el Estado se vio obligado a librar ya con anterioridad a aquella fecha, pero a cuyo respecto la misma resulta emblemática. En fin, debemos también registrar el hecho de que el 24 de marzo simboliza un “proceso” devenido frustrante para sus mismos promotores y ejecutores, ya que, si bien destruyó la capacidad revolucionaria de la izquierda militante, fracasó en toda la línea en la tarea de poner en pié un sistema político y una economía sanos, liberados del estatismo y la demagogia que habían generado la decadencia nacional. En suma, los enemigos de entonces pueden concordar en el carácter finalmente infausto de la jornada de marzo, en el sentido de que las dinámicas en ella concretadas o por ella disparadas condujeron a una situación en que, objetivamente, todos perdieron.




Lo que resulta llamativo es que, a treinta y siete años de la conclusión del régimen, es decir trascurridas dos generaciones históricas del experimento democrático, no exista la vocación intelectual por realizar un balance objetivo de éste último. Sea cual fuere la ubicación ideológica del observador, no es irrelevante que el mismo ensaye una apreciación valorativa del rendimiento de nuestra democracia restaurada, de su aptitud para resolver problemas estructurales del país y alcanzar cotas más altas en la calidad de vida de su población.


Se nos prometió en su oportunidad que con la democracia se comía, se educaba, se curaba… ¿Cuánto de todo ello ha resultado real, habida cuenta de que en más de tres décadas y media transcurridas los riesgos de un nuevo putsch fueron debilitándose hasta desaparecer totalmente y, por ende, todas las responsabilidades son ahora adjudicables a los mandatarios elegidos por la ciudadanía? Creemos que un principio de respuesta a esta pregunta, y con ello una contribución ilustrativa al balance pendiente, no podría dejar de tener en cuenta el análisis sincrónico y diacrónico de la posición regional de la Argentina. Dejemos ya de compararnos con EEUU, incluso con Canadá, Australia o Nueva Zelanda- como lo hiciéramos a lo largo del siglo XX- , pero no dejemos de medirnos –al menos- con el vecindario. Y aclaremos que todos los parangones que estableceremos se refieren a fechas anteriores a la pandemia, de modo de evitar el sesgo que una mejor o peor gestión de ésta última pueda imponer a nuestro juicio, y tratando de mantener las confrontaciones lo más próximas posibles al plano estructural.


Y bien: hacia 1980 la casi totalidad de los países sudamericanos se encontraba regida por autocracias militares, matriz común insoslayable a pesar de las particularidades obvias que la idiosincrasia nacional o exigencias de la coyuntura imponían en cada uno de ellos. En los años inmediatamente subsiguientes todos ellos experimentaron una restauración de las estructuras electivas: entre los principales Argentina en 1983, Brasil en 1985, Chile en 1990. Desde entonces tales estructuras no han visto ya interrumpido su funcionamiento. Y bien: ¿cuál ha sido el rendimiento comparativo de todas ellas? ¿Su funcionalidad ha resultado pareja? Veamos.


Confrontemos las performances de los países más significativos del subcontinente desde 1990, es decir, cuando sus regímenes de gobierno habían ya pasado de la autocracia a la democracia. Y hagámoslo a través de diversos indicadores especialmente representativos del desarrollo económico y social.


Comencemos, por su generalidad, con el Índice de Desarrollo Humano (elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo). En el mismo Argentina ocupaba en 1990 el primer puesto indiscutido; veintiún años más tarde (al producirse la reelección presidencial de Cristina Kirchner) había cedido la primacía a Chile. Observemos el PBI per capita: en 1990 Argentina se situaba en el primer puesto con aproximadamente 10.500 $UD; ya en 2011 Chile había producido el sorpasso, colocándose con 12.400 $UD a la cabeza. Anotemos, por lo demás, que en el presente año nuestro país difícilmente alcance los 10.000 dólares por habitante. El incremento chileno fue del 241 %, el nuestro del 43, superado por Uruguay y Colombia.


.Si nos enfocamos en el rendimiento educativo –otrora emblema de la primacía argentina- podemos analizar cuál es el número de años de estudio promedio que han cumplido las personas entre 21 y 30 años, para encontrarnos nuevamente con la sustitución de Argentina por Chile en el tope, y por la posición amenazante de Perú que ha avanzado en el período bajo examen desde el séptimo puesto hasta casi igualar nuestros registros. Todo ello se manifiesta en el rendimiento medido por los índices PISA, los cuales muestran que nuestro país ha quedado postergado por Brasil, Uruguay y Chile, no obstante haber afectado al área educativa el mayor porcentaje de fondos en la región.


Pasemos al tema del desempleo. Al comienzo del período nuestro país ocupaba el cuarto lugar, con el 5.8 %; en el 2012 ya había quedado relegado al séptimo con 7.1 % y las últimas mediciones registran que la desocupación orilla los dos dígitos (*). Perú y Ecuador ocupan las posiciones de privilegio. En cuanto al índice de pobreza (es decir, de población liberada de tal flagelo), la Argentina bajó del tercero al quinto lugar, en una tabla liderada por Uruguay y Chile. En 1983 era del 16 % y hoy sobrepasa el 30 % (**) en la misma época en América Latina descendió del 40 al 29 %. La informalidad laboral también subió sensiblemente: del 22 a más del 30 %.


Si medimos la inversión total como porcentaje del respectivo PBI constataremos que en el tramo estudiado la Argentina bajó del tercer al quinto puesto en la región. ¿Y si hablamos de la inflación? En el lapso que analizamos fue la más alta del mundo, solo interrumpida en el período relativamente breve de la Convertibilidad. El promedio fue del 71 % anual contra 10 % en el conjunto del mundo, durante un período tachonado por tres hiperinflaciones.


¿Qué significaba y qué significa la economía argentina en el conjunto de América Latina? Cuando se restauró la democracia la participación era del 16.1 %, mientras que en la actualidad no llega al 12 %.


Todos estos son números duros, contundentes. No hacen sino cuantificar el empobrecimiento nacional y, especialmente, el retroceso de las clases medias del que hemos sido testigos o víctimas. Mientras tanto, se iba constituyendo una sociedad crecientemente polarizada: la Argentina se “latinoamericanizaba” en el sentido negativo de la palabra, mientras varios países de la región alcanzaban cotas que los alejaban de su estancamiento histórico.


Y así podríamos continuar confrontando una serie de indicadores elocuentes respecto de la evolución económica, social y educativa de los distintos países australes. Ahora bien: si todos ellos tienen estructuras político-institucionales sensiblemente similares, ¿a qué puede obedecer la clara diversidad de sus performances? ¿Qué es lo que retiene a la Argentina en las mallas de la decadencia?


“¡Es la Clase Política, estúpido..!” nos vienen ganas de gritar, parodiando la memorable frase de aquél asesor de Clinton. Solo el desempeño de aquélla puede explicar que con las mismas herramientas se puedan producir resultados tan decepcionantes. ¿Será por eso que el Estado argentino, que rememora con luto el 24 de marzo, no se decide a celebrar con gozo el 10 de diciembre?


(*) y (**) Por las razones oportunamente expuestas todas las comparaciones se cierran en 2019, el año previo a la pandemia.

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