Hace dos centurias, en 1820, los jefes territoriales del Litoral daban cuenta, de hecho, del gobierno directorial y del proyecto constituyente generado por el Congreso reunido en Tucumán primero y luego en Buenos Aires. Cada uno tenía sus razones, pero lo que resulta innegable es que en ese año las Provincias Unidas transitaron el nadir de su existencia política como Estado.

La reconstrucción sería penosa y contradictoria. Desde el aborto presidencial de Rivadavia, las guerras civiles recurrentes, la “confederación empírica” de Rosas, Caseros con la intervención brasileña, la constitucionalización incompleta por la rebeldía porteña, los nuevos conflictos intestinos, hasta la llegada de Roca, con la federalización de la ciudad-puerto y la memorable marcha al sur. Sesenta años de desencuentros, confirmatorios de que toda edificación es mucho más ardua y trabajosa que la destrucción.
Y bien: dentro de diez semanas viviremos el alba de una nueva “década del ‘20”. Las circunstancias y los auspicios no parecen resultar más positivos que dos siglos antes. Desde entonces quizás nunca la Argentina ha estado tan próxima a la categoría de un Estado fallido. Si nos comparamos no con las unidades políticas que solíamos emular hace varias décadas, sino, simplemente, con nuestros vecinos más o menos inmediatos, salta a la vista en todos los indicadores el retroceso argentino y una sensación irreprimible de nunca tocar fondo.
Tenemos a nuestro favor la aceleración de la historia, por la cual –de recuperarse el rumbo- harían falta mucho menos que las seis décadas del siglo XIX para volver a contar en el mundo. Pero hace falta acertar en él diagnóstico, sin lo cual todo activismo resultaría vano. Y en este punto queremos ser claros. A nuestro entender el mal argentino no se refiere a que esté en juego la República o el Estado de Derecho, que no sería poco, ciertamente. No está en entredicho el cómo ser de la Nación sino el ser mismo. Hace poco tiempo escribimos sobre las tendencias incoativas hacia la deconstrucción nacional , hacia el desguace. Se trata pues, de la realidad más elemental que en política pueda concebirse. Hace falta asentar una arquía antes de discutir sobre si será monarquía o poliarquía. Esto es lo que comprendió un liberal impregnado de realismo, como fue James Madison, uno de los Padres Fundadores de los EEUU: “En la tarea de construir un gobierno que deba ser administrado por hombres sobre hombres lo primero es asegurarse que el gobierno controle a los gobernados; y luego obligarlo a controlarse a sí mismo”.
Así como un ex gobernador radical amenazaba por entonces con la posibilidad de que su provincia se escindiese del resto del país, hoy un destacado correligionario suyo nombra por tres veces en una misma entrevista la “situación preanárquica” que estaríamos viviendo. Las ocupaciones de tierras que Juan Grabois anunciaba para cuando remitiese la pandemia no esperaron tanto. Se completan con la entrega de fundos militares a grupos mapuches. En lo que hace al instinto de conservación del Estado argentino, no quisiéramos medirlo por la decisión de la Universidad de la Defensa de homenajear al Che Guevara en el aniversario de su muerte a manos del Ejército boliviano. Como telón de fondo nuestra unidad monetaria registra día por día valores evanescentes.
Integridad territorial, conocimiento del enemigo, control del espacio interno, moneda, figuran entre los atributos esenciales del Estado. Es todo eso lo que estamos perdiendo.
Por ello estamos convencidos de que las grandes tareas de la década que se inicia constituyen el servicio específico de la Derecha. Es ella la responsable de la continuidad en el ser de los grandes agregados sociales como, en este caso, la Nación. A otros puede competer perfeccionarlos. A ella asegurar su conservación. Pero, dado el género de los riesgos que hoy se afrontan, dicha Derecha no puede prescindir de una fuerte componente hobbesiana.
Al mismo tiempo, es menester apuntar a otros dos rasgos de la Derecha del siglo XXI. Ella debe ser popular, no en el sentido demagógico de la palabra, sino en cuanto a la necesidad de que trascienda holgadamente los ghettos ideológicos, fueren ellos liberales o nacionalistas, que hasta ahora la han apresado. Y, por otra parte, debe ser proactiva y, por ello, decididamente reformadora. Las estructuras confortables para nuestro Establishment no son, necesariamente, las más útiles para la conservación nacional. Suelen ser meramente corporativas o, más grave aún, “retroprogresistas”. En lo educativo como en lo tributario, en lo que hace a la diplomacia como al comercio exterior o a la seguridad y la defensa, va a resultar imperativo renovar para sobrevivir y crecer. Sin ilusiones pero con esperanzas nos vamos a despertar. Lo que hace falta es que una sección significativa de la Clase Política lo comprenda y asuma.