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Extrapoderes








Usaremos el vocablo en sentido sociológico, no jurídico. En otras palabras: no vamos a hablar aquí, por ejemplo, del Ministerio Público. El punto es que existen otros límites al Poder que aquellos englobados en el sistema político formal. Todas aquellas agregaciones de intereses surgidas de la convivencia que generan influencias correctivas u obstructivas sobre el funcionamiento gubernativo normal constituyen los Extrapoderes a los que nos referimos, y cuyo número y variedad proliferan con la complejidad de las respectivas unidades políticas.




Esa variedad es tal que torna difícil su clasificación, la que, no obstante, intentaremos de manera sumaria a través del siguiente elenco:

a) las estructuras corporativas de la sociedad en su actividad ad extra, que frecuentemente se roza o llanamente colisiona con el poder público:

b) las elites no políticas que en un momento dado se politizan;

c) los medios masivos de comunicación;

d) las redes sociales;

e) “la calle”.


Partamos del hecho de que toda sociedad sobre la que se funda una unidad política es estructuralmente corporativa. Las solidaridades de intereses económicos y laborales, las de raíz territorial, cultural y étnica, etc. Implican incentivos insoslayables para su formalización organizacional. Sindicatos, cámaras empresarias, ONGs de diversísima índole forman el mismo tejido social, y ello al margen de todos los debates ideológicos y políticos generados por el “corporativismo” y el “neocorporativismo” a lo largo del siglo pasado. El tema de la eventual inserción institucionalizada de ese tejido en el sistema político formal es accesorio respecto del reconocimiento de su omnipresencia fáctica en los procesos decisorios públicos. Lo importante es que, de ordinario, el Poder, en su gestión, no se topa con el individuo aislado; lo hace con agregaciones derivadas de afinidades de trabajo, producción, vecindad o cultura, y DAVID TRUMAN, en su Groups Theory, ha sido más acertado en su descripción de la sociedad total que los ideólogos que dieran sustento en el siglo XVIII a la Ley Le Chapelier. Estos grupos, a través de las multiformes prácticas del lobbying, interfieren e influyen con mayor o menor éxito en las tomas de decisiones del Estado y en la definición de las pertinentes políticas públicas que se derivan de aquéllas o las encarnan.


En segundo lugar, como ha observado BIDART CAMPOS, a las élites políticas –formalizadas a través del Derecho Público- “…ha de acoplarse cualquier élite no política que en un momento dado se politiza. Y se politiza cuando, a favor o en contra del poder oficial, asume y despliega una actitud política. Las élites militares, económicas, gremiales, religiosas, intelectuales, etc., son élites sociales no políticas en su esencia, pero susceptibles de politizarse no bien entran en contacto con el poder estatal”[1] . Nos permitiríamos agregar que no es tanto el contacto –que puede estar limitado a asuntos de interés específico de tales élite- , sino –sobre todo- su paso de la procuración de intereses fraccionales a puntos de vista macropolíticos lo que cambia su rol. Así, por ejemplo, el liderazgo sindical no se politiza cuando se limita a participar de las negociaciones paritarias de su sector, sino cuando utiliza su capacidad de movilización para intentar bloquear o corregir políticas gubernamentales. Análogo comportamiento asumieron en su tiempo los “planteos” militares registrados más o menos abiertamente en nuestro país, en especial ante los gobiernos de Arturo Frondizi y María Estela Martínez de Perón. En esas circunstancias la oficialidad superior de las Fuerzas Armadas se politizaba como “extrapoder”. Descartamos el caso de los putschs castrenses exitosos pues en tal situación los factores coactivos se convertían en el Poder mismo.


El papel de los medios masivos de información en relación con el Poder, sea ejercido directamente o indirectamente a través de la influencia sobre la opinión pública, ha sido larga y detalladamente abordado por la Politología del siglo XX, sobre todo en sus últimas décadas. La misma ha recorrido tres fases: la maximalista de los primeros tiempos, impactada por el rol aparentemente determinista de los medios en tiempos de guerras y totalitarismos, la de los efectos limitados, planteada desde fines de la II Guerra Mundial, y, finalmente, la de la agenda setting, que acompaña la irrupción de la televisión como medio dominante, y que ha sido corregida y refinada en los últimos lustros sin abandonar sus premisas básicas.


Sin embargo, la acelerada mutación tecnológica hace que el interés por dichos trabajos resulte hoy desbordado por la atención que se desplaza hacia la comprensión de los social networks, cuya influencia sobre el espacio público ha devenido visible –espectacularmente visible- para los politólogos en muy pocos años. Estamos todavía en una fase muy prematura para intentar teorizaciones de gran calado sobre el fenómeno de las redes sociales como extrapoder, pero lo que resulta ya patente ante nuestros ojos es el hecho de que centenares de millones de hombres se convierten de meros receptores, como lo eran en el mundo de los mass media, en receptores-emisores. Esto no elimina la infraestructura oligárquica de la comunicación política (baste comparar el número de followers de unos y otros o los ejércitos de trolls en presencia), pero sí puede volver a las oligarquías más inestables y fluidas.

En las dos últimas décadas del siglo pasado, al menos tres gobiernos de Europa del Este y otros tantos de América Latina cayeron como consecuencia de la acción de muchedumbres que se apoderaron del espacio público. A comienzos de la segunda década de la presente centuria otros tres sufrieron la misma suerte en el mundo islámico. En estas últimas ocasiones –en lo que frívolamente se calificó de “primavera árabe”- los teléfonos celulares y las redes sociales potenciaron sensiblemente el fenómeno facilitando la posibilidad de reunir multitudes en breves espacios de tiempo y, de ese modo, descolocar frecuentemente a los factores coactivos del Estado. “La calle” se afirmó como un poder sui generis, no siempre capaz de construir gobiernos, pero sí, a menudo, de deshacerlos fuera de las cadencias jurídico-formales previstas, por lo que el control de ese poder se ha vuelto una obsesión para las oligarquías establecidas. Atención: no se piense por ello en la inocente espontaneidad de tal poder. Las movilizaciones masivas reflejan en su interior el mismo fenómeno de influencia/poder de pocos sobre muchos que la sociedad política ordinaria. Como ha señalado lúcidamente JULES MONNEROT al referirse a la “efervescencia revolucionaria”, detrás de las marchas y ocupaciones multitudinarias existen siempre estrategas que procuran marcar objetivos, indicar metas y fijar ritmos, y solo su comportamiento permite detectar alguna racionalidad en semejantes convulsiones[2] .

La experiencia demuestra que el control de la calle no equivale necesariamente al predominio electoral. La primacía de los jacobinos y los “enragés” en las secciones bajas de Paris durante la Revolución, no impidió que –cada vez que hubo consultas electorales más o menos seguras- la población enviase oleadas de diputados moderados cuando no monárquicos. Casi dos siglos más tarde, el romantizado “Mayo francés” terminó con una elección en que De Gaulle hizo valer contundentemente su sintonía con la “mayoría silenciosa”. En ese mismo año, la violenta rebelión estudiantil y racial de los EEUU desembocó en un comicio presidencial en el que los conservadores (Nixon + Wallace) superaron el 60 % de los sufragios. Sin embargo, la tendencia hacia una política vivida online ayuda a reforzar la capacidad de influencia de las minorías intensas y vocingleras, que buscan habitualmente crear hechos irreversibles para al sector desmovilizado de la sociedad.

[1] Las elites políticas, Ediar, Bs.As., 1967, p.29. [2] Sociologie de la revolution, Fayard, Paris, 1969, pp. 209 y 210.

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