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El estudio de las élites gobernantes en la Argentina

Por Miguel Ángel Iribarne

Para Foro Patriótico


Dimensión teorética

Las investigaciones relativas a la Teoría de las Élites comenzaron a ser conocidas en nuestro país en la década del 20 del siglo pasado. Pero solo fue en restringidos ámbitos académicos y su mención se limita a disertaciones y trabajos monográficos. En una abigarrada obra de Juan Carlos Agulla que reúne estudios seleccionados dentro de la producción sociológica del país hasta 1996 e incluye cincuenta y tres pequeños ensayos, no hay uno solo referido a las élites gobernantes y ni siquiera a las élites sociales en general.

Las primeras –y memorables– excepciones comienzan a registrarse en torno a mediados de la centuria. Consisten, por una parte, en una serie de artículos y conferencias de Ernesto Palacio recopilados bajo el nombre de Teoría del Estado, y, por la otra, en capítulos de la Introducción a la Teoría del Estado de Arturo Sampay. A la primera de tales obras nos referiremos a continuación.


En un libro en que la incidencia de Mosca y Pareto es incuestionable, pero en el que el pensamiento de ambos autores ha sido refundido en los moldes de la prosa galana de Palacio, este deja sentado que existe una estructura permanente en la organización de las comunidades políticas, compuesta por la coexistencia del poder personal con la clase dirigente y con en el pueblo. Ahora bien, “el proceso histórico puede reducirse a la sucesión de clases dirigentes, verdad intuida por muchos y expresada terminantemente en el pasado, bajo diversas formas, por Saint-Simon, Taine, Pareto, Mosca y Sorel”(21).


A partir de allí nuestro autor enuncia dos “leyes”: la de identidad de estructura y la de variación periódica. La primera se refiere al hecho de la ordenación trimembre como dato universal que trasciende la variedad histórica de los regímenes políticos. En todos ellos –según Palacio– se da el juego de los tres elementos; de allí que “todo gobierno es un gobierno mixto. Aunque no lo sea en su constitución escrita, lo será en su constitución real”.


Si en ese plano existe identidad, ¿adónde anida la variedad de los regímenes? “En los principios que invocan, en la ideología que los anima”. Palacio expone con elegancia el viejo topos de la corruptibilidad inherente a cada régimen y su consecuente desplazamiento en el marco de una historia cíclica. Pero la diferencia básica con Pareto radica en que el politólogo argentino reconoce consistencia real a las “derivaciones”: “…esas ideologías son vida y son historia. Es la exageración de la fe, el ímpetu que se pone al servicio de la creencia, lo que da fuerza a los movimientos políticos(…). Las ideologías, con sus respectivos señuelos demagógicos, son los motores de la historia.


En un país en que la igualdad civil ha sido a menudo confundida con la desjerarquización, Palacio fue el gran vindicador del concepto de “clase dirigente”. A su juicio, “existiría orden cuando cada uno de los elementos de la estructura actúa de una manera consciente y adecuada a su fines propios (…). Cuando la clase dirigente dirige, el pueblo acata y el jefe decide (…). Cuando la clase dirigente (…) es realmente representativa de la colectividad e influye sobre las decisiones del árbitro, rey, dictador o presidente de la república”. Palacio, que había adherido en sus orígenes al movimiento peronista, está describiendo en filigrana la clase que Perón no pudo, no supo o no quiso forjar. Tal vez esta nostalgia lo mantuvo silente en su banca durante los cuatro años de su mandato como diputado nacional.


Más de un cuarto de siglo después, ya en medio de las trágicas circunstancias de la guerra interna, aparecería la otra obra que juzgamos relevante en la contribución teorética argentina al estudio de las élites gobernantes. Nos referimos a la de Germán Bidart Campos, un destacado jurista que –sin embargo– habrá de usar con solvencia el método sociológico, inductivo e histórico comparativo para abordar el tema de referencia.


En las primeras páginas del libro parece escucharse el eco de las ideas de Mosca, más extremadas aún si cabe: “No hay ni puede haber gobierno del pueblo, porque el pueblo no se gobierna ni se puede gobernar a sí mismo, ni directamente, ni por medio de representantes (…). El gobierno es una estructura o un aparato que, en su dimensión fáctica o sociológica, se reduce a un pequeño grupo de hombres (a veces a uno solo) que son los titulares o detentadores de poder (…). La totalidad del pueblo o la mayoría nunca gobierna, sencillamente porque lo imposible no es del dominio de la política –decía Alberdi– o sea, porque no puede gobernar”.


Sin embargo, apenas avanza la obra, se advierte hasta qué punto los planteos de Bidart son consonantes con el sesgo pluralista que el estudio de las élites tomó en los EEUU. Nuestro autor observa que las distintas actividades sociales “tienen sus propios públicos, su gente interesada”. Estos diferentes públicos no son en sí élites, pero engendran élites, a través del proceso que llama de “secreción interna”. Cada grupo social, de este modo, produce un grupo minoritario que descuella y “da el tono”. Esto ocurre en todos los ambientes de la sociedad, incluso en aquellos declaradamente dañinos, por lo que el estudio de las élites debe hacerse “según el título y la causación que les dan origen, sin preocuparse del carácter ético o inmoral del fenómeno.”(28).


Bidart sostiene una concepción polielitista, la cual se expresa en: a) la existencia de otras élites políticas además de la oficial (exoélites); b) en la distinción, dentro de la élite oficial, de una élite gobernante propiamente dicha y una o más élites de adhesión y apoyo (endoélites o sub-élites), y c) en la potencial politización que en un momento dado puede afectar a cualquier élite no política (militar, económica, gremial, religiosa, etc.).


La obra que comentamos contiene una certera diferenciación entre poder abierto y poder cerrado. El primero es el configurado en las sociedades pluralistas, poliárquicas, móviles y competitivas. El segundo se caracteriza por sus tendencias monopolistas, de las cuales pueden ser instrumentos el partido único o hegemónico y la disminución de la competencia real. Bidart admite que siempre la clase política se forma por selección, tanto en uno como en otro caso: “lo que difiere es el título de base para seleccionar”. En el caso del poder abierto no hay exclusiones a priori: en el otro, estas existen: el acceso a la élite se halla limitado por lo que Mosca denominaba tendencia aristocrática, sea que esta se exprese en la pertenencia a una estirpe nobiliaria o en la afiliación al Partido Comunista, según las circunstancias.


De los muchos aportes enriquecedores a nuestro tema que Bidart formula, no podemos omitir el referido al concepto de “socialización”. Nuestro autor recuerda que, en su encíclica Mater et Magistra, el papa Juan XXIII la había definido como “un progresivo multiplicarse de las relaciones de convivencia, con diversas formas de vida y de actividad asociada, y como institucionalización jurídica”. A continuación vincula esta idea con la de participación, y a partir de allí realiza una fecunda aplicación a nuestro campo: “Lo que se socializa no es el poder, sino la política o, concediendo expresiones, lo que se socializa es el proceso del poder político. Cuando en el curso de la historia universal vamos descubriendo que de procesos de poder con intervención limitada de muy pocos sectores en torno de los monarcas absolutos, se pasa paulatinamente a la incorporación de nuevos sectores de la sociedad, la exploración nos revela una incipiente socialización. A medida que la burguesía, la clase media, el proletariado, ingresan a los roles políticos, esa socialización avanza”.


Esta idea se emparenta con la observación de Mosca en el sentido de que la clase gobernante debe incluir a las “fuerzas sociales” más significativas y también a la idea paretiana de “circulación de las élites”. Pero, además, constituye a nuestro juicio, un criterio útil para medir el desarrollo político, inextricablemente vinculado a la apertura cada vez mayor del proceso decisional a la intervención y participación organizadas del mayor número posible de protagonistas.


Cabe apuntar, en el mismo sentido que, según Bidart, el polielitismo se relaciona con el nivel civilizatorio de la comunidad política a que nos refiramos: “En comunidades con organizaciones políticas precarias o de reciente data –por ejemplo, países recién descolonizados o emancipados, o de cultura escasamente desarrollada– se suele tardar un buen tiempo en el surgimiento natural de un polielitismo”, observa. Y ello explica tanto la proliferación de partidos únicos en el África apenas independizada, como la creciente dificultad en imponer hegemonías en los países que han franqueado etapas decisivas en su modernización económica y se han integrado en la estructura relacional de la sociedad global.


Dimensión empírica


Si no han abundado en nuestro país las investigaciones teóricas sobre el hecho elitario, igualmente escasos han sido los estudios de naturaleza empírica al respecto. El propio José Luís de Imaz –autor de una de las obras más significativas en la materia– confiesa paladinamente en 1964: “Prácticamente no se ha contado con trabajo alguno de base previo”. Su libro inaugurará y a la vez clausurará por cuarenta y cinco años esta línea investigativa entre sociólogos y politólogos. A nuestro conocimiento, y si descartamos algunos trabajos monográficos, solo la aparición en 2009 de la obra de Leandro Losada marcaría un nuevo jalón relevante en torno al tema que nos ocupa.


Muy joven al surgir el peronismo, Imaz pertenecía a esos grupos de inspiración socialcristiana que se acercaron a aquel sin sumergirse o confundirse. Más tarde tomará una actitud independiente, y aún crítica, respecto de los principales partidos operantes en el país. Su obra de 1964 se edita en medio de una fase de la Argentina política en que los regímenes militares se alternaban con democracias proscriptivas y por ello frágiles (gobiernos “cuasilegítimos”, los llamaría Ferrero). En 1978, con motivo de un texto que publicamos y que sugería al gobierno “de facto” una estrategia de democratización, nos hizo llegar unas concisas pero muy ricas reflexiones en que encomiaba todo esfuerzo intelectual por la renovación de las mismas instituciones políticas del país.


A pesar de la índole de estudio empírico que signa a su texto, Imaz no deja de adelantarnos ciertos elementos constitutivos de su marco teórico. Así, advierte: “El lector no especializado(…) debe saber que trabajos como el que tiene entre sus manos son siempre a-valorativos. Es decir, análisis de hechos, explicación de las cosas, sobre las que se emiten juicios del ser, en los que solo se busca una concatenación lógica, ubicados dentro de un encuadre funcional y en el marco de la estructura social global. Pero son hechos, hechos sociales, respecto de los cuales no se abren juicios de bueno o malo, conveniente o inconveniente, mejor o peor”.


El análisis comprende un cuarto de siglo de la vida argentina, desde 1936 a 1961. Recuerdo que, cuando en la década del 80 exhortamos al autor a actualizar las conclusiones de su obra, nos respondió que en ese momento sus intereses intelectuales ya habían variado. Imaz estudia a los que ocupan en ese lapso las “posiciones institucionalizadas”. ¿En qué ámbitos? En el Poder Ejecutivo, los ministerios nacionales, las gobernaciones de las tres principales provincias, la oficialidad superior de las Fuerzas Armadas, el Episcopado católico, los directivos de las principales entidades empresarias, la leadership de los partidos de alcance nacional y el secretariado de la CGT. En suma, lo que Bidart llamaría la élite política stricto sensu y las élites “politizables”.


En cada uno de los medios analizados, Imaz indaga una serie de rasgos, entre los cuales se destacan los canales de reclutamiento de los miembros de las élites, su raigambre familiar, sus formas específicas de socialización, los sistemas de lealtades, etc.


Las conclusiones del trabajo de Imaz, sin ser totalmente desesperanzadas, son inquietantes . El capítulo XII de su obra se titula “Argentina sin élite dirigente”, y comienza así: “No puede hablarse de una ‘élite dirigente’ en la Argentina. Aunque esto nos obligue a una aclaración. Porque, desde un punto de vista estrictamente funcional, siempre habría una élite: el conjunto de individuos que detentan las más altas posiciones, los que están al frente de las instituciones básicas, resultan funcionalmente una élite. Pero el término ‘élite dirigente’ tiene otros alcances(…). La existencia de una élite no está supeditada a que sus integrantes procedan de un origen similar, ni a que resulten producto de un mismo proceso socializador. Incluso las vías por las cuales arriben a la conducción pueden ser muy diversas, como variado su grado de decantación espiritual. Pero actúan como élite en la medida en que lleguen a un acuerdo, expreso o tácito, en torno de objetivos más o menos similares”


Es tal ausencia, es la ilusión frustrada de una “poliarquía convergente”, lo que no puede ser disimulado en el desenlace de la rigurosa obra de Imaz.


Mencionamos el libro de Leandro Losada como testimonio de una reciente recuperación del interés por el estudio de la estructura elitaria que vaya más allá de trabajos monográficos sobre sectores y ambientes particulares. Aunque, ciertamente, la abundancia de éstos últimos en las últimas décadas ofrece un vasto filón de “investigación primaria” que habilita emprender tareas más vastas.


Losada tiene la capacidad de producir en doscientas páginas un serio trabajo de periodización de la historia argentina en la materia, analizando en cada etapa las capas superiores de la sociedad, políticas y extrapolíticas, y abordando claramente los problemas referentes a las relaciones inter-élites. Deben destacarse especialmente, a nuestro juicio, los capítulos 2, 3 y 5.


El primero de ellos aborda el tema de Las élites en el Río de la Plata independiente (1810-1852), que cubre tanto el período de las guerras revolucionarias como el veintenio rosista, registrando –como colofón– el surgimiento de una élite intelectual con la Generación del 37. El segundo incluye el período de la denominada “Organización Nacional”, prolongada en el “Orden Conservador” y fenece, por lo tanto, en 1916. Se presta particular atención en este capítulo a la conformación de una élite política nacional, a las élites económicas (tanto la terrateniente como la incipiente clase industrial) y a tres casos significativos de composición de élites regionales, las de Mendoza, Tucumán y la Patagonia. En el capítulo 5, Losada se asoma a la dinámica de las élites desde la ley Sáenz Peña al surgimiento del peronismo, y enfoca la consolidación y las tensiones internas producidas en dicho período en las élites económicas.


Nuestro autor reflexiona, en su Epílogo, sobre el declive de la alta sociedad tradicional a lo largo del país de entreguerras, y señala que tal declinación fue más rápida en la política, por el ocaso del orden conservador desde 1916 y en la economía por el desdibujamiento de los terratenientes como motor de la economía. Advierte, en cambio, que la caída resultó más pausada en lo social y lo cultural por su perduración como pauta de referencia de los usos y costumbres. De cualquier modo, entiende, la “oligarquía” como el enemigo histórico señalado por el peronismo naciente era ya “un actor en retirada si se advierte el peso y el protagonismo que detentaba al comenzar la década de 1940, o más aún, si se los compara con los que había tenido hasta pocos años atrás. Justamente fue su declinación, y en un sentido más amplio el ocaso de la Argentina de la que dicho círculo social había sido representativo, el escenario sobre el que se asentó la aparición de ese fenómeno que catalizó como ningún otro la conversión de la Argentina en una sociedad de masas”.



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