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¿Hacia la deconstrucción nacional?








El hasta hace poco gobernador Cornejo examina la posibilidad de que Mendoza se escinda del resto del país. Las feminazis estampan “¡abortá al macho!” en las paredes de los edificios públicos. La resistencia mapuche ataca propiedades de particulares y ONGs argentinos en el lago Mascardi. Juan Grabois anuncia próximas ocupaciones de tierras apenas remita un poco la pandemia. ¿Tienen algo en común todos estos acontecimientos?



Entendemos que sí. Que existe un proceso incoativo de deconstrucción de la Nación. Y no estamos hablando de conspiración o concertación entre los autores de tan diversos hechos, sino, simplemente, de que, desde distintas procedencias y con distintas metas tácticas, están en curso procesos que convergen en desintegrar esa heredad común que declaró su independencia hace 204 años.


¿Tanto? Creemos que sí. La extravagancia de Cornejo quizás sea la más inocente de las externaciones apuntadas: simplemente una provocación extorsiva en torno al tema de Portezuelo del Viento. Aunque, a futuro, y dependiendo de las peripecias de la empresa común, quizás ese tipo de presiones deban ser tomadas más en serio. Pero los otros tres procesos requieren ser especialmente atendidos ya, en el presente.


Recordemos que Ortega señalaba, citando a Mommsen, que “toda nación es un vasto proceso de incorporación”. Y así también la nuestra. Según las aspiraciones de San Martín y Belgrano debiese haber abarcado media Sudamérica, desde Lima hasta Buenos Aires como polos. Aquel objetivo resultó históricamente inviable, y hacia 1820 todo parecía disgregarse en una guerra de republiquetas y de taifas. Rosas le puso el freno a la descomposición y desde entonces no retrocedimos territorialmente. El Pacto Federal en 1831 y, más ampliamente, el Acuerdo de San Nicolás en 1852, fueron tejiendo las relaciones jurídico-institucionales que estructuraban nuestro espacio, consolidadas luego en la Constitución de 1853. Después vino la reintegración de Buenos Aires y más tarde la federalización de la Capital. Paralelamente se emprendía la colonización del desierto patagónico y del bosque chaqueño. Demográficamente incorporamos, especialmente entre 1860 y 1914, una caudalosa población europea. En 1912 la derecha reformadora aseguró a todo el padrón masculino la libertad del sufragio. A partir del peronismo se extendió ese derecho a las mujeres y se integró a los estratos más pobres a la vida pública. Obsérvese que cada uno de estos pasos comportó un avance en el sentido de la integración, fuere ella espacial, jurídica o económico-social.


Y ello es coherente con la perspectiva orteguiana. Si, según una afortunada frase del papa Francisco, “la Patria es un don y la Nación una tarea”, concurren a esta tarea todos los esfuerzos que apunten a sumar, a integrar, mientras resultan intrínsecamente desnacionalizadores los que estimulen la insolidaridad y la fragmentación. Esfuerzos, éstos últimos, que parecen haber prevalecido -toutes les comptes faites- durante la segunda mitad del siglo XX y en lo que va del presente.


Si bien todo proceso de estas características y dimensiones es necesariamente multicausal, un factor no menor en el desencadenamiento del mismo creemos corresponde a la Universidad, en cuanto órgano cultural natural de la Nación. Su colonización radical-socialista en 1955 y la expansión gramsciana en su seno a partir de 1984 no son ajenas, sin duda, al resultado que hoy observamos: haber producido un tipo de intelectual demasiado a menudo desarraigado e hipercrítico, un tipo humano que mira a la propia historia común como un pasivo y, además, desconoce los valores y realizaciones que la conectan con el suelo nutricio de la civilización en la que nace.


Otro factor de desgarramiento más reciente es la tendencia a denigrar sistemáticamente a los factores de conservación social, como, entre otras, son las instituciones militares, yendo mucho más allá del tiempo en que su intervención en la vida política pudo haberlas sujeto a ser razonablemente criticadas o condenadas. En un país cuya inteligencia se falsea y se reniega de su fuerza es bastante previsible que se abran paso las tendencias centrífugas por sobre las centrípetas.


Es en este marco que deberían observarse las dinámicas ilustradas por algunos de los hechos comentados al inicio de la presente nota: la ideología de género, el indigenismo y el “pobrismo”.


La primera representa el más universal y, al mismo tiempo, más radical de estos procesos de des-integración, en cuanto intenta borrar de la estructura social la diferenciación y la reciproca complementariedad que están inscriptas en la misma realidad biológica de la especie.


El segundo parece ignorar que a los pueblos prehispánicos les fue totalmente ajena la conciencia de lo argentino como unidad de destino y como diferenciación con otros pueblos. Procura volver más de medio milenio atrás renegando de los hombres y mujeres concretas que, a través de generaciones, fueron surgiendo de la fusión, carnal y cultural, entre quienes aquí vivían y los que llegaron de más allá del mar.


El tercero consiste en una visión deliberadamente primitivista de las relaciones sociales actuales, que, por encima de las sofisticaciones marxistas, se remite a una lucha elemental, de suma cero, entre pobres y ricos. Si alcanza a permear al país en el no quedara lugar para la iniciativa y la creatividad que permitieron a los argentinos por dos centurias alcanzar la mayor movilidad ascendente de Hispanoamérica. En lugar de ellas se propone un Estado masivamente asistencialista que, por la misma necesidad de su subsistencia no puede ser sino totalitario.


Las tres tendencias acumuladas son los motores del retroprogresismo, que hace tiempo avanza ante la complicidad o pasividad del régimen político.


El sociólogo italoamericano Paul Piccone –junto a su coequiper Timothy Luke- acuñaron hacia fines de los ’70 el concepto de negatividad artificial, queriendo aludir de esa manera a la situación que se plantea cuando el Poder se dedica a potenciar diferencias menores, que eventualmente encauzará a través del crecimiento de su propio aparato, y de tal manera escamotea los conflictos reales que amenazan su expansión. Si coincidimos en que el conflicto estructural básico de la Argentina es el que opone a la Clase Política con la Clase Productiva, no nos extrañará que el mismo sea sistemáticamente ocultado, mientras las agencias tecnoburocráticas cultivan el feminismo radical y los punteros acaudillan las ocupaciones de tierras, por ejemplo.


Estamos persuadidos de que la democracia republicana federal es el marco en que todo tipo de diversidad social genuina puede expresarse, e históricamente se expresó, en la Argentina. No casualmente constituimos la comunidad nacional más plural de Hispanoamérica, aunque –naturalmente- la realización histórico-concreta de esa pluralidad haya alcanzado cotas diversas según el “espíritu de los tiempos”. Las diferencias religiosas, regionales, socioeconómicas o étnicas no hicieron estallar el sistema argentino. Las diferencias partidarias lo tensionaron, pero cuando éste, finalmente, se asomó a la guerra civil, fue en función de ideologías tóxicas potenciadas por poderes exógenos.


Por eso el desguace de la comunidad nacional solo puede ser conjurado si pasamos previamente por la rehabilitación de una cultura política realista e inclusiva. Pero la cultura es, simultáneamente, pensamiento y ethos; es decir, compromete a una “ reforma intelectual y moral” sin la cual las opciones políticas inmediatas que se adopten no superaran la fugacidad.

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