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Francisco y la internacional de la fe








Al cumplir sus primeros ocho años en el trono de San Pedro, el Papa Francisco emerge como el inspirador de una “Internacional de la Fe”. Su visita a Irak marcó un hito histórico en su estrategia de profundización del diálogo interreligioso, una de las claves políticas de su pontificado. Su encuentro con el Ayatollah Al-Sistani, la personalidad religiosa más relevante de la comunidad chiita (minoritaria en el mundo islámico pero mayoritaria en Irak y hegemónica en Irán), cerró un círculo iniciado en 2019 con su viaje a Egipto, donde suscribió una declaración conjunta con Ahmed el Tayeb, el Gran Imán de la Universidad de El Cairo, el centro de estudios más prestigioso de los musulmanes sunitas, que es el culto mayoritario en la comunidad islámica global.





Aquel “Documento sobre la Fraternidad Humana” de 2019 significó un salto cualitativo en el diálogo ecuménico puesto en marcha por la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II, continuado desde entonces durante los sucesivos papados e intensificado por Francisco, quien también redobló los esfuerzos para estrechar lazos con las confesiones protestantes (mayoritarias en Estados Unidos), el cristianismo ortodoxo (hegemónico en Rusia) y el judaísmo. El texto de la declaración subrayaba que “entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos”.


El término “fraternidad”, que signa aquel documento, tiene para el Papa un hondo significado, y fue explicitado en su encíclica “Fratelli Tutti”. Según esa mirada, que en este punto abreva en una corriente del pensamiento católico contemporáneo, la mítica trilogía de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, que alumbró la Revolución Francesa y el nacimiento del mundo moderno, derivó en el siglo XX en un antagonismo irreductible entre una idea de libertad a secas, expresada en el liberalismo, y un principio de igualdad a ultranza, encarnado por el comunismo, a expensas de la noción de fraternidad, que podía funcionar como factor de equilibrio entre ambos opuestos. En la visión de Francisco, las religiones tienen que erigirse en las principales portadoras del ideario de la fraternidad en el mundo de hoy.


Nunca en los últimos siglos la problemática religiosa estuvo más íntimamente asociada a los conflictos de la época. Desde la amenaza del terrorismo islámico hasta el resurgimiento del cristianismo ortodoxo en Rusia y la vigorosa irrupción en el escenario público de las corrientes evangélicas en América Latina, el escenario global está signado por la vigorosa reaparición de la religiosidad como fenómeno social y político. Religión y política aparecen cada vez más intrincadamente yuxtapuestas en el curso de los acontecimientos mundiales.


Este fenómeno ocurre en un escenario global en que, contra los pronósticos más extendidos, la religiosidad de los pueblos, salvo en Europa Occidental, lejos de disminuir tiende a aumentar. El famoso “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche parece haber quedado atrás. Parafraseando al filósofo alemán, podría decirse que asistimos a la “resurrección de Dios”. El escritor francés Gilles Kepel resultó premonitorio cuando en 1991, después de la caída del muro de Berlín y en vísperas de la disolución de la Unión Soviética, publicó un libro sobre el papel político de las religiones con el título de la “La revancha de Dios”.


LA GEOPOLÍTICA DEL ESPÍRITU


Un meticuloso y hasta ahora no superado estudio sociológico sobre el tema, titulado “El futuro de las religiones del mundo: proyecciones del crecimiento poblacional 2010-2050”, realizado en 65 países por Pew Research Centenar, un centro de estudios de Washington, vaticinó que a mediados de este siglo esa religiosidad será mayor que en la actualidad, con un notable incremento de la población musulmana y una incógnita sobre lo que sucederá en China, convertida en el mayor “mercado de almas” del planeta.


El relevamiento consignaba que el 63% de la población mundial se consideraba religiosa. El porcentaje más elevado se concentraba en Africa y Medio Oriente, mientras que en el extremo opuesto estaba China, donde el 61% se declaraba ateo. Pero el porcentaje autodefinido como religioso presenta variantes significativas. Entre los menores de 34 años, ese promedio del 63% ascendía al 66% y en la franja de menores ingresos y menor nivel educativo trepaba al 80%. A la inversa, la religiosidad descendía entre los sectores con mayores niveles de ingresos. Los valores religiosos aparecían bastante más arraigados entre los más jóvenes y los más pobres.


Dentro de esa geopolítica del espíritu, el dato más relevante es la expansión del Islam, que es la religión de más rápido crecimiento. La comunidad musulmana, que representa hoy el 23% de la población mundial, alcanzará en 2050 el 30%, con un salto de 1.600 millones de personas en 2010 a 2.760 millones en ese período. Para explicar ese fenómeno, alcanzan dos índices demográficos: uno de cada tres musulmanes es menor de 15 años y cada mujer musulmana tiene un promedio de tres hijos.


En ese mismo lapso, los cristianos aumentarán de 2.170 millones a 2.920, un número equivalente al 31% de la población mundial. Con esas cifras, y de mantenerse esa tendencia, en 2050 el Islam casi equipararía al cristianismo como primera minoría religiosa mundial y lo superaría a fines de siglo. Según esas proyecciones, en 2050 seis de cada diez personas serán cristianas o musulmanas. Para entonces, uno de cada seis habitantes del planeta será chino y China será la primera potencia económica mundial.


Estos datos demográficos y geopolíticos permiten comprender por qué el Papa considera que la vinculación con el Islam y la relación con China son dos prioridades estratégicas absolutamente fundamentales para el futuro de la Iglesia Católica. Para Francisco, ese diálogo entre la Iglesia Católica y las grandes civilizaciones de Oriente es también la senda para que la iglesia sea plenamente “católica” en el sentido etimológico del término, o sea universal.


En 2014, el entonces presidente israelí Shimon Peres le planteó al Papa Francisco la necesidad de la creación de las “Naciones Unidas de las religiones” para afrontar una guerra contra terroristas que “dicen matar en nombre de Dios”. Según Peres, Francisco tendría que liderar esa construcción porque “el Santo Padre es un líder respetado como tal por las diferentes religiones y sus exponentes. Quizás sea el único que sea verdaderamente respetado”. Más allá de las formalidades institucionales, todo indica que Francisco está transitando ese camino.


El vertiginoso avance de la revolución tecnológica, que es el sustento material de la globalización de la economía, originó, por primera vez en la historia del hombre, la aparición de una auténtica sociedad mundial. Esa comunidad planetaria afronta el reto de definir no sólo un sistema de poder, sino un consenso sobre una escala de valores comunes que fundamente esa convivencia. El debate sobre esos valores universales, que incluyen desde la preservación del medio ambiente hasta la defensa de los derechos humanos, incluye necesariamente la dimensión de la fe. Hace medio siglo, André Malraux, el gran pensador francés, lo había anticipado: “el siglo XXI será espiritual o no será”. Francisco actúa en consecuencia.

  • Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico


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