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Élite global e ideología progresista









El proceso que llamamos “globalización” y que nos ha instalado en el estadio de la “sociedad mundial” constituye un entramado de dinámicas tecnológicas y económicas que tienden, objetivamente, a reducir el rol excluyente de los Estados Nacionales, incrementar la porosidad de las fronteras y, correlativamente, aumentar dramáticamente la movilidad de la información y del capital. En sí mismo este proceso multicausal no ha sido engendrado por una determinada ideología ni tiene porqué predeterminar el régimen interno de las distintas comunidades existentes ni generar una concepción unívoca de la sociedad y de la historia. Lo que sí exige a cualquier pretenso intérprete, en la filosofía tanto como en la política, es que tenga en cuenta, es decir que no omita, los materiales producidos en la historia por este fenómeno.




Así ocurrió, en su momento, con la Revolución Industrial. En manera alguna estaba escrito que los países que experimentaron sucesivamente su influjo y adoptaron los nuevos modos de producción debiesen conformarse necesariamente al liberalismo llamado manchesteriano, aunque en algunos de ellos esa fórmula fue la exitosa. Otros se encaminaron en el nuevo escenario histórico a través de modelos de capitalismo dirigista, como el bismarkismo, formas próximas a la socialdemocracia, el fascismo y el estatismo industrial (o comunismo). Estas se revelaron, según los casos, más o menos coherentes con las nuevas realidades y más o menos aptas para permitir a sus pueblos capitalizar tales realidades en un marco de desarrollo humano.


Estamos entre los que creen que el entramado tecno-económico a que aludíamos al inicio difícilmente se descomponga. Dentro de los plazos humanamente previsibles, una “desglobalización” solo podría ser el efecto de una guerra devastadora, hipótesis no imposible pero sí improbable. Por eso no hay que caer en el error de asociar una determinada configuración histórica a tal o cual ideología que pretenda representarla con exclusividad. Tal el riesgo que se presenta hoy, dadas las condiciones epocales de la Sociedad Mundial, en la relación entre la élite global (EG) y la ideología cosmoprogresista (IGP) que aquélla tiende a utilizar como fórmula legitimadora.


En primer lugar, ¿qué entendemos por EG? Los primeros cultores de la Politología contemporánea tuvieron clara conciencia de la desigualdad intrínseca a la constitución de cualquier unidad política, polis, reinos, Estados o Imperios. Mosca, Pareto y Michels, entre tantos, se apoyaron en una abrumadora erudición histórica para sustentar esa constatación que, entre nosotros, tuvo ilustres estudiosos en figuras como Ernesto Palacio y José Luís de Imaz, por ejemplo. Para todos ellos, los hombres pueden ser jurídicamente iguales; nunca lo serán política, económica ni culturalmente. Dada esa realidad de base, el desafío de una arquitectura social lo más equitativa posible consiste en mantener abiertos los canales de la movilidad ascendente para que la “circulación de las élites” no se bloquee generando condiciones insoportables que terminarían produciendo situaciones prerrevolucionarias.


Ahora bien, esa asimetría interna a toda unidad social, esa jerarquización de iure o de facto, se extiende también a las unidades de gran calado. Es decir, lo que es cierto en las ciudades o en las naciones comienza a serlo igualmente a mayores escalas: la Sociedad Mundial tiene también su propia élite. Estudios como los de Sassen y Rothkopf, particularmente, han contribuido a describirla y a identificar sus fuentes de reclutamiento. La socióloga holandesa define a la EG como “el conjunto de grupos estratégicamente dirigido a aprovechar las oportunidades creadas por el funcionamiento del sistema global”, e incluye básicamente tanto al estrato de profesionales, managers y altos dirigentes trasnacionales como a las redes de funcionarios estatales más directamente vinculados con la economía global y los flujos migratorios. Por su parte Rothkopf, en su obra Superclass, alude a los líderes de países con aptitud de influencia relevante sobre otros, los CEOs y accionistas activos de las 2.000 sociedades más importantes, los dirigentes de la alta finanza, los gobernadores de los Bancos Centrales, los líderes de las religiones mundiales, los artistas carismáticos, los dirigentes de las ONGs de mayor irradiación, etc. Los rasgos comunes a todos ellos serían, según el autor, el control de recursos económicos, políticos o culturales, la capacidad para influir con ellos por encima de las fronteras estatales y la mayor movilidad imaginable.


Lo más interesante -y esto corre por nuestra cuenta- es que en y desde esa EG prolifera una ideología, que se expresa a través de lo que Gramsci llamaría “intelectuales orgánicos”, presentes por millares en los medios de información típicos de la era de la comunicación clásica. Llamamos a esa ideología “cosmoprogresismo”, en cuanto articula las vertientes del cosmopolitismo y el progresismo, intentando afirmarse como la ortodoxia pública de la Sociedad Mundial.


Si enfocamos el aspecto cosmopolita de este nuevo mito de gobierno, nos inclinaríamos a pensar que las líneas de acción histórica que procura llevar adelante son, entre otras las siguientes:


- la supremacía del orden jurídico internacional multilateral sobre los órdenes jurídicos nacionales, acogida con liviandad por nuestros Constituyentes de 1994;

- la consagración de un derecho presuntamente absoluto a migrar, el cual –en cuanto absoluto- no podría ser restringido por las comunidades destinatarias de tal migración;

- la tendencia a la judicialización de todo acto político y a la creciente atribución de facultades jurisdiccionales a instancias supranacionales;

- la afirmación de un nuevo elenco de derechos humanos, distinto del establecido por la ONU en 1945, uno de cuyos efectos sería el de negar a las religiones la aptitud para producir libremente formas socioculturales coherentes con sus principios.


En referencia a éste último punto, sería imposible exagerar la importancia de la tendencia a imponer la agenda LGBT como parte esencial de la antes referida ortodoxia pública, nudo en que ésta colisiona inevitablemente con la libertad religiosa y embarca a los países en una dinámica necesariamente totalitaria. Así, por ejemplo, Irlanda votó recientemente la legalización del aborto; hoy comienza a plantearse la posibilidad de restringir la libertad de expresión contra el mismo. Especialmente significativo resulta, por ende, el creciente, abierto y formal compromiso de algunas de las mayores empresas trasnacionales con tal agenda, que alcanzó su punto culminante en la reciente realización de un “panel LGBT” en el Foro Mundial de Davos.


Todas las líneas maestras aludidas son conjugadas en clave “progresista”. Naturalmente, no se verifica aquí ningún vínculo con aquello que la palabra progreso implica en el lenguaje ordinario. Ser progresista en el ámbito de la presente cultura cosmopolita es adherir, expresa o tácitamente, a una idea unidireccional de la Historia, de la cual sería portadora la intelligentsia operante desde el Estado, la gran tecnoburocracia empresaria y aquellas ONGs embarcadas en una suerte de Despotismo Ilustrado al que correspondería remodelar la convivencia humana de acuerdo a los proyectos de la Ingeniería Social.


Ante las implicancias liberticidas del proceso que comentamos las resistencias reales pueden provenir ya de las religiones efectivamente vividas, ya de la adhesión existencial a formas socio-históricas que generen “pertenencia”. Este último caso es el que en otra nota denominamos Populismo II o “derecha identitaria”. La consistencia real de estas últimas corrientes probablemente dependa, en el largo plazo, de su confluencia viva con las conductas correspondientes a la religiosidad socialmente visible.

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