top of page

El desprecio del mérito







El mérito es un sistema de igualdad de oportunidades que se aparta de los privilegios y favorece a los individuos sobre la base del esfuerzo, el compromiso y el talento. Mucho se ha estudiado acerca de la noción del mérito, destacándose sus presuntos orígenes en el confucionismo chino que estableció la evaluación para estructurar el servicio público.




Su aparición en Europa de la mano de los iluministas tuvo un gran auge como elemento de construcción de la organización social y económica, pero lo cierto es que el mérito nada tiene que ver con el capitalismo y data de épocas pretéritas en que se alentaba la virtud como elemento ordenador de las sociedades. Las virtudes implicaban valores trascendentes de la religión, la filosofía y la ética, reñidos con cualquier idea materialista de competencia.

Sobre la obra de Michael Young (El ascenso de la meritocracia, 1958) decía Max Bloom en National Review (1): “La meritocracia indica que una empresa no debe dar preferencia a los hijos o familiares de aquellos a los que ya emplea, ni debe estar obligada a contratar trabajadores locales si hay mejores postulantes en otros lugar. Sostiene que la antigüedad en una empresa no debería proteger a quienes no pueden hacer bien su trabajo, ya sea porque tiene titularidad o un generoso acuerdo colectivo negociado por un sindicato. Estas son propuestas incómodas para muchos. Pero también son cruciales para permitir que los individuos con talento tengan la oportunidad de desarrollar su potencial independientemente de las circunstancias en las que hayan nacido”.

En una sociedad que hace culto del individualismo como la anglosajona, la meritocracia se asienta en dos proposiciones: las personas no son iguales en cuando a aptitudes aunque sí respecto de los derechos; y los roles sociales se reparten entre los más aptos. Casi una réplica del darwinismo social.

No obstante, esta semblanza anglosajona tiene elementos positivos que nadie puede desconocer, tal el caso de la importancia de la ética personal del trabajo por encima de la asistencia gubernamental, donde los ciudadanos valoran la libertad de perseguir los objetivos de la propia vida sin interferencias del Estado.

Para la cultura hispanoamericana, en cambio, el mérito tiene otro cariz. Exhibe connotaciones cristianas e igualitarias que instan a la responsabilidad individual en el seno de la comunidad como forma de promover el crecimiento en base al esfuerzo compartido.

Así, el ahínco necesario para la superación personal contribuye inexorablemente a la realización de la colectividad, utilizando el trabajo y la virtud como medios para prosperar y hacer que la vida sea más justa y equitativa.


Sin trabajo no hay riqueza, y sin el esfuerzo común es imposible progresar y abrir mayores oportunidades para otros. Trabajar y crear prosperidad es una necesidad y una función del hombre dentro de la organización social. Luego, la verdadera justicia social permite distribuir equitativamente los frutos del trabajo de acuerdo al mérito empeñado.

No suscribo la idea de oponerse a la cultura del mérito porque no obedece a principios cristianos. El mérito es un valor cristiano porque la propia fe exige un esfuerzo supremo de renuncia al mundo del pecado para alcanzar la redención, haciendo de la vida una carrera de compromisos y sacrificios en pos de la recompensa espiritual que se concederá al final de los tiempos por mérito de las obras y de la fe.

Hay sobradas muestras de la valorización del mérito en la doctrina cristiana como para evitar devaluarlo, desde que Dios ordenó al hombre ganarse el pan con el sudor de la frente, o las muchas veces en que instó a sus profetas y elegidos a esforzarse y no a desanimarse en las obras emprendidas.


El propio Jesús dio mandamiento a sus discípulos de dar primero para poder recibir, de trabajar para producir el pan y compartirlo, de orar y ayunar para poder alcanzar a Dios, o de predicar el Evangelio hasta dar la vida.

Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma, se predica en el Nuevo Testamento. El mérito es un valor eminente en el cristianismo, una demostración de fe individual al servicio de la comunidad para su redención espiritual, pero también para su progreso material. El mérito es una práctica virtuosa, no así la meritocracia que constituye una desviación materialista del sagrado precepto.


Repasar la etimología y las acepciones del término “mérito” en el diccionario de la Real Academia Española contribuirá a esclarecer nuestro entendimiento, evitando la confusión que siembran las ideologías en torno a verdades que son absolutas. El vocablo proviene del latín “meritum” que significa “recompensa”. En el idioma castellano tiene varios significados, según sean las formas de uso en la comunicación: acción que hace al hombre digno de premio o de castigo; resultado de las buenas acciones que hacen digna de aprecio a una persona; aquello que hace que tengan valor las cosas; merecimiento de las buenas obras ejercitadas por quien está en gracia de Dios; notable y recomendable; preparar o procurar el logro de una pretensión con servicios, diligencias u obsequios adecuados. (2)

Todas las acepciones denotan ejemplaridad y están alejadas de las deformaciones conceptuales impulsadas por las ideologías de los tiempos que corren. Como ocurre con las ideas que luego devienen en principios, a veces el transcurso del tiempo y las interpretaciones extremas distorsionan el sentido que las impulsó, desviándolas hacia extremos opuestos.


Y así, aquello que se concibió como forma de organización en aras de igualdad y calidad para las sociedades, instando a los individuos a emplear el esfuerzo individual en pos de una meta constructiva común, decantó en un proceso de consumismo materialista que alentó la deserción de las masas de la cultura del mérito y del esfuerzo.

Este resultado se produjo cuando la cultura del mérito se convirtió en meritocracia, despojándose de los valores éticos que la sustentaron en su origen. La igualdad de oportunidades como horizonte, gestado en la responsabilidad del esfuerzo, pronto se convirtió en un presupuesto asumido por todos, un punto de partida donde el valor del trabajo resultaba innecesario.

Pero la declamación no construye derechos porque los derechos suponen responsabilidades y cuando éstas dejan de practicarse, el derecho es letra muerta y la igualdad una ficción.

La cultura del mérito hizo grande a nuestro país y nos basta con rastrear la historia de nuestros abuelos para adverarlo.

En esas experiencias compartidas del pasado subyace el fundamento de los grandes acuerdos nacionales, el entendimiento común de quienes compartieron ciertos valores y los realizaron en el transcurso de sus vidas con esfuerzo y sentido de solidaridad, para dejar un legado a las próximas generaciones.

Todo lo que observamos, aún en medio de la interminable decadencia que vive el país, despierta la nostalgia por el esplendor pasado construido con ardua labor y con abnegación admirable.

Le atribuimos valor desde la nostalgia o la indignación precisamente porque todo se forjó en la fuerza acendrada del mérito y del trabajo.

El presidente de la nación, sin embargo, desprecia el mérito y ofende el legado recibido de sus mayores, haciendo culto a una progresía insana que galopa con delirio frenético hacia la disolución nacional.

El progresismo, corriente política de importación que gestiona la agenda de Soros, vino a destruir los pilares de la civilización cristiana occidental a través de su ideología disruptiva, instalando la falacia de que placer hedonista es un derecho y -por lo tanto- debe imponerse como tal, desplazando al trabajo, a la organización, a la virtud, a la fe, a la solidaridad, y a cuanto valor tradicional asigne a cada hombre la responsabilidad de construir su destino con esfuerzo y mérito.

En nombre de una distópica sociedad abierta se corrompen los fundamentos civilizatorios de la moral pública, destruyendo unidades culturales, idiomas y todo tipo de compromiso individual con el destino colectivo de las comunidades nacionales. Robar y matar sin ser castigado por la ley, liberar a delincuentes en aras de un garantismo abolicionista, encerrar a los ciudadanos honrados para no reprimir a los criminales, igualar para abajo distribuyendo miseria, destruir la cultura del trabajo con subsidios que instan al ocio, instalar que el placer es un derecho y la virtud un defecto, falsificar la verdad histórica, sodomizar en un frenesí hedonista a las futuras generaciones, desalentar el cuidado de la dimensión espiritual del hombre para hacerlo una mercancía, perseguir a los creyentes con el aparato del Estado, abusar del poder político, entronizar las ideologías en contra del bien común, son algunas de las formas con que se manifiestan los detractores de la cultura del mérito.

La ideología reduce a nada el valor de la palabra para así destruir la unidad del concepto.


Esto deja al hombre a ciegas en un pandemónium social donde las certezas se derrumban, la fe está muerta y el oficio de la vida se convierte en un calvario existencial.


Y vivir no es lo mismo que existir.


Son tiempos de apostasía, de destrucción de valores y de palabras, donde Babel nos lleva a Sodoma y Gomorra.


Defender las sanas tradiciones, los valores, la fe, y todos nuestros fundamentos de nuestra civilización, vuelve a ser una noble tarea de sacrificio y esperanza para muchos de nosotros.

Nos convierte en conservadores de una identidad amenazada que lucha por la supervivencia.

Sepámoslo: el mérito es la única forma de volver a encontrar la igualdad de oportunidades, conquistando derechos con el esfuerzo personal puesto al servicio de la prosperidad común.

Peregrinos somos sobre la tierra y cada vez que trabajamos por un sueño creemos y saludamos su realización futura desde el presente, aunque no lo vayamos a ver.

Y eso es mérito en el sentido más sublime de la expresión, mérito en pos de una fe inmarcesible que otorga a los pueblos una misión en la historia.



(1) Véase: BLOOM, Max. En defensa de la meritocracia. National Review, 03/08/2017. Disponible en: https://www.nationalreview.com/2017/08/american-meritocracy-needs-reform-not-replacement/


(2) Véase: Real Academia Española. Diccionario de la lengua española, edición 2001. Disponible en: https://www.rae.es/drae2001/

bottom of page