top of page

Eutanasia legal en España: el triunfo de la cultura del descarte

Por Horacio Giusto Vaudagna


Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), Eutansia es la “acción del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente”. Lo fundamental en el análisis presente es la intención del acto médico (provocar voluntariamente la muerte de un individuo), ya sea que se propicie en forma directa (proveyendo lo necesario para la muerte del paciente) o indirecta (quitando la asistencia necesaria para la subsistencia vital). En la forma pasiva y tal como surge del debate parlamentario español en forma reciente, se incluye en ella la quita de la oxigenación, la hidratación y la nutrición; es decir, los soportes vitales básicos que no se debiera negar a ningún ser humano son extraídos al paciente para que fallezca en tal agonía bajo la apariencia de “muerte digna”. La nota distintiva de la eutanasia es la intervención de un tercero. Ciertamente la presencia de un tercero interviniendo sobre la vida de un paciente es lo que torna beligerante el debate en cuestión. En este sentido, el suicidio como liberalidad propia puede presentar un reproche moral, mas no reviste trascendencia jurídica alguna por cuanto es la propia persona la que actúa sobre su íntima esfera de reserva, situación diferente a la Eutanasia donde resulta necesaria la presencia de quien actúe sobre la vida del paciente.





El tercero interviniente, por la naturaleza del caso, suele ser un profesional de la salud por poseer los conocimientos necesarios para el procedimiento del debido caso; sin embargo, dadas las circunstancias, puede oficiar de verdugo antes que médico. No poca gente podría alegar que el verdugo elimina la vida de alguien que desea preservarla, mientras que en la eutanasia existe una declaración de voluntad anticipada que permite aseverar la intención del paciente; aquí es donde el debate cobra relevancia tanto en lo moral como en lo jurídico. Piénsese como ejemplo simple la siguiente situación: Un hombre le delega a su pareja la llave del vehículo y le dice que bajo ningún concepto se las entregue porque desea ingerir mucho alcohol durante la cena; acabada la cena el hombre ha ingerido una leve cantidad de vino y sintiéndose capaz de conducir, le reclama las llaves a la pareja. Es una particular situación la de aquella pareja, ya que no es fácil vislumbrar dónde comienza y acaba la autonomía de la pareja; mientras unos sostengan que sólo se debe respetar la primera directiva, otros dirán que al no estar en estado pleno de ebriedad, la segunda directiva es válida y por ende ha de respetarse. Con el ejemplo premencionado se puede graficar la situación de un paciente agonizante. Todo ser racional espera que el profesional de salud cumpla con su juramento hipocrático y trate con la mayor dignidad posible la vida de uno. No siempre el médico asignado podrá conocer en forma acabada la verdadera voluntad del sujeto que está siendo atendido; quizás años atrás haya dejado unas claras directivas cual conductor que planea ingerir alcohol, pero en el paso del tiempo es posible que las circunstancias y su voluntad cambien radicalmente. Véase que dicho concepto se aplica hasta en la noción del cuerpo legislativo de un país ya que, sin lugar a dudas, la voluntad constituyente de una nación varía conforme pasan los siglos y ello justifica los cambios legislativos. Lo que ha de entenderse entonces, como primer elemento de debate, es que, si bien las voluntades son mutables, la muerte es un estado absoluto e irreversible.


Otro elemento a plantear en el debate es la participación activa que toma todo gobierno en la regulación, e incluso el fomento, de las actividades más privadas del Hombre. Tal como se exhibe en España, el Estado ya sea en la legalización o en la prohibición, asume competencias propias de una estructura que se manifiesta en el BioPoder, es decir, en el control sobre la vida y los cuerpos de una población. En un mundo atravesado por el pensamiento malthusiano, donde el discurso hegemónico se establece en pos de limitar la población humana, la eutanasia es un elemento clave para erradicar a la clase pasiva de la sociedad. Atento a las crisis previsionales que se gestan en el mundo, paulatinamente queda más expuesto cómo el Estado de Bienestar no puede paliar los “derechos” que confirió a la sociedad. El sector privado no puede sostener el gasto público que reclama la asistencia pública y es conlleva necesariamente a transformar en un discurso progresista lo que en verdad es un atentado al orden natural. Ante un panorama hostil, la prudencia diría que lo ideal es limitar al Estado y tal como sucedía en el medioevo, dejar que la seguridad social, el cuidado del desvalido y la protección a la ancianidad, queden a resguardo de las cofradías administradas privadamente. El cuerpo político ciertamente adoptará cualquier relato que le permita sostener su privilegio aun si es desmedro de terceros inocentes, razón por la cual hay una tendencia a la expansión de competencias estatales mientras se merman los cuerpos sociales intermedios, profundizando el déficit que luego debe ser subsanado de las formas más cruentas.


Véase que tan falaz es la romantización de la eutanasia, al igual que con el aborto, que se dice que la legalización no implica el estímulo de la actividad, sólo su reconocimiento. Lo real es que los datos del mundo superan los relatos. El abogado canadiense Wesley Smith, respecto a la proliferación de pedidos de eutanasia, denunció la tendencia que consiste en convencer “a los canadienses suicidas y discapacitados de que sus muertes pueden ser de mayor valor para Canadá que sus vidas”. El gobierno invierte en la muerte de las personas porque es económicamente más barato que invertir en la vida de las mismas; la cultura tanática también es un negocio y más en una sociedad que vive atormentada por un eterno presente donde se aniquila discursivamente el pasado y el futuro. En este punto resulta paradójico que el mismo Estado que pena la asistencia al suicida para que acabe con su vida, provea luego los medios para que dicha voluntad final sea realizada dentro de ciertos parámetros que el propio Estado establece. Aquí resulta muy llamativo que cierto espectro liberal, tendiente a defender la autonomía absoluta de la voluntad, otorgue cada vez más facultades al Estado para regular el inicio y el fin de la vida humana. En España el debate estuvo viciado por la exposición de casos mediáticos donde, tal como informa Luis I. Amorós, se confundía a pacientes crónicos con personas moribundas. A esto súmese que hay una diferencia sustancial en legalizar o regular la muerte sin dolor al asesinato de un moribundo, que en más de las veces no se halla en condiciones de prestar consentimiento alguno. Seguramente algún utópico diga que en realidad no debiera realizarse una actividad en contra de la voluntad del paciente, pero el presente debate es para gente adulta y realista, que comprende qué sucede cuando se le da al Estado la potestad de establecer competencias bajo su discrecionalidad. Es tanta la necesidad de hegemonizar la cultura tanática por parte de ciertos activistas políticos, que el debate acaecido en España impidió considerar cada postulado de la Organización Médica Colegial, la Asociación Médica Mundial o la Sociedad española de Cuidados Paliativos, todos ellos opuestos a la eutanasia, y mucho más a la asistencia al suicido.


Lo que es lamentable en cada proceso legal es el silenciamiento a las disidencias, siendo en el presente caso los posicionamientos morales; pareciera ser que en nombre de la inclusión y tolerancia debe excluirse al que sostenga un sistema de creencias no hegemónico. El Estado al posicionarse como elemento fundante del Derecho Positivo asume para sí la constitución de los tres elementos que componen una norma: La moral, la coacción y el lenguaje. Para Hart, el Derecho no sólo se compone de la coacción y el lenguaje, sino que incluye la noción de aquello que se considere desde la apto para ser regulado, tolerado o repudiado. Legalizar la eutanasia es más que permitir que el Estado defina cuándo la asistencia al suicidio es permitida y cuando castigada; es avalar que la sociedad vea como moralmente válido que un ser humano decida terminar con su vida. Aquí sería oportuno desdoblar el debate; por un lado, desde Aristóteles en adelante, existe un vasto sector que considera válido el suicidio en algunas circunstancias, mientras que el cristianismo lo repele bajo pena de pecado mortal. Pero en otro sentido, y es lo que realmente debería preocupar, es que el Estado regulando la eutanasia incorpora en sus proyectos la posibilidad de que terceros decidan sobre el paciente terminal que no puede expedir por sí mismo su propia voluntad. Cabría preguntarse entonces dónde radica la moralidad de que alguien pueda determinar arbitrariamente el fin de la vida de uno; no es poca la gente que profesa el culto católico (por citar un mero ejemplo) y ante la legalización de la eutanasia podría suceder que un tercero determine, con el fin de abaratar costos, la muerte de alguien que no recibió aun la extremaunción.


Tal como informó el portal “Actuall”, representantes de las religiones cristiana, judía e islámica firmaron el lunes 28 de octubre del 2019 en el Vaticano una declaración conjunta en la que rechazan la eutanasia y el suicidio médicamente asistido. A su vez, las congregaciones religiosas pidieron promover los cuidados paliativos y la asistencia espiritual a los enfermos terminales. Lo rescatable de aquel encuentro es que “las cuestiones que afectan a la duración y al significado de la vida humana no deben ser dominio del personal sanitario, cuya responsabilidad consiste en ofrecer el mejor tratamiento y la máxima asistencia al enfermo”. Entiéndase que se torna inmoral procurar la muerte antes que agotar las vías para la vida digna; siendo la muerte un estado irreversible, lo que es dignificante es otorgar un sentido de trascendencia a la vida humana. Por ello, si de democracia liberal y representativa se trata, debiera atenderse a cada tesis que implique diálogo tanto secular como religioso para no excluir a la disidencia y evitar la imposición de todo totalitarismo. Ha de añadirse que el Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia advirtió que la eutanasia supone un grave riesgo de mercantilización de la práctica eutanásica. La moral deontológica llama a no dañar a un tercero, razón por la cual sería una inmoralidad mostrar una mayor preocupación por la eliminación de una vida que por la protección de los derechos fundamentales de la misma. Sólo en un mundo diezmado por el relativismo moral propio de la posmodernidad, es que la sociedad debate primero sobre cómo matar al ser humano desvalido que en garantizar las condiciones socio-económicas para que la vida sea plena y digna hasta su final natural.

Véase el caso español cómo se permite la prescripción o suministro al paciente por parte del profesional sanitario de una sustancia, de manera que este se la pueda auto administrar, para causar su propia muerte. Considerando las grandes enseñanzas en psicología que aportaron especialistas que van desde Freud hasta Peterson, es que lo natural es el deseo de vivir. Se toma como una conducta patológica el suicidio; por ello es que penalmente se castiga la instigación al mismo o su facilitación. Sin embargo, en la eutanasia, el propio Estado provee los medios legales para que se realice un acto de última voluntad. Ciertamente quien opta por la eutanasia no está deseando la muerte en forma directa, sino que desea no llevar esa vida que está sufriendo en aquel momento. Legalizar la eutanasia es facilitar el camino a la muerte asistida antes que buscar opciones que pudieran dignificar más a la persona. Por ello tanto la Organización Médica Colegial como el Comité de Bioética en España han expuesto su rechazo y la necesidad de control exhaustivo para verificar los cánones éticos mediante los cuales se desarrolle la presente legalización. Ciertamente existe un serio riesgo de un desajuste entre norma (cuestionable por su propia esencia) y la profundización del vicio al momento de aplicarla. El peligro de la pendiente deslizable fue advertido en el III Congreso de Bioética, al considerar los nefastos efectos sufridos en Holanda, donde actualmente se propone la eutanasia sobre cualquier persona que simplemente supere los 75 años de edad. El debate de la eutanasia, advierten los profesionales, guarda más vínculo con una ideología que con un fenómeno médico. Tal es así porque en el mundo moderno y secularizado, cuesta encontrar un justificativo al sufrimiento. Las ideas de sacrificios y trascendencia han desaparecido en la modernidad líquida de la sociedad contemporánea. Las preocupaciones se incrementan cuando uno observa el fenómeno de Canadá. En dicho país la eutanasia es legal desde el año 2016 y en donde se registró un alza en peticiones de tal práctica durante el 2019, llegando a triplicarse las postulaciones para la eutanasia a comparación de su primer año de vigencia. En aquella nación se ha anunciado un proyecto de extender la eutanasia para personas que, sin estar en estado terminal, padecen graves afecciones psiquiátricas.


La eutanasia es la puerta de apertura a la distinción entre personas de primera categoría, sobre las cuales hay que proceder con toda responsabilidad debido a su estatus, y de segunda, que poseen fecha de expiración y por lo tanto no ameritan gasto alguno para dignificar su vida. Bastaría recordar el conocido caso español de Luis Paule, quien tuvo que llevarse a su hijo desde Valladolid a Vigo para poder darle cuidados paliativos, porque los médicos sólo le hablaban de aplicar una eutanasia. En efecto, la eutanasia es vista por diversos especialistas en España como un recorte encubierto en sanidad, lo que supone un fracaso para la medicina y para la humanidad. En ciertos ciudadanos la eutanasia se presenta como única opción sin considerar los cuidados paliativos que dignifiquen la vida antes que la muerte. Luego de la legalización las brechas se profundizan aun más; el catálogo de enfermedades crónicas o incurables es extremadamente amplio y muchas de ellas no son en absoluto sinónimos de muerte próxima (lo que llegaría a incluir a cualquier enfermo crónico con intenciones suicidas). Esto se traduce que, mientras el ciudadano promedio imagina a una persona moribunda en un hospital al evocar la eutanasia, la realidad es que prácticamente cualquier enfermo grave puede ser afectado por ella, marcando un abismo entre aquellos que puedan apelar a una vida digna y los que deban conformarse con acelerar la propia muerte.


En este punto resulta prudente hacer presentes las palabras de una diputada del partido español Vox: “Eutanasia y cuidados paliativos no son lo mismo: uno elimina el dolor, otro al enfermo…Causa vértigo descubrir que son las mismas apelaciones a las que recurría una de las de las primeras leyes de eutanasia: la del Tercer Reich”. Es por demás obsceno y nauseabundo ver cómo, sin tapujo alguno, un sector importante de la sociedad considera que determinadas vidas son un estorbo para la sociedad. Lo más paradójico es parte de la militancia ProVida, que, enfrentada al feminismo, terminan en alianza con este. Tal es así porque dicen enfrentarse a las empresas abortistas como IPPF, pero a la vez engullen el relato falaz de que la eutanasia dignifica porque es un acto de libertad sobre el propio cuerpo, sin indagar en las verdaderas consecuencias que suceden en aquellos países que la han legalizado. El periódico digital la vanguardia supo escribir un dato no menor: “Huib Drion fue un jurista neerlandés que, en 1991, sugirió la posibilidad de poner a disposición del ciudadano de la tercera edad, de forma gratuita, una píldora para quitarse la vida cuando sean mayores de 75 años”. Lo que pareciera una obra de ficción paulatinamente se vuelve tan real como el sol. Bastaría recordar el caso del 13 de diciembre de 2017, donde la Suprema Corte de Francia confirmó la absolución de Jean Mercier, un hombre que dio a su esposa, quien sufría de artritis severa, medicamentos con el fin de provocar su muerte en 2011. Es esta la realidad del mundo en que se vive, en el cual tanto el Estado como familiares ofician de verdugos ante las personas que simplemente “están de más”. Lo que sí ha sabido un espacio reducido de la militancia ProVida es que, en verdad, el utilitarismo es la corriente filosófica detrás de la cultura del descarte; véase que la ley española en torno a la eutanasia apela al concepto de sufrimiento insoportable, siendo que es imposible de cuantificar, se remite a la teoría utilitarista de maximizar el placer y evitar el dolor.


Paso a paso, bajo discursos de clemencia, se impone una cultura de la muerte. La eutanasia al igual que el aborto apuntan al mismo fin: establecer en la sociedad posmoderna un mundo sin sufrimiento humano, aunque perder la humanidad en el proceso sea el precio a pagar. El utilitarismo se alza en forma exponencial, donde la idea de sacrificio y sufrimiento es tan repulsiva que todo se justifica para no tener que cuidar del más débil. La eutanasia es más que un suicidio asistido, es la ideologización de la muerte para favorecer los intereses comerciales de un determinado sector, todo ello en nombre de la potestad estatal para regular el inicio y el fin de un individuo.

Quizás lo más prudente sea comprender que la legalización implica que el Estado asuma facultades inmorales para ya no sólo redistribuir ingresos, sino también las vidas humanas. Se disfraza como derecho lo que en la práctica es simplemente el descarte de aquello que incomoda a la sociedad de consumo, donde la noción de muerte aterra tanto que el posmoderno no desea tener contacto alguno con ella para no pensarla y afrontarla; se esconde la sociedad de aquello que le remita la idea de sacrificio y finitud porque son nociones que contrarían el deseo de convertir al Hombre en un Homo Deus siempre perfecto, siempre productivo, siempre exitoso, siempre inmortal que vive el hoy eternamente. Por ello es que cualquier elemento que limite la vida exitosa, sea un anciano o un niño por nacer, es decir, personas que no sirven para conseguir mayor fama y reconocimiento en una sociedad corrompida, se lo descarta.

bottom of page