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Entre el pasado local y el futuro global

Por Marcelo Elizondo


Supimos hace pocos días de algo que pasó más desapercibido de lo que merece. El sudafricano Elon Musk es, en 2021, la persona más rica del mundo (si se entiende riqueza como patrimonio, porque el mundo nuevo permite crear muchos tipos de riquezas). Esto es relevante por lo que significa: la riqueza de estos líderes se apoya en empresas globales, inventoras y disruptivas. Su condición refleja la capacidad para organizar la producción del nuevo tiempo: desde autos eléctricos computarizados hasta cohetes para el transporte privado espacial. Y se apoyan en inversores globales, con quienes se asocian.





Musk no está solo: entre los diez más ricos aparecen Jeff Bezos, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Zhong Shanshan, Larry Page, Sergey Brin y Larry Ellison. Todos exponentes de la nueva economía del conocimiento. Ellos y otros miles están consolidando a través del proceso de capitalismo schumpeteriano una nueva economía en la que el paradigma es el valor y no el costo, el principal motor productivo son los intangibles y no máquinas, la oferta de prestaciones importa más que la de productos y el conocimiento genera más que el dinero. La economía de hoy se basa en lo que Edvinsson y Sullivan llaman el capital intelectual: conocimiento organizado que se convierte en beneficio y que se encuentra formado por ideas, inventos, tecnologías, programas informáticos, gestión, diseños y procesos.


Si se define a una generación como un período histórico de treinta años, podemos remitirnos a una generación anterior y no encontraremos allí entre los líderes a gente de las empresas en las que estas personas se desempeñan hoy (los más ricos eran Mori, Du Pont, Rausing, Walton, Reichmant; todos dedicados a actividades propias del fin del siglo XX). Los nuevos empresarios no solo innovan en lo que generan, sino en cómo lo hacen. Trabajan sobre lo que John Kay llamó arquitecturas de vínculos: asociaciones creativas espontáneas que forman ecosistemas complejos. La realidad ya no se ajusta a la división en las disciplinas a las que la sometimos hace años: economía, ciencia, tecnología, comunicaciones, contratos, administración de organizaciones, salud, sociología, política: todas se vinculan en un todo.


Según un trabajo de Art van Ark (The Conference Board) de hace algunos años, el nuevo capital intangible crea alrededor del 45% del PBI en todo el mundo y alrededor del 70% en países desarrollados como Suecia o EE.UU.; pero solo el 34% en la Argentina.


Aparece aquí la relevancia de lo descripto para los argentinos: una de las causas de nuestro estancamiento económico y social está en nuestro triple desacople de la economía mundial: geoeconómico (escasos flujos de comercio e inversión internacionales), cualitativo (desvinculación de la evolución tecnológica) y temporal (nos aferramos a modelos que desaparecen).


Los nuevos líderes mundiales trabajan en base a un insumo crítico para la época: la definición del futuro. Prever, proyectar y anticipar resultan los más significativos de los actos de los creadores de riqueza en este tiempo. En la estrategia el futuro es lo último en la acción, pero lo primero en la definición. Patrick Becker lo explica al destacar como atributo la capacidad de la anticipación.


Pero para que el futuro sea un insumo para inversores y productores se requieren cuatro condiciones de sostén en el ambiente socioeconómico: un sistema institucional que garantice y haga previsibles los derechos subjetivos (especialmente las propiedades física e intelectual, la vigencia de contratos y el respeto del principio de legalidad), un sistema regulativo descongestionado y alentador (no se trata solo de previsibilidad, sino de la capacidad por parte de los agentes económicos de decidir e implementar sin mayores temores e impedimentos institucionales) y una economía ordenada y a la vez abierta al mundo.


La Argentina ha creado y consolidado un sistema opuesto. Uno que impide contar con el futuro para decidir y actuar. El futuro para nosotros está casi prohibido. La politización de todo, el cortoplacismo antiestratégico, las políticas basadas en lo coyuntural y lo epidérmico, las marchas y contramarchas, todo desaconseja la previsión. Ante una increíble incapacidad para definir lo que queremos, el entorno argentino impide casi todo porque se apoya en un único consenso tácito, logrado solo sobre lo que no queremos. Es así que ha nacido nuestro prohibicionismo.


Define el diccionario la palabra estatismo con dos acepciones: por un lado la exaltación del poder estatal, pero por el otro la inmovilidad de lo que permanece estático. Por ello es un error creer que solo padecemos estancamiento por un elevado gasto público y sus consecuentes impuestos, inflación y endeudamiento: es probablemente aún más grave la sobrerregulación que impide la innovación, la aleatoriedad surgida del antojo imprevisto como fundamento de decisiones públicas, la ideologización de todo, la opacidad sobre lo que viene, los constantes cambios de condiciones que obligan a apenas intentar defender el presente.


En un mundo en movimiento constante (Herbert Barber lo calificó hace 30 años como VUCA: volatile, uncertain, ambiguous, complex) conviene entender cuál inestabilidad es funcional y cuál disfuncional. El planeta evoluciona detrás de la mutabilidad tecnológica que genera una movilidad virtuosa que incentiva (mira al futuro); mientras la Argentina padece una imprevisibilidad circular de políticas que lleva a la decadente inmutabilidad (mira al pasado).


La nueva economía de la anticipación está haciendo que cotizaciones bursátiles de empresas anticipativas sean mayores aún cuando sus operaciones actuales no lo son comparadas con sus competidores, el financiamiento en el mercado de capitales se dirija a proyectos cuyas previsiones no siempre son contablemente justificables con los parámetros tradicionales, las empresas comiencen a producir bienes aún no aprobados por las regulaciones, la formación de las nuevas personas globales se produzca fuera de las instituciones tradicionales y los países desarrollados emitan moneda ante la emergencia sin alarmar a los inversores. Todo ello porque lo que cuenta es la evaluación sobre el futuro.


La Argentina, en cambio, padece doble agobio: por un lado, un stock de impedimentos (inestabilidad de variables, fárrago burocrático prohibitivo, represivas leyes laborales, controles de cambios, regulaciones en frontera que encierran la economía); pero, por el otro, también un flujo constante de otros impedimentos (decisiones que se toman y luego se anulan, dichos que asustan aunque nunca lleven a resoluciones, disputas entre factores de poder que lesionan a quienes quieren innovar, alaridos internacionales urticantes).


Detrás de todo ello hay un problema de fondo: la sobrevaloración de la política, que endiosa a ese Estado impulsor, motor, controlador, pero además rector y objetor. Ello, además de afectar el presente, asfixia el futuro como insumo. Una sobredosis de política está enfermando al presente, admirando al pasado y traicionando al futuro. Normalizando la esclerosis, la desconfianza y la inmovilidad. Y confundiendo el tiempo con el espacio porque el futuro no debería suceder en el extranjero.

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