Por Luis Caro Figueroa - La afirmación de que Güemes fue el «primer demócrata» de la Argentina merece, sin dudas, un análisis detenido y una reflexión sosegada, si es que de verdad queremos que las pasiones patrióticas y los lugares comunes no terminen ocupando el lugar de la racionalidad histórica y de la verdad.

Afirmar que Martín Miguel de Güemes fue un gobernante democrático por el hecho de su elección popular, nos conduce en primer lugar a preguntarnos qué tan extenso y representativo fue el «pueblo» que en 1815 eligió al general gaucho para gobernar Salta, y qué sistema utilizó este pueblo para expresar su voluntad.
Corresponde preguntarse: ¿Quiénes tenían derecho a votar?
Porque cualquiera hubiera sido la configuración político-social del Cabildo de Salta en 1815, es prácticamente seguro de que no disfrutaban del derecho a elegir los indios, las mujeres, los judíos, los negros, los mestizos y los mulatos.
Y no porque la principal institución del régimen indiano fuese un perverso invento discriminador y excluyente, sino simplemente porque eran las normas que regían en la época.
Todo parece indicar -y los historiadores pueden precisarlo- que la «elección popular» de Güemes no se produjo por sufragio universal, que es una de las condiciones para considerar democrática a una elección y para conferir tal legitimidad a los cargos electos.
La razón de esta carencia, una vez más, no hay que buscarla en el atraso institucional, sino más bien en el hecho de que los derechos de ciudadanía -entre ellos, el derecho al sufragio- por entonces estaban reservados, generalmente, a la parte más sana y distinguida del vecindario, aquella que poseía propiedades y linajes.
Es muy probable que Güemes, una vez elegido por ese «pueblo» tan limitado, gobernara luego en favor de los excluidos, lo cual, sin embargo, no es suficiente para convertirlo en un demócrata per se.
Es muy probable también que Güemes hubiera efectuado una contribución sustancial al advenimiento de la democracia, tal cual la conocemos hoy, pero en ningún momento se puede perder de vista que su principal preocupación y su aspiración máxima, como político y como hombre público, no era la de erigir un gobierno «justo», sino ganar la guerra, a la que dedicó sus mejores esfuerzos, llegando incluso a entregar la vida.
Su preferencia por los pobres y por los desvalidos, más que una elección moral, era una decisión bélica, pues su ejército estaba mayoritariamente conformado por hombres de esta condición. Es bastante sabido que Güemes se enfrentó a las clases prominentes de Salta, pero, si lo hizo, no fue tanto para defender los derechos de los desvalidos (a lo que estaba obligado si quería manetener su ejército) sino más bien para apuntalar su proyecto defensivo.
Muchas civilizaciones, instituciones y sociedades tienen el derecho de reclamar para sí contribuciones decisivas a la democracia, pero determinar qué régimen político constituye una democracia, y establecer cuál no, es una tarea que requiere la aplicación de un conjunto unificado y consensuado de criterios.
Para determinar si el gobierno de Martín Miguel de Güemes en Salta fue o no «democrático», propongo emplear los criterios de Boix, C., Miller, M., & Rosato, S. (2013, 2018), quienes han analizado a 219 países desde el año 1800 y los han clasificado como democracias en la medida en que cumplen con las siguientes condiciones:
1) El ejecutivo es directa o indirectamente elegido en elecciones populares y es responsable, ya sea directamente ante los votantes o ante una legislatura.
2) La legislatura es elegida en elecciones libres y justas.
3) El derecho al sufragio es reconocido a una mayoría de hombres adultos.
Un detalle importante que surge de la aplicación de este muy simple modelo teórico es que las democracias, para merecer tal nombre, han de ser continuas. Esto es muy evidente si pensamos en el caso de Francia, pues aunque este país tiene importantes orígenes democráticos, disfruta actualmente de su quinta república desde la Revolución Francesa, gracias a Napoleón, a la Francia de Vichy y a otros casos en los que las cosas se torcieron.
Según la biografía de Güemes que publica el sitio web oficial del gobierno de la Provincia de Salta, la «elección popular» del general como gobernador de Salta el 6 de mayo de 1815 no fue producto del sufragio popular stricto sensu sino de una decisión del Cabildo de Salta «a petición del pueblo de la ciudad».
Desde este punto de vista, Güemes aparece más como un gobernador electo por aclamación popular, que por una elección abierta, libre, transparente y organizada.
Por otra parte, la prestigiosa historiadora Sara Emilia Mata afirma que la elección de Martín Miguel de Güemes como gobernador, «contó con el apoyo de las Milicias de la Provincia de Salta» (Mata, 2002:127-128); lo cual si bien no resta mérito a la elección popular, da a entender también que alguna parte de la legitimidad del electo se debió a la fuerza de las armas y a su posición destacada en el mundo militar de la época.
La misma historiadora afirma en un trabajo científico más reciente que «en agosto de 1816, Güemes en una Proclama a los pueblos del Perú se manifestó a favor de la instalación de un gobierno monárquico y a la restitución del Inca, proyecto éste que colisionaba abiertamente con las propuestas de José y Eustaquio Moldes y sus seguidores».
Dice Mata, citando a Botana (2016: 127), que «la propuesta de entronizar a un Inca significaba la instalación de una forma de gobierno legitimada por el pasado americano». Lo que sugiere inmediatamente que el Güemes gobernador de Salta era más bien partidario de una restauración monárquica (de un regreso al pasado) y no de un gobierno popular y «democrático» que mirara hacia al futuro.
Esta preferencia del general gobernador no desmerece en absoluto sus desvelos por los hombres y mujeres de su tierra, pero es preciso reconocer que Güemes practicó esa devoción fundamentalmente con los hombres y mujeres de su tiempo.
Se ha reconocer también que es muy probable que Güemes, a pesar de su sagaz inteligencia y su aguda visión estratégica, no hubiera podido prever los cambios profundos que habría de sufrir la política (la relación de las clases desplazadas con el poder del Estado), especialmente a partir de 1848.
Nos recuerda Sara Mata que, si bien el proyecto de la «monarquía incásica» fue abandonado a los pocos meses de su formulación, no fue igualmente abandonada la idea de establecer una monarquía con un príncipe europeo.
Nos dice también que la Constitución elaborada finalmente por el Congreso en 1819, «propuso un gobierno centralizado ofreciendo la posibilidad de que el mismo fuese monárquico, aun cuando se cuidó de explicitarlo taxativamente».
Y añade: «Esta Constitución fue jurada en Salta con el beneplácito de Martín Miguel de Güemes, lo cual resulta indicativo de un posicionamiento político coherente al manifestado en 1815».
Estos antecedentes, unidos al hecho de que Güemes fue en todo momento un gobernador unaccountable (no hay evidencia histórica de lo contrario), refuerza la idea de que la democracia, como la conocemos hoy, aun con los mínimos requisitos enunciados por Boix, Miller y Rosato, no figuraba entre sus planes más inmediatos.
Que no lo estuviera no es algo que desluzca en lo más mínimo su ilustre trayectoria política y militar. Güemes fue, sin lugar a ninguna duda, protagonista de su tiempo, y existen abundantes evidencias que demuestran que no tenía ni la tentación ni la virtud de ser un adelantado, en ningún sentido.
A más de doscientos años de su desaparición física, la prudencia aconseja huir de las exageraciones y no recargar al personaje histórico de medallas que jamás en vida se propuso obtener.
Escribo estas líneas, convencido de que en los tiempos en que vivimos la idea democrática está de algún modo sobrevalorada; que como régimen político o como forma de gobierno era una de las que integraban la lista de «impuras» elaborada por Aristóteles, y que las desconfianzas sobre ella, que nacen de su irremediable propensión a degenerar, se mantienen casi intactas desde los tiempos de los griegos.
Se debe tener presente también que la idea del pueblo (de la mayoría de él) como único rector de los destinos del país fue desechada expresamente por los constituyentes de 1853, que prefirieron instaurar una república mixta, equilibrada (incluso en el plano territorial), en la que el componente popular encontrara su justo contrapeso en el componente aristocrático, y en el que por sobre cualquier exaltación mayoritaria se privilegiara el derecho inalienable de las minorías a seguir existiendo y a contribuir de forma legítima al bienestar común.
Por todo ello, creo que calificar a Güemes como un «demócrata» muy probablemente no sea la forma más justa ni la más adecuada de celebrar su enorme dimensión política y moral.