En noviembre de 1980 Ronald Reagan ganó por primera vez las elecciones presidenciales en los EEUU. Cuatro años más tarde reeditaría su victoria de modo verdaderamente arrollador, en lo que la revista Time calificó como landslide (avalancha). Por entonces un agudo analista estadounidense juzgó que el éxito de Reagan se había fundado en su capacidad única para sintetizar tres subculturas políticas que hasta entonces habían andado frecuentemente descarriadas o enfrentadas. Ellas eran (sin que el orden de enumeración tenga por sí significado alguno): a) el conservadorismo económico, que demandaba una disminución de las regulaciones estatales y de los impuestos sobre la actividad productiva; b) el conservadorismo de la seguridad nacional, conmovido por la pérdida de posiciones del país en el escenario de la Guerra Fría y c) el conservadorismo moral y social, decidido a enfrentar las políticas abortistas, antifamiliares y complacientes con el consumo de drogas que prevalecían en ciertos círculos intelectuales y comenzaban a escorar al Partido Demócrata cada vez más hacia su izquierda.

La necesidad de amalgamar estas tres corrientes venía siendo preconizada desde, al menos veinte años antes por el pensamiento fusionista de Frank S. Meyer, un intelectual que fue evolucionando desde su marxismo inicial hasta el catolicismo, y uno de los pocos que Reagan reconoció explícita y públicamente como configurador de su pensamiento político.
¿A qué viene esta evocación? A la utilidad de comparar ciertos rasgos culturales y necesidades estratégicas de aquellas circunstancias con los que desde hace tiempo caracterizan a la política argentina sin haber recibido aún respuesta satisfactoria.
Nuestra intención es echar un vistazo al hemisferio derecho del electorado argentino, detectando en él no solo las corrientes autoconscientes e históricamente consolidadas, sino también un vasto sector que, aunque no plenamente consciente y, sin duda, aun inarticulado, constituye un área significativa de la ciudadanía. Un sector cuya vertebración y convergencia con los primeros podría trastornar los equilibrios políticos del país poniendo fin a los noventa años que calificamos en estas páginas como de la derecha ausente.
Existe en el país, cronológicamente hablando, una primera derecha, que se expresa en aquel liberalismo de la Generación del ’80 que se vuelve progresivamente conservador hasta ser desplazado del poder en 1916 para no volver nunca a él por vía electoral. Esta, que podemos convenir en llamar derecha liberal, se halla especialmente interesada en el mantenimiento de un gobierno limitado y en la correlativa afirmación de las libertades civiles y económicas. Influye sobre la línea de algunos medios masivos de información y, marginalmente, sobre la opinión del antiperonismo, pero, a la hora de las urnas, fracasa una y otra vez sin, aparentemente, extraer lecciones positivas de tales fracasos. Se trata, en cualquier caso, de un recurso del país, que contribuye a su mayor vinculación con el mundo y, por ende, lo prepara mejor para las dinámicas de integración.
Tenemos, paralelamente, lo que llamaremos segunda derecha o derecha nacionalista. La misma nace de una reacción contra la primera, coetánea a la crisis política, económica y cultural que en todo Occidente se produce a caballo de las décadas del ’20 y el ’30. Esta corriente recela o condena del cosmpolitismo de la anterior y lo largo de casi un siglo ha venido imaginando y proponiendo modelos institucionales que creía más adaptados a nuestro espíritu. Ha sido espontáneamente pro-militar, aunque en el seno de las Fuerzas nunca haya logrado prevalecer de modo incuestionable. Constituye un notorio factor de conservación de aquellos rasgos y estructuras que nos vinculan a las capas más profundas de la civilización europea de la que provenimos. Y vale por eso, más allá de de su sempiterna ineptitud para organizarse y gravitar en el juego republicano.
Sé que la descripción esbozada en los dos párrafos precedentes puede ser por mil razones impugnada. Para ser mínimamente explicativa debería, por ejemplo, analizar los enfrentamientos en la interpretación histórica entre libertarios y liberal-conservadores. O, por otro lado, intentar desentrañar las complejísimas relaciones de odio-amor entre la Segunda Derecha y el Peronismo.
Pero no quisiéramos caer en bizantinismos. Sobre todo en tiempos en que, sin la unión de las derechas no existe oportunidad alguna de sustraernos al destino de decadencia sin fin, de “decadencia prolongadamente estable”, que signa el curso actual de la evolución del país.
Por eso preferimos referirnos a la tercera derecha. O derecha popular si se quiere. No hablamos ahora de un sector autoconsciente ni políticamente ya articulado. Se trata de una derecha por construir. Pero ¿qué es lo que nos hace detectar, en un amplio segmento del electorado argentino esa latencia? ¿Existe, fácticamente, un potencial apto para ser desarrollado y estructurado? Estamos persuadidos de que sí. Anotemos algunas de las razones en que nos basamos.
Varios millones de compatriotas comparten una serie de instintos o reflejos (residuos diría Pareto, sin que ello implique connotación peyorativa) inequívocamente de derecha. Por ejemplo:
- rechazan todo lo que huela a abolicionismo penal y, en cambio, reclaman una mano dura que remite inequívocamente a la concepción hobbesiana de la política;
- reclaman una dramática reducción de la presión fiscal;
- reclama punto final para las usurpaciones de tierras;
- son antipiqueteros y “antiplaneros”;
- no aceptan que desde la escuela o desde el poder se pretenda educar sexualmente a sus hijos según la ideología de género;
- en cuanto al nivel socioeconómico pertenecen a la Clase Media Media o Media Baja; son, o tienden a ser, propietarios;
- son a-ideológicos y rechazan todo compromiso con los partidos existentes aunque, “tapándose la nariz”, los voten.
Estamos hablando de taxistas, pequeños comerciantes, chacareros, mecánicos, artesanos, talleristas, jubilados, emprendedores, etc., que desde hace décadas se ven obligados a optar entre candidatos que pertenecen a una Clase Política cuya cultura no solo le es ajena sino contradictoria con su sensibilidad y sus intereses.
Y estos intereses no convergen con los del Establishment. Dado el capitalismo de estructura prebendaria que ha prevalecido en la Argentina, aquél tiende más frecuentemente a coincidir en su estrategia con la Clase Política que con las Clases Medias Productivas. Por eso el Establishment tiende a ser “progresista”. Y, obviamente, no cabe esperar de él ninguna iniciativa real de renovación del sistema.
Lo que hace falta hoy es identificar el puñado de orientaciones políticas básicas en que naturalmente coincidan las tres derechas en el plano operativo, en lugar de empantanarse en viejos rencores o logomaquias.
Y en este plano nuestra convicción apunta a la capacidad integradora de un programa histórico que se centre en la recuperación de la capacidad ordenadora del espacio por parte del Estado, en la reducción de impuestos y subsidios, en la consolidación de un modelo agroindustrial de perfil exportador, en el respeto a la libertad educativa y religiosa de las familias, en la eliminación de los núcleos parasitarios, entre otros ejes capaces de ser aceptados por la mayoría.
Creemos que si, detrás de tal programa, aquella Tercera Derecha pasara “de la potencia al acto” por obra de un nuevo liderazgo que afirmase su autoconciencia y promoviese su organización, arrastraría a las Derechas preexistentes integrándolas en una perspectiva en que todas ganasen. Solo en esas condiciones el equilibrio del sistema que ha presidido nuestra decadencia resultaría inevitablemente trastocado.