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El derecho penal debe volver su mirada hacia la víctima







Dos madres compartían habitación. Cada una había dado a luz un niño. Por la noche, una se reclinó dormida sobre el niño, y lo asfixió involuntariamente. Cuando despertó, tomó el bebé dormido de su compañera de cuarto y colocó el bebé muerto en su lugar. Por la mañana, cuando la otra mujer despertó, encontró al niño muerto y comenzó a lamentarse. Pero después de examinarlo se dio cuenta de que no era su hijo. Las dos comparecieron ante el rey Salomón. "¡Este niño es mío!", gritó una. "¡No, el niño muerto es el tuyo!", replicó la otra. Salomón ordenó a un guardia que tomara su espada y dividiera al niño vivo en dos. Una se arrojó a los pies del rey y suplicó, "¡Dele el niño y no lo mate!". Pero la otra dijo: "Ni para mí ni para ti, que lo partan". Entonces Salomón supo quién era la madre.





¿Por qué evoco esta narración bíblica? Se podría replicar que la analogía es falaz, pues los jueces de hoy carecen de la sabiduría de Salomón, quien como rey y juez no era un tecnócrata del derecho que aplica la norma sin preguntarse si es justa. Salomón obraba en un mundo sin reglas escritas, mientras que en la época actual, atiborrada de leyes contradictorias, decretos y rituales confusos, incluso a veces desconocidos por los propios jueces, los magistrados se pierden en la interpretación de las normas. La analogía nos sirve, sin embargo, para ilustrar por lo menos tres de las tantas omisiones en las prácticas de legislar y de impartir justicia.


En primer lugar, a diferencia del común de los mortales, Salomón fue un sabio, al que el juez puede a lo sumo desear emular. Pero su figura ilustra la diferencia entre dos modos de impartir justicia: por una parte, la de quien concibe ese valor como un ideal a perseguir, un horizonte que no se alcanza nunca, pero que nos impulsa a tomar decisiones concretas que nos aproximen a él. Y por otra parte, la de quien solo juzga la violación de la norma, impartiendo una justicia concebida como un cálculo de penas, y olvidando las otras penas, las no buscadas, nuestras penas, que hasta hace poco eran silenciadas durante todo el proceso penal. Dejando de lado el valor del sentido común, que considera sobre todo a la víctima ausente y a sus deudos, quienes cumplen el doble rol de la elaboración del duelo y de cumplir con el deber moral de representar al ausente ante los tribunales.


En segundo lugar, Salomón horizontalizó la disputa de ambas madres porque reclamaban -en plano de igualdad- un único y mismo bien: la vida de un niño. La diferencia entre Salomón y el juez del Estado de Derecho es que este juzga a un victimario que, amparado en una interpretación local del precepto constitucional de que "nadie será obligado a declarar contra sí mismo", miente a sabiendas de que el muerto no puede defenderse. Sin embargo, así como el derecho respeta los testamentos aun cuando su autor ya no esté, también debería reconocer la presunción del deseo de vivir aun cuando el portador de ese deseo ya no esté, pues debería nivelar simbólicamente esa pérdida irreversible ejerciendo el poder punitivo para el que fue creado.


En tercer lugar, el hecho de que ya no esté una de las partes no significa que esta no siga teniendo representantes vicarios que transitan el duelo y hablan en lugar de quien ya no tiene voz. Sin embargo, se le concede a ese representante apenas una función meramente consultiva, y no se le otorga el derecho de otorgar su consentimiento informado en el juicio ni durante la ejecución de la pena sobre los múltiples beneficios del condenado.


Los ciudadanos del siglo XXI continuamos sometidos a una convención jurídica creada en el siglo XIII y perfeccionada en los siglos XVII y XVIII, cuando se delegó el monopolio de la fuerza en el Estado. El derecho fue el instrumento para defender al acusado de las arbitrariedades del monarca. Hoy, en los países en los que rige el Estado de Derecho, las más de las veces el monopolio de la fuerza debe ser usado no para defender al individuo del Estado, sino de otro individuo que tomó una ventaja para sí, quebrando la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cuando se trata de un homicidio o femicidio, cuya reparación fáctica es imposible, a la víctima secundaria suele bastarle una reparación simbólica representada por la pena de privación de la libertad. Este castigo se funda en los principios fundantes del Estado moderno: si tres son los bienes jurídicos que fundaron el contrato social vigente, la vida, la libertad y la propiedad, quien atenta contra una vida debería ceder el segundo bien jurídico protegido: la libertad. Con la introducción de estos principios, abandonamos el campo jurídico y nos internamos en el de la ética, en los imperativos morales que los magistrados -y los legisladores- deberían respetar. Sin embargo, plantear la cuestión de la ética dentro de la Justicia es nombrar lo que curiosamente está en el orden de lo no dicho.


El hecho de que el Estado de Derecho haya expropiado el deber de retaliación y lo haya tomado a su cargo lo vuelve aún más responsable en la obligación de justicia que les debe a la víctima y a la sociedad toda. La idea de la retaliación y su función social no debería ser depreciada, dado que persiste en todas las prácticas humanas: cuando no pagamos la luz o el gas, debemos pagar una sanción pecuniaria. Cuando hacemos un regalo, solemos hacerlo guiados por un principio retributivo. ¿Cómo se explica entonces que, confiando en que el Estado haría justicia en nombre de los particulares, hayamos cedido nuestro poder de retaliación y hayamos sido abandonados a la intemperie, sin retaliación personal ni justicia pública?


Esta orfandad procesal es fortalecida por el abolicionismo, el cual aspira a monopolizar la semántica penal, valiéndose impunemente de conceptos como los de "rehabilitación" o "reinserción" y escudándose en tratados internacionales firmados por tecnócratas que, generosamente, devaluaron con su acto el valor del primero de los derechos humanos: el derecho a la vida. Valiéndose de un anacrónico reduccionismo sociologista, se funda en el supuesto acrítico de que el delincuente es un "producto social", mientras que la víctima pasa a ser apenas una circunstancia anecdótica.


El tradicional aforismo de Horacio "para que? las leyes sin las costumbres" permite comprender que el positivismo jurídico condujo al derecho a un callejón sin salida, a una legalidad sin ética y alejada del consenso social, a un nomos sin un éthos , "una ley sin ética". Incluso la llamada "ley de víctimas" nació con un pecado de origen: salvo excepciones, la víctima continúa en soledad, sin un querellante ni un fiscal que necesariamente impulse la causa a su favor y con un juez que, a menudo, se erige en un segundo defensor. Y cuando el fiscal apoya al imputado, hasta en un tercer defensor del victimario.


El obsoleto derecho penal recobrará un sentido cuando se ciña al principio de realidad. Cuando vuelva su mirada a la víctima, la única que no pidió estar en el lugar adonde el sistema la arrojó.


Doctora en Filosofía (UBA)

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