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Grieta española








En 1921 publicaba ORTEGA esa joya de la cultura histórica –además de serlo de las letras- que se llamó España Invertebrada. Convencido como estaba de la realidad de una decadencia española que se arrastraba secularmente, el filósofo apreciaba la agudización del proceso a partir de la crisis del ’98, cuando España no solo había completado la pérdida de su imperio ultramarino, sino que había comenzado a experimentar el doloroso desgarramiento de los separatismos peninsulares. ORTEGA constataba, con impresionante lucidez, que el proceso desintegrador que había comenzado centurias atrás en la periferia global (Flandes, Nápoles, luego el grueso de América) había concluido desde el punto de vista colonial con Cuba y Puerto Rico, apenas un cuarto de siglo atrás de la edición de su libro. Solo para comenzar, por entonces, a replicarse en el interior de la “piel de toro” con los intentos de escisión de vascos y catalanes.





No se detenía allí el análisis de las fuerzas centrífugas. El mismo criterio de observación se trasladaba de lo territorial a lo social e institucional: existía un separatismo de las clases sociales, de los estamentos, de los militares frente a los civiles, etc. Y eso que al autor le faltaba ver el nadir de la integridad española que se registraría en la década siguiente, con la caótica II República y la feroz Guerra Civil en la que desembocaría.


El Régimen franquista saldó políticamente el resultado militar de 1939. Su dominación no sólo resultó autoritaria, sino en ocasiones cruel. FRANCO fue el “cirujano de hierro” que décadas antes reclamaba JOAQUÍN COSTA, ideólogo del regeneracionismo español. A ese precio España se calmó, y particularmente desde comienzos de los ’60, su ascenso económico resultó irresistible, convirtiendo al país harapiento de principios de siglo en la décima potencia industrial del mundo. FRANCO previó bastante lúcidamente cuáles serían las consecuencias socioculturales de semejante transformación. En conversación sostenida en su etapa final con el general americano VERNON WALTERS le dijo, palabras más o menos, lo siguiente: “Yo me voy a morir. Y cuando yo muera vendrá la democracia que a Uds. les gusta. Con la democracia vendrán el divorcio, la droga, etc. Pero lo que no vendrá es la guerra civil, porque nosotros hemos construido una clase media que no existía y que la hará imposible…”.


Puede asegurarse que, al menos durante más de treinta años FRANCO tuvo razón. Si ponemos entre paréntesis los actos terroristas, es un hecho que los españoles dejaron de matarse entusiastamente unos a otros como había ocurrido reiteradamente en el siglo XIX, en 1934 y en 1936. El problema es que cuando el Caudillo agonizaba, en noviembre de 1975, el Régimen seguía teniendo pendientes dos problemas políticos cruciales: el primero, naturalmente, era la concreción de una real participación de los españoles en su conjunto en las tareas del Estado; el segundo, un “nuevo trato” con las regiones diferenciadas, que se inspirase más en la idea imperial de los Austria que en el legado centralizador de Borbones y jacobinos. Y estas dos cuestiones fueron mal resueltas por la Transición. La intervención popular en el Gobierno fue rápidamente capturada por una partidocracia con escaso o nulo enraizamiento en la realidad social española. La cuestión territorial se encaró constituyendo diecisiete “Estaditos” en que sendas oligarquías políticas, económicas y culturales fincan su supervivencia en arrancar día tras día al Estado Nacional girones del contenido de lo que pudo ser una empresa histórica común. Esa empresa en cuya reanimación –según ORTEGA- radicaba la posibilidad de superar todas las tendencias secesionistas.


La Constitución de 1978 tuvo a la Monarquía como su clave de bóveda. Y en esto siguió la orientación última de FRANCO, no necesariamente compartida por los falangistas ortodoxos, que parecían inclinarse a una “República fuerte” según el ejemplo gaullista. Posiblemente la mayoría de la población española no era por entonces monárquica convencida, pero sí se hizo juancarlista en los primeros años del reinado, y aquí la persona salvó a la institución. Este es un dato fundamental, porque el ulterior desprestigio del rey emérito, hasta su actual bochorno, probablemente recaiga, en alguna medida, sobre la legitimación dinástica. El otro soporte de la Monarquía eran las FFAA, que veían en ella un reaseguro contra las dinámicas separatistas de aquellas regiones que no se conformaban con el artificio autonómico. Esta es una pulseada aún pendiente.


El elemento más disruptivo de la escena hispánica de los últimos años, una vez acallado el fragor del terrorismo vasco, es –sin duda- la radicalización de la izquierda. Contenida ésta en los años iniciales de la Transición por figuras tales como GONZÁLEZ o CARRILLO, el sector comenzará a desmadrarse con el Gobierno de RODRÍGUEZ ZAPATERO y con la ulterior aparición de Podemos. Hoy el PSOE, incapaz de ofrecer señuelos socioeconómicos sustantivos a sus votantes, ha profundizado la guerra cultural, con una ferocidad anticatólica que nos hace recordar los tiempos de la II República. Converge con él su socio gubernativo, que en la persona de PABLO IGLESIAS es el único populismo de izquierda que ha llegado a ocupar la Vicepresidencia en Europa Occidental.


Ahora bien: para esta izquierda radical, obligada –por las circunstancias sanitarias y económicas- a una fuga hacia delante, las fuerzas separatistas devienen un aliado al menos táctico, mientras la Monarquía puede resultar un pasivo sobre el cual descargar las mil y un insatisfacciones de los españoles, no obstante los impresionantes esfuerzos de “corrección política” de FELIPE VI. Entretanto, lo que se observa es el acelerado desvanecimiento de cualquier tipo de ethos común, capaz de soportar la alternancia democrática. Hay cada vez más ciudadanos, de uno y otro bando, que no están dispuestos a aceptar mansamente un eventual triunfo del otro. Como en la Argentina. Como en los EEUU. Se repiten, con las diferencias obvias en lo circunstancial, los gestos y la violencia –hasta ahora verbal- entre las fuerzas parlamentarias, actitudes que signaron en el siglo pasado la década del ’30. Esperemos, por el bien de nuestra Madre Patria, que la mecha sea larga.


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