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Globalización 3.0








Durante las décadas de los ’70 y los ’80 del pasado siglo se fue conformando el entramado tecnológico que a su vez disparó las dinámicas económicas que dieron origen al llamado proceso de globalización. Se trató, fundamentalmente, de la “revolución de las TICs” (tecnologías de la información y de la comunicación) que hicieron posible la constitución de la “aldea global” prevista en los ’60 por Marshall McLuhan.




Ese substrato tecno-económico se hallaba, sin embargo, frenado en el despliegue de todas sus implicancias por una restricción política: la subsistencia de medio mundo sujeto a los cánones del “socialismo real”. Tal restricción desapareció súbitamente con la liberación de los países de Europa Central y Oriental hace cuarenta años y la implosión de la URSS en 1991, procesos que empalmaron con la radical reforma de la política económica china en curso desde 1979.


La caída del Muro de Berlín puede tomarse, consecuentemente, como el ícono del inicio de la primera fase de la globalización, ya actual y no meramente potencial. Esta globalización es, en realidad, un supuesto tecnológico y económico que, en cuanto tal, no predetermina los regímenes políticos internos de los países ni define o esboza una autoridad mundial que lo encuadre. A los contemporáneos sin embargo, la tendencia pareció irrefrenable a favor de la democracia política, la economía de mercado y la unipolaridad norteamericana. Así se configuraría el One World, que domina el imaginario cultural-político de la época y que encuentra, tal vez, su mejor expresión en la obra de Fukuyama sobre “el fin de la historia”.


Pues esto es cabalmente lo que se espera durante la referida fase, que coincide grosso modo con los ’90 y con los dos mandatos presidenciales de Clinton: que desaparezcan las restricciones comerciales y las economías estatizadas y que los regímenes autoritarios subsistentes sean relevados por democracias pluralistas. Es difícil detectar una “doctrina Clinton” explícita en la política exterior americana de la época; supuestamente solo hacía falta estimular la inexorable “apertura” universal (openness) y confiar –a lo Constant, a lo Comte- en que el comercio terminaría con las guerras, que de ellas y no de otra cosa estaba constituida la estofa de la historia.


Si el derrumbe del muro berlinés constituía el espectáculo inaugural de la primera etapa globalizadora, el ataque a las Torras Gemelas resultará su dramática contracara el 11 de setiembre de 2001. La nueva década comienza con una teatralización imponente del conflicto, que, por primera vez, llega al mismo territorio doméstico de los EEUU. A partir de aquí resulta claro que la globalización alberga en sí misma el conflicto. Que es, precisamente el avance de aquélla lo que potencia fuerzas eversivas capaces de montar un reto global. Esta segunda fase generará un giro explíçito en la política exterior de Washington, giro expresado a través de la denominada “doctrina Bush” (1), que designa un enemigo y legitima la guerra preventiva para doblegarlo, asumiendo de hecho una responsabilidad “imperial” a escala planetaria.


En el plano de la gran estrategia uno de los teóricos más interesantes de esta nueva etapa es Tom Barnett, hombre de la inteligencia naval americana y autor, entre otras obras, de The New Pentagon Map. En este libro, superando la “ingenuidad” de la fase previa, se describen los términos de un conflicto universal de plazo incierto. Barnett distingue, en el marco del proceso globalizador, un núcleo de países (core), que se han integrado o están en camino de integrarse a aquél, de otras regiones del mundo (gap), que se resisten con mayor o menor virulencia o resultan incapaces de afrontar las exigencias del mismo. El gap incluye los Balcanes, el Cáucaso, el Medio Oriente y la mayor parte de África .Es la resistencia o la “incapacidad de integrarse” lo que genera la inestabilidad, por lo que muchos de los países contenidos en el gap corren serios riesgos de derivar hacia guerras civiles o trasnacionales y aun de convertirse en “Estados fallidos”. La principal misión político-militar de los EEUU sería pues, según Barnett, la de un “proveedor de estabilidad” que de ese modo ayudase a ir cerrando la “brecha” y por ende –aunque en plazos imprevisibles- incorporando otras regiones al One World.


En la realidad la historia de la primera década del nuevo milenio no sigue tales perspectivas lineales. El poder militar “leviatánico” de los EEUU se revela impotente ante las nuevas formas de conflicto que proliferan tras el vacío político en Irak. Entretanto, y sobre todo en los años inmediatamente posteriores a la crisis financiera mundial, Asia pasa a ser el motor de la economía mundial con daño para la industria americana y para la clase media trabajadora del país. Al entrar en la segunda década del siglo, la “primavera árabe” sume en la guerra civil tanto a Siria como a Yemen y Libia, y desata un proceso de golpes, elecciones y contragolpes en Egipto, núcleo estratégico de la región. Lejos de proveer seguridad, los EEUU de Obama parecen ir a la deriva de los acontecimientos y se convierten en un aliado incierto. Al Assad conserva el poder porque se apoya en el tradicional socio ruso y los mismos Egipto y Turquía se acercan a Putin.


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Hacia 2015 cuatro dinámicas hondamente significativas se observaban ya en el panorama, a saber:


a) una reconfiguración parcial del poder geoeconómico mundial como resultado de la globalización misma y acentuada por la crisis desatada por Lehman Bros;

b) un estancamiento o declinación del nivel de vida de las clases medias trabajadoras en EEUU y Europa Occidental;

c) un vacío de poder en el Medio Oriente y adyacencias generado por los efectos anarquizantes de la “primavera árabe”;

d) una creciente tensión intraeuropea producida por la avalancha inmigratoria.


Entendemos que estas tendencias se han entrelazado y acelerado recíprocamente, produciendo –en menos de dos años- resultados disruptivos respecto del statu quo ante, o sea respecto de los rasgos definitorios de la Fase II de la Globalización (2001-2014).


Tales resultados pueden resumirse en:


I. La emergencia de Rusia como actor político ultrarregional a partir de su intervención en la guerra civil siria.

II. El Brexit.

III. La elección de Donald Trump y el crecimiento generalizado de las derechas identitarias en toda Europa.


Consideramos que el conjunto de estos acontecimientos abre la tercera fase de la globalización, cuyo sentido y alcances solamente sugeriremos al concluir estas líneas. Por ahora intentaremos caracterizar los rasgos definitorios de este cambio de época.


Desde la asunción de Vladimir Putin al poder hasta no hace mucho tiempo, la política exterior rusa se había perfilado como un intento de acercarse, muy cautamente, a lo que habían sido las fronteras de la URSS hasta 1991 (No olvidemos que Putin ha designado la desintegración de la misma como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX). Tales los casos del conflicto con Georgia, de la anexión de Crimea y la tentativa de hacer lo propio con áreas orientales de Ucrania, del respaldo a la llamada “República del Transdniester”, etc. Esta política experimentó un notable cambio de escala con la intervención en la guerra civil de Siria, país con el que Moscú se había vinculado en la época en que la URSS desempeñaba el rol de superpotencia global. Esta intervención - hasta el momento bastante exitosa- ha permitido que Al Assad sea el único sobreviviente de los blancos que se fijara la “primavera árabe” desencadenada en 2012, y ha recolocado a Rusia en la función de potencia ultrarregional, análoga –en algún sentido- al que cumplió en el zenit de la monarquía zarista.


La retirada del Reino Unido de la Unión Europea fue una inesperada manifestación –quizás sólo la primera- del malestar que muchos pueblos del Viejo Continente sufren al no poder manejar su moneda y sus fronteras (en el caso británico solo éstas últimas). La decisión popular puso en evidencia que, aún desgastadas, las identidades históricas nacionales generan una atracción remanente, más visible en la medida en que la estructura supranacional tiende a manifestarse crecientemente antes como generadora de restricciones que como proveedora de oportunidades. Al propio tiempo –dada la reacción de Escocia- abrió una perspectiva inquietante respecto de las posibilidades de un efecto dominó hacia abajo que hiciese tambalear la cohesión de otros Estados con diversidades internas significativas.


Pero, sin duda, el rasgo más espectacular lo constituyen el triunfo de Trump y el crecimiento generalizado –desde Finlandia hasta Hungría y de Holanda a Austria- de los partidos representativos de lo que (con más propiedad que “populistas”) podríamos designar como ‘derechas identitarias”. En todos estos casos, y sin mengua de los rasgos idiosincráticos propios de cada circunstancia nacional y/o regional, lo que se advierte es una creciente desafección, particularmente por parte de las clases medias trabajadoras, hacia las élites políticas, culturales y financieras vigentes. No es casual que el Rassemblement National en Francia y la Liga en la Italia septentrional sean los partidos más votados en las barriadas obreras que fuesen otrora feudos del PC. “Displaced working people of the world are uniting—in their demand, paradoxically, for disunification. The common refrain is ‘we want our country back’”, se ha escrito con acierto.


El impacto de la inmigración descontrolada no puede ser subestimado si se quiere comprender este proceso. No es solo la chispa, es el material explosivo mismo de la reacción identitaria. Y todos aquellos que se contentan demonizando como “racista” tal reacción parecen desconocer una necesidad básica de la naturaleza de nuestra psiquis, la necesidad de vivir en un orden sociocultural más o menos previsible. Esta necesidad es igualmente afectada por el constante desprecio de las élites hacia las formas de vida tradicionales y la conversión de las izquierdas en el sindicato de promoción de las costumbres sexuales alternativas (2), o en su sumisión –en el caso europeo- al condicionamiento islamista.


Ahora bien: si la ingenuidad “aperturista” constituyó el trasfondo de las concepciones de la primera fase de la globalización, y si la incorporación del conflicto global a su dinámica representó la autoconciencia de la segunda fase, ¿cuál sería el significado profundo de esta tercera fase, que se abre con el estallido de las fuerzas centrífugas en el mismo core de la sociedad mundial? (3).


A nuestro juicio la globalización es un proceso histórico muy difícilmente reversible. El entramado comunicacional y productivo que constituye su esqueleto no va a detener su despliegue, salvo el caso de una guerra devastadora, no imposible pero improbable. Lo que sí está en juego son las condiciones de la nueva sociedad global, las cuales se encuentran sometidas ahora a un duro esfuerzo de renegociación por parte de los EEUU y algunos países de Europa.


Dicho de otro modo, lo que la Tercera Fase niega es el apotegma del periodista del New York Times Thomas Friedman según el cual “el mundo es liso” (4). No, no es tal. El mundo –aún el mundo de la globalización- está signado por los desniveles. Está lleno de nodos de diversa índole, unos económicos, otros militares, otros de voluntad política. A veces unos y otros coinciden, muchas veces no. De su interrelación nace el fascinante juego de la historia que, inexorablemente, regresa.


(1) Ver mi trabajo La Inteligencia Imperial. Raíces intelectuales e implicancias políticas de la Doctrina Bush. EDUCA, Bs. As., 2007.

(2) Una encuesta recientemente realizada entre la población americana respecto de qué grupos sociales consideraba que habían logrado mayores avances durante los ocho años de Obama registró que, para el 45 % de los encuestados, había sido el sector LGBT (lesbianas, gays, bisexuales, trans), contra sólo un 13 % que se refirió a los trabajadores asalariados.

(3) Al hablar de fuerzas centrífugas no solo hacemos referencia a las que se observan en el seno de la Unión Europea y de algunos de sus países miembros , sino también a la formidable polarización que registra hoy la política doméstica americana, probablemente desconocida desde la Guerra de Secesión.

(4) The World is flat, Farrar, Strauss & Giroux, 2005.

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