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Extensión universitaria (II)








El arranque de los festejos por el bicentenario de la fundación de la Universidad de Buenos Aires, el pasado 12 de marzo, fue –para ser benévolos- bastante mezquino. Junto a su actual rector, Alberto Barbieri, sirvió para reunir momentáneamente a los tres tenores de nuestra pandemia: el presidente, Alberto Fernández; el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof y el jefe de gobierno de la CABA, Horacio Rodríguez Larreta. Esperemos que el 12 de agosto próximo, fecha en que deberán soplarse las velitas, brille con mayor esplendor y las intervenciones alcancen mayor profundidad. Esplendor y profundidad “universitarias”, adjetivo que resultó inaplicable en la ocasión, a todas luces y por las pocas que el acto demostró. Porque aquel día, a fuerza de clisés –“no hay manera de que una sociedad progrese sin educación”, reveló el presidente-; afirmaciones objetables –“calidad y masividad no son conceptos contrapuestos”, aventuró el rector- y talismanes de tribuna: “igualdad”, “no discriminación”, “formar futuro”, quedó únicamente en claro que el rector y los tres funcionarios eran egresados de la UBA y estaban muy contentos por ello. Lo que me parece muy bien, y comparto, porque como Axel pasé por el Nacional Buenos Aires, y como Alberto y Horacio atravesé las columnas neodóricas del templo de Figueroa Alcorta. Ahora bien, como mensaje desde las alturas rectorales y dirigenciales, en homenaje a la mujer emblemática de actitud contemplativa, con un libro sobre el regazo, que nos preside desde el sello mayor de la UBA estampado en los diplomas, me parece más bien de medio pelo. Y así como en una ocasión anterior en este mismo foro, me permití una extensión universitaria a partir del diálogo entre el presidente y un estudiante en una clase en Derecho, ahora intentaré rellenar con un suplemento de pulpa el arrugado hollejo que nos dejaron los cuatro oradores. Vaya en homenaje y por el decoro de esa alma mater studiorum de ellos y también mía.





Una idea de la universidad

Partamos de una idea de la universidad, esto es, de la tradición en la que estamos inscriptos y llamados, como deudores y herederos, a continuarla y resguardarla para que las futuras generaciones puedan enlazar con ella y no se desfigure o diluya. La universidad nace alrededor del siglo XI (Bolonia, 1088), en la respublica christiana medieval y consustanciada con ella. Resultó un producto único, tan singular que los antecedentes lejanos o cercanos que puedan invocarse –desde la Academia platónica a las escuelas monacales, palatinas o comunales- resultan radicalmente transformados. También es un producto del occidente europeo, que había vivido hasta allí a la zaga de la civilización islámica y tomará desde entonces un impulso que lo pondrá a la cabeza del mundo conocido. Universitas como vocablo denota y connota, a la vez, primero una aspiración a la totalidad en que se recoge y conjuga lo diverso en la misma búsqueda del conocimiento; en segundo lugar, la corporación de maestros y estudiantes –universitas magistrorum et scholarium- “con voluntad y entendimiento para aprender los saberes”, como definían las “Partidas”, reunidos en defensa y ayuda mutua, cual dos claustros que se definen recíprocamente. Nace allí y entonces la profesión de la inteligencia –el “intelectual” de hoy llegará mucho más tarde-, esto es, el profesor que maneja las artes liberales –por oposición a las “serviles”, de transformación de la materia- y recibe por ellas un estipendio. Ahí está la imagen de Pedro Abelardo, en la montaña de Santa Genoveva, en París, estipulando con el estudiante pensión y lección. Y aparece el instrumento del libro: el codex encuadernado que reemplaza al “volumen”, es decir, al antiguo rollo que debía extenderse hasta alcanzar el pasaje correspondiente. Las universidades, con sus facultades de derecho, medicina y teología, nacen en las ciudades, a partir de Bolonia, de estos gremios o guildas de profesores y estudiantes, con dotaciones instituidas por generosos fundadores; luego vendrán fundaciones papales, imperiales o comunales. La universidad es ecuménica, católica en sentido literal: profesores y estudiantes viajaban de una universidad a otra y las nationes sólo aludían a los grupos de un mismo origen que convivían en la fraternidad del campus. Son públicas, esto es, abiertas a todas las clase sociales, los hijos de los príncipes que viajaban con sus servidores, y los de pecheros o campesinos que deben trabajar como copistas, compilar y vender las relationes o apuntes o servir de apoyo a los más retrasados. Cuando no mendigar, y aparece aquí con sus codos raídos François Villon, la goliárdica, los cantos de taberna, difundidos algunos de ellos cuando Carl Orff les puso música. Son en principio gratuitas, aunque el estudiante deba procurarse techo, sustento y alquilar o comprar libros, cuando no convenir el honorario del profesor. Integran el universo de autonomías, cada una con sus privilegios y franquías de la respublica medieval ¿Y el “pensamiento crítico”, que compareció reiteradamente en las peroraciones del 12 de marzo pasado? ¿Había acaso pensamiento crítico en aquellas universidades? La respuesta es que tanto había, que podría competir victoriosamente en ese campo con nuestras actuales casas de altos estudios, uncidas muchas al yugo de lo políticamente correcto, el lenguaje inclusivo, la perspectiva de género y “otras intoxicaciones”, como titulaban los viejos edictos policiales, que equivalen a las más rudas herejías de aquel tiempo. El pensamiento crítico de entonces tenía un instrumento temible, la dialéctica –el Sic et Non de Abelardo- y un campo propicio, el de las disputationes, que eran el nervio de la pedagogía de la época. Dialéctica, la controversia a partir y a través del logos; por favor, chicos, no confundir con el mismo vocablo según los papeles amarillentos de Marta Harnecker, sobre los que se formaron buena parte de jóvenes universitarios de ayer, hoy encaramados en funciones públicas. Y así un Tomás de Aquino podía combatir ásperamente a otro profesor, Sigerio de Brabante, acusándolo de averroísta postulador de la “doble verdad”, y ambos ser puestos por Dante en el cuarto cielo de su Paraíso. Por ahí apareció una palabra: “verdad”, asociada indisolublemente a la institución de la universidad diez siglos atrás, de la que no podemos ni debemos desprendernos. La universidad es conjunción de maestros y estudiantes para la búsqueda del saber. Pero esa búsqueda es incesante, no se resuelve en una certeza, porque –y por eso la investigación es el instrumento del universitario- intenta ir siempre más allá de lo adquirido, más allá de las certezas de cada época. El saber es una tela de Penélope que se teje y desteje constantemente. Lo que permanece y guía es la búsqueda de la verdad, nunca definitiva, porque es insondable, levanta vuelo al crepúsculo, surca la noche y los faros de la inteligencia apenas la columbran. Comunidad de maestros y estudiantes que por el logos se empeñan en la búsqueda de la verdad, tal la idea de la universidad que persevera desde sus comienzos y que se debe tener presente hasta en los actuales discursetes de circunstancias.


La peripecia hispanoamericana

España trajo a América las universidades, siguiendo el modelo de Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares. En 1538 se funda la Universidad Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo, hoy República Dominicana. En 1551 la primera continental, la de San Marcos, en Lima. Comparativamente, Harvard nace a partir de un colegio colonial en 1636, cuando ya diez universidades funcionaban en territorios de la corona española. Fueron un total de veintiséis las que se erigieron. En nuestro virreinato, brillaron la de San Francisco Javier en Chuquisaca, fundada en 1624, por donde pasaron buena parte de los prohombres del año X, y la de Córdoba, fundada por empuje de los jesuitas y del obispo Tejo y Sanabria en 1613. Buenos Aires, a partir también de los jesuitas tuvo su colegio, pero careció de universidad, que no encontró impulso fundacional en la élite local, cuyos hijos estudiaban en el Alto Perú o en la casa de Trejo, cuando no, como Belgrano, podían acudir a las aulas de Salamanca. El núcleo de la enseñanza era la primera escolástica, aunque en el caso de Córdoba, fue –hasta la expulsión- la ratio studiorum jesuítica. Los estatutos de “limpieza de sangre” impedían el ingreso de negros, mulatos, zambos y mestizos, aunque en algunos casos –quizás el de Monteagudo, que estudió en Chuquisaca- hubo quienes pudieron sortearlos.


Será en el siglo XVIII, bajo la égida del despotismo ilustrado y en tiempos de las Luces, que se hablará de una universidad en el puerto. Un intento hubo en 1767, cuando la expulsión de los jesuitas, cuando se propuso que la Universidad de Córdoba, ahora bajo el influjo franciscano, se mudara a Buenos Aires. Sin embargo, prevaleció la idea de mantenerla en su asiento mediterráneo, por el amplio radio geográfico que abarcaba. Con mucho impulso se retoma la idea de una Universidad porteña bajo la gobernación de Juan José de Vértiz y Salcedo, en 1771. Los Cabildos eclesiástico y secular apoyaron la idea de creación de un Colegio Convictorio (es decir, con alumnos internos), que sería luego el Real Colegio de San Carlos y una “universidad pública”. El síndico procurador propuso un plan de estudios y hasta realizó una estimación presupuestaria. Los fondos se extraerían de las “Temporalidades” [1] secuestradas a los jesuitas. Una cédula real emanada de Carlos III, con el dictamen del Consejo de Indias, señala que un Seminario real y una “universidad pública” deben establecerse en esta orilla del Río de la Plata. Pero este proyecto, acorde con el mandato de “ilustrar”, tampoco habrá de tener lugar, ni siquiera cuando Vértiz alcance el rango de virrey.


¿Quién fundó la universidad?

Mientras tanto, un radical giro político intentará archivar el modelo de la universidad ecuménica, autónoma, pre estatal, centrado en las artes liberales, el derecho, la medicina y la teología. Un efecto de la Revolución Francesa (la Convención suprimirá en 1793 las universidades reemplazándolas por escuelas superiores) que tendrá su concreción bajo Napoleón emperador. La universidad pasa a ser un servicio público creado y sostenido centralmente por el Estado, que designa sus autoridades, establece los planes de estudio y considera a los docentes como funcionarios estatales. La universidad debe proveer los cargos técnicos y profesionales del Estado e imbuirlos de la ideología dominante.


En medio de estas transformaciones en el “primer mundo” de entonces, enfoquemos al presbítero Antonio Sáenz, el fundador. Nacido en Buenos Aires en 1780, pasó por el Real Colegio de San Carlos y estudió “ambos derechos” en Chuquisaca. Más abogado que clérigo, lo caracteriza Levene. En 1808 protagoniza un enfrentamiento con el obispo Lué. Participa del cabildo abierto del 22 de mayo de 1810. Fue congresista en Tucumán. La idea de una universidad en el puerto le ronda la cabeza. Cuando el Congreso se muda a Buenos Aires, ve la oportunidad de concretar su proyecto, con el director Juan Martín de Pueyrredón, que solicita al mismo cuerpo que establezca una universidad. Con su sucesor, Rondeau, ya están los papeles listos, cuando el 1ª de febrero de 1820 sucede la batalla de Cepeda, el director supremo matando caballo en la retirada y la caída de toda autoridad con jurisdicción general sobre el territorio de las Provincias Unidas. Era un momento en que, a la inversa del aforismo ciceroniano, las togas debían ceder a las armas. El cura Sáenz no ceja, sin embargo. Tiene una carta en la manga de su hábito: un concordato celebrado en 1816 entre el director Álvarez Thomas y el vicario capitular (la diócesis de Buenos Aires estaba vacante desde la muerte del obispo Lué en 1812 [2]) sobre la jurisdicción y rentas que la Iglesia destinaba para establecer una universidad. Sáenz ha renovado en octubre de 1819 ese concordato con el vicario capitular, José Dámaso Fonseca, para la utilización de fondos del seminario para la futura universidad. En tanto, con el apoyo de Rosas en la campaña, Martín Rodríguez se ha convertido en enero de 1821 gobernador de la provincia de Buenos Aires; se abre así un espacio de orden y relativa tranquilidad. Sáenz acude a él con su propuesta de financiación de la universidad y en febrero del mismo año se lo designa comisionado especial facultado para que “proceda de inmediato a fundarla”. La “Gaceta de Buenos Aires” publica en marzo un aviso a los licenciados y doctores vecinos o residentes permanentes que quieran integrarla que acerquen sus títulos al comisionado. El edicto de erección de la de la universidad, que iba a firmarse el 24 de mayo, luego el 9 de julio, salió con fecha 9 de agosto de 1821. Mientras tanto, al despuntar ese mismo mes de agosto, Martín Rodríguez ha designado a Bernardino Rivadavia ministro de gobierno, en lugar de Juan Manuel Luca. Rivadavia volvía luego de ocho años: “viene de Europa, se trae a la Europa”, habría de decir Sarmiento. Este hombre bajo y grueso, de continente sombrío pero no desagradable, lento y grave en el andar, vestido prolijamente con casaca verde abotonada a lo Napoleón, pantalones cortos sujetos con hebillas de plata a las rodillas, medias de seda y lustrosos zapatos con herretes del mismo metal, como lo describe Beaumont [3], aunque llevaba pocos días en el ministerio, captó la ocasión al vuelo. La universidad como instrumento del Estado, como “verdadero poder público”. Venía, además, rociado del utilitarismo rampante: “no había profundizado ni cultivado la literatura clásica, y de su tiempo conocía sólo por lecturas pasajeras los escritos de Madama de Staël, de Chateaubriand y de Bentham”, anota Vicente Fidel López. Pero agrega: “su débil bagaje le había bastado para formular en su espíritu un plan general de trabajos y de las reformas que tenía por necesarias” [4]. ¿Qué mejor útil que la Universidad para difundir las ideas del tiempo y reclutar personal para aplicarlas? El 12 de agosto de 1821, día de Santa Clara, segunda patrona de Buenos Aires, y conmemoración de la Reconquista, en el templo de San Ignacio, en la “manzana de las Luces” destinada a albergarla, se inauguró solemnemente nuestra Universidad –institución provincial, como cabe recordar. Se leyó el acta y el gobernador tomó juramento de incorporación al Rector y Cancelario [5] y a los doctores que integraban la Sala de Doctores. El Rector, don Antonio Sáenz, pronunció el discurso inaugural, al que contestó don Bernardino, el ministro de Gobierno, quien prometió toda la protección de los poderes públicos. La escena está reproducida en el gran cuadro de Antonio González Moreno que puede verse en el salón de actos de la Facultad de Derecho. He abundado sobre sus características en mi “Extensión Universitaria” anterior, a la que remito al lector interesado. Señala Martín Unzué [6], en un notable trabajo publicado al cumplirse el 190º aniversario de la fundación, la particularidad de que el edicto de fundación lleve fecha 9 de agosto de 1821, pero que la celebración fundacional sea el 12 del mismo mes, cuando la inauguración ritual en el templo de San Ignacio. Son como las fechas del nacimiento y la del bautismo, compara, pero en este caso cabe agregar que la pila bautismal prevalece sobre la natividad.


Examinando los antecedentes, parece indudable que el título de fundador de la primera universidad poshispánica cabe con mayor justicia al presbítero Antonio Sáenz. Sarmiento, Mitre, Vélez Sarsfield, en su tiempo, discernieron el galardón a Bernardino Rivadavia y su obra ciclópea del “más grande hombre civil”. Los manuales de enseñanza repitieron el aserto y Wikipedia, que es provisional palabra santa, la asigna ex aequo entre Martín Rodríguez y don Bernardino, que figura como impulsor. Tulio Ortiz, en su recomendable trabajo sobre el tema [7], atribuye al presbítero el título de “gran precursor”, y reparte el mérito entre Rivadavia, Pueyrredón y Rondeau. Tulio Halperin Donghi [8], por su lado, reconoce a don Antonio ”tozuda firmeza en cuanto a la fundación”, aunque no la mejor condición para gobernarla.


Martín Unzué señala este divorcio de aguas entre una historia liberal “oficial” que establece una única filiación laica e ilustrada tomando como erector de la UBA a Bernardino Rivadavia, y una versión más en la sombra, una historia “clerical” postergada, que reivindica como patrono de la UBA al presbítero Antonio Sáenz [9] y los esfuerzos incluso financieros de los eclesiásticos porteños, que en ese momento no se encontraban en comunicación con la Santa Sede. Antonio Sáenz estaba lejos de ser un ultramontano, ni se compara su actitud con la “santa furia” antirusoniana del padre Castañeda. Puede catalogárselo como un sacerdote ilustrado y practicante de un regalismo de hecho al que la citada incomunicación invitaba. Su enfrentamiento con el obispo Lué en 1808 puede orientar al respecto, ya que ese prelado tuvo choques con los componentes del cabildo eclesiástico y con diversos párrocos calificados de “ilustrados”, cursándose por los quejosos pedidos a la metrópoli para que fuese separado de su cargo. Pero tampoco era un cura refractario, como surge, ya Rector, de su duro enfrentamiento con Juan Manuel Fernández de Agüero, titular de la cátedra de “Ideología” [10]. Éste –al parecer- se refería en sus clases a Jesús como “el filósofo de Nazaret” y corregía los Evangelios mientras disertaba sobre Destutt de Tracy y Condillac. Sáenz lo quiso remover y hasta llegó a clausurar el aula donde dictaba, aunque debió ceder al fin por el apoyo que Rivadavia, comprometido en la reforma eclesiástica, dispensaba a su adversario. Halperín Donghi ve allí el primer pugilato por la libertad de cátedra. La derrota de Sáenz, señala por su parte Unzué, marca que el gobierno “manda” en la Universidad, por sobre lo que pretenda la Iglesia. El autor, sin embargo, destaca que estas derrotas y cancelaciones históricas no son definitivas y, sin tomar partido, anota hace diez años que “la revisión de la historia de la UBA se preanuncia como una tarea necesaria en su camino al bicentenario”.


Comienzos humildes

Hoy se utiliza, incluso con énfasis partidario, la expresión “universidad pública” como sinónimo de universidad estatal. Lo público es lo que atañe a todos, cosa de todos, respublica. “Estatal” significa dependencia del Estado. Hay entre nosotros universidades públicas articuladas en el diseño estatal, como la UBA, y universidades igualmente públicas, de gestión privada. La universidad medieval, que no era estatal, era pública, y así lo establecían sus documentos fundadores. En el caso de la UBA, la corriente “eclesiástica” que contribuye a su erección y financiamiento inicial tendía a mantenerla, dentro de la orientación tradicional, fuera del ámbito del Estado. Cuando Pueyrredón se dirige al Congreso para que autorice la fundación de la universidad que Sáenz promovía, lo hace con la reserva de dirigirse “a la Corte de Roma para la confirmación en tiempo oportuno”, refiriéndose a una futura reanudación de las comunicaciones con la Santa Sede, que sólo habrá de producirse bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas. La corriente “laica”, de filiación napoleónica, que se impuso finalmente –recuérdese la confrontación entre Sáenz y Fernández de Agüero- colocó a la universidad a la sombra estatal. Allí se sintió también la influencia de Rivadavia, que permitió la ubicación de Pedro Alcántara de Somellera, de orientación benthamiana, al frente de la cátedra de Derecho Civil, mientras Antonio Sáenz tenía a su cargo la de Derecho Natural y de Gentes, con orientación grociana. El tesoro provincial se hizo cargo del mantenimiento edilicio y de los sueldos de profesores y personal. En 1881 pasará a ser “nacional”, aunque este carácter, a diferencia de la Universidad de Córdoba, por ejemplo, no figure en su denominación oficial: UBA.


Como muestra del cruce de corrientes que confluyen en su nacimiento, la universidad es instituida como “Universidad Mayor” –es decir que puede extender la titulación en los grados más altos de licenciado y doctor- “con fuero” –esto es, con autonomía de todo otro poder, cual la tradición medieval- y “jurisdicción académica” –otro trazo medieval, que le permitía competencia exclusiva en los casos que comprometían a sus profesores y estudiantes, reservándose incluso comodidades para detención de infractores.


La Universidad, según el plan saenciano, no se dividió en facultades, sino en salas o departamentos, a cargo de prefectos. Estos, reunidos, formaban el “tribunal literario”, que llamaríamos hoy “consejo superior”. Los departamentos comprendían el de Jurisprudencia, de Medicina, de Ciencias Exactas, de Ciencias Sagradas y de ciencias preparatorias y de primeras letras, con lo que se ve que se intentaba colocar toda la enseñanza, aun la de primeras letras, bajo el control de la Universidad.


Se otorgaban beneficios de eximición de pagos por exámenes y titulaciones a estudiantes en situación de pobreza. Así lo estableció en junio de 1827 uno de los últimos decretos de la presidencia de Rivadavia. Invocando dicho decreto, “por su notoria falta de fortuna” se exoneró del pago para recibir su grado de doctor en leyes a Juan María Gutiérrez el 3 de junio de 1834, y lo mismo en abril de 1837, “en razón de sus talentos y notoria pobreza”, a Carlos Tejedor, durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas.


Los comienzos, cabe anotarlo, fueron humildes en la “manzana de las Luces”. Pocos estudiantes, falta de materiales e instalaciones para los gabinetes de física y química, claros en el cuerpo profesoral. También apuros financieros, algunos de los cuales fueron solventados de su bolsillo por el rector Sáenz. Pero aquella terquedad del fundador marcó también el rumbo para sus continuadores.


Nuestra alma mater poshispánica tuvo un nacimiento dividido, como hemos visto, entre dos corrientes teñidas ambas por el barniz de la Ilustración. Otras confrontaciones y confusiones habrán de surgir en su bicentenario camino. Pero idea matriz de la universidad, palabra que mantiene su prestigio, hasta el punto de colocárselo sin tasa a productos de dudoso crisma, tiene un anclaje milenario en la persecución de la verdad, esa Dama tan atractiva como huidiza que no admite los posesivos que la jibarizan a “mi” verdad de estuche individualista y egolátrico. “¿Tu verdad? No, la Verdad. Y ven conmigo a buscarla”. La frase machadiana debería servir de fanal a quienes diserten en esta próxima celebración. Mejorando lo presente, como suele decirse.-


[1] “Temporalidades” son los frutos y cualquier cosa profana que los eclesiásticos perciben de sus beneficios o prebendas

[2] Miguel Ángel Scenna avanzó la tesis de que Lué no falleció de muerte natural: “El caso del obispo envenenado”, “Todo es Historia”, nº 32

[3] John Barber Beaumont llegó a Buenos Aires en 1826 para supervisar los convenios que su padre había realizado en Londres en 1824 con Rivadavia y Sebastián Lezica para instalar una colonia de súbditos británicos. Se encontró con un panorama de incumplimientos y corrupción de los agentes encargados y con inmigrantes sin destino. Tuvo entonces lugar la entrevista con un pomposo Rivadavia. Volvió a Londres en 1827. Allí escribió “Travels in Buenos Ayres and the adjacent provinces of the Río de la Plata with observations intended for the use of persons who contemplate emigrating to that country or embarking capital in its affairs”, ameno e interesante, que fue traducido entre nosotros por José Luis Busaniche. Los inmigrantes que no fueron repatriados contribuyeron a mejorar la calidad de los oficios que desempeñaban: horticultores, carpinteros, albañiles, herreros, grabadores y artistas.

[4] Cabe acotar que se conserva, sin embargo, la correspondencia entre Rivadavia y Bentham.

Es sabido que Vicente López, el padre del historiador, no simpatizaba con Rivadavia, al que en carta a San Martín, que compartía sus sentimientos al respecto, calificó como representante de la “contrarrevolución”.

[5] “Cancelario” era el que en las universidades tenía la autorización pontificia o regia para dar los grados

[6] “Historia del origen de la UBA (a propósito del 190ª aniversario”, Revista Iberoamericana de Educación Superior, vol. 3, México, sept.2012, redalyc.org/pdf/2991/29912903004.pdf

[7] “La fundación de la Universidad de Buenos Aires como acto emancipador”, core.ac.uk/download/pdf/301076525.pdf

[8] “Historia de la Universidad de Buenos Aires”, Bs. As., EUDEBA, 1962

[9] Esta reivindicación reconoce como fuente y punto de partida la biografía del presbítero Nicolás Fasolino “Vida y Obra del Primer Rector y Cancelario de la Universidad de Buenos Aires”, Bs. As. EUDEBA, 1968.

[10] Término creado por Destutt de Tracy (1754-18369 para designar la filosofía sensualista fundada por Condillac en Francia, como “ciencia de las ideas” que revelaría la fuente de las ideas preconcebidas y de los prejuicios, mientras que sólo cabría tener en cuenta las impresiones sensoriales.


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