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El voto





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Mi amigo Claudio Chaves, fundador del Foro y editor de este portal, viene de publicar en él, hace pocos días, una interesante contribución: “Voto obligatorio, ¿sí o no? A propósito de las elecciones de Chile”. La ocasión que desencadenó su escrito fue el comicio para constituyentes del país trasandino, pero va de suyo que el tema trasciende en mucho la oportunidad. Mi propósito es contribuir a la reflexión sobre el mismo con consideraciones que en parte coinciden con las de Chaves, en parte discrepan, pero –en todo caso– son igualmente conscientes de la significación que el tema reviste dentro de una nueva cultura política como la que desde aquí se quiere auspiciar.





Mirado desde la perspectiva de la Sociología Política –que es la que más directamente nos compete– el tema de la obligatoriedad o voluntad del voto se vincula directamente con el de la jerarquización política de la comunidad. Es decir con la existencia, sin distinciones de tiempo o espacio, de distintos niveles de involucramiento de las personas en el debate sobre los asuntos públicos. Es un hecho que, aún allí donde se asegura institucionalmente el más alto nivel de participación en los mismos a la generalidad de los ciudadanos, se registra un grado muy diverso de aprovechamiento de esa garantía por parte de cada individuo. Es decir, la ciudadanía activa es una realidad sociológica tan desigual como la riqueza, la educación o el status.

Vocaciones, aptitudes, intereses confluyen para provocar una diferenciación vertical evidente.


Según observa JULES MONNEROT, “la conducción política de la res publica es asunto particular (…) de cierto número de personas. La teoría no engendra la realidad, y ninguna teoría llamada democrática puede hacer que todos los ciudadanos se ocupen de política. Es un hecho de estructura” (1). Ciertamente, una concepción normativa de la democracia puede afirmar que todos los ciudadanos deben ocuparse de política. Quizás. Pero no pueden, no saben o no quieren. En la agenda existencial de la inmensa mayoría de los miembros de determinada unidad política, la atención, el tiempo y la energía dedicada a tales cuestiones cede el paso a tres o cuatro focos de atracción más imperativos. Y esto al margen de cualquier determinación por parte de los regímenes políticos establecidos. Aun en los que convencionalmente consideramos más “democráticos”, existe una “curva de involucramiento” que va desde los políticos profesionales en un extremo hasta los que ni siquiera hacen uso del derecho a votar, pasando por distintas gradaciones: los militantes políticos, los simplemente simpatizantes, los meros votantes regulares y los votantes ocasionales. Ciudadanos activos y ciudadanos pasivos, incluyendo toda una diversidad de matices. Solo los primeros integran la Clase Política (CP).


Ahora bien, si esta es la naturaleza de las cosas, el tema de que el voto sea obligatorio o voluntario no es más que un modo institucional de regular las relaciones entre la Clase Política y el resto de los ciudadanos. Existe un interés de la CP en legitimarse a través de ese voto, que es para ella como la sangre dinástica para los monarcas hereditarios: una “fórmula política”, como diría MOSCA, o un “principio de legitimidad’ según MAX WEBER. Y la conveniencia o no de que se obligue a la población a votar, es decir, a elegir entre las distintas fracciones de la CP, sería correlativa al valor de dicha clase para gestionar el Bien Común.


A priori resulta difícil asegurar la validez en toda circunstancia sea del principio de la voluntariedad del voto, sea del de su obligatoriedad. Resulta constatable, sí, que una u otra opción se emparentan con el concepto que cada uno tenga sobre la naturaleza de los partidos políticos. De tal concepto derivan aplicaciones referentes, por ejemplo, a la regulación de la vida interna de dichos partidos, las reglas para su financiamiento, etc. Hay quienes los ven como emergentes espontáneos de la sociedad en procura de incidir sobre las políticas públicas y sus gestores; estos se inclinarán más bien por la libertad del sufragio. Otros los conciben como órganos insoslayables de formación de la voluntad estatal, y, naturalmente, tienden por ello a la compulsión al voto. Entre nosotros hemos llegado al punto de que la ley (PASO) nos obliga a optar entre las mismas corrientes internas de partidos que –todos ellos– pueden resultarnos detestables.


Es un hecho que en la gran mayoría de los países el voto es voluntario. Como resultado el abstencionisno es alto (50 % o más) y solo disminuye cuando el debate político se encrespa, naciendo las “enemistades existenciales” que frecuentemente terminan corroyendo a la misma democracia. El desinterés hacia el voto ha sido interpretado por algunos autores como la expresión de dos sentimientos cabalmente inversos: la pasividad de los que consideran asegurado un tipo de vida que no resultará dañado por el resultado electoral, por una parte, o la absoluta desesperanza de mejorar, por otra. Son interesantes al respecto las reflexiones de JOHN KENNETH GALBRAITH en La cultura de la satisfacción.


El punto en el que compartimos básicamente el juicio de Claudio Chaves es el relativo al tema que motivó circunstancialmente su escrito: el proceso constituyente chileno. Entendemos que, a diferencia de los comicios ordinarios, en aquellos en los que se pone en marcha el poder constituyente, la posibilidad de que el orden jurídico-institucional estimule legalmente el voto de los ciudadanos parece fundada. En los últimos tiempos la CP y sus “intelectuales orgánicos” han hablado con liviandad de la Constitución como “contrato social”. Es un error, el contrato social no existe ni como hecho histórico ni como modelo, pues la comunidad política deriva de la sociabilidad natural del hombre. Pero lo que sí existe es el contrato político: el pactum subjectionis de que hablaban ya algunos escolásticos. En siglos medievales y aun renacentistas, se lo concebía como el acuerdo estipulado entre el Rey y el pueblo en torno al ejercicio del gobierno. En nuestro tiempo, considerado estructuralmente el tema, se trata del pacto entre la CP y el resto de la población para definir los procedimientos de reclutamiento de aquella y las condiciones dentro de las cuales tiene legitimidad para requerir el asentimiento popular a sus dictados. . Resulta razonable que decisiones tan cruciales sean validadas por el voto del pueblo entero, y que el sistema jurídico impulse tal comportamiento.




(1)Sociologie de la revolution, Fayard, Paris, 1969, cap. 14.

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