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Ideología y política exterior








El cardenal Richelieu, primer ministro de Francia en tiempos de Luis XIII, es considerado generalmente como uno de los padres fundamentales del sistema internacional que rige hasta nuestros días. “Richelieu es el padre del sistema moderno de Estados Nacionales”, sintetizó Kissinger en Diplomacia (1994).




Al igual que todos los gobernantes de este mundo, por muy poderoso que fuera, a Richelieu no le fueron dados a escoger los tiempos y las circunstancias en las que que le tocaría actuar. Las décadas tormentosas de la primera mitad del siglo XVII, cuando sangrientas guerras religiosas asolaron a Europa, lo encontraron al frente del gobierno de la que era la nación más poderosa de la Tierra. El Gran Cardenal enfrentó el crucial dilema de tener que elegir entre sus convicciones religiosas y los intereses nacionales de Francia. Fue entonces cuando Richelieu comprendió que era imprescindible aliarse con los protestantes para salvar a su país, que estaba amenazado a quedar reducido a una nación de segunda clase. Y aunque había derrotado a los hugonotes (protestantes franceses) en La Rochelle años antes, ahora los intereses nacionales del país exigían que su conducción de política exterior estuviera basada en criterios de Estado y no en razones religiosas.

Richelieu no dudó en anteponer los intereses nacionales de Francia a sus propias convicciones religiosas. Su sentido de Estado lo posicionó como uno de los mayores estadistas de todos los tiempos. De él escribió Kissinger: “Como príncipe de la Iglesia, Richelieu habría debido ver con agrado el afán de Fernando (su rival, el emperador de los Habsburgo) por restaurar la ortodoxia católica” y destacó que “su condición de cardenal no le impidió ver el intento de los Habsburgo de restablecer la religión católica como amenaza geopolítica para la seguridad de Francia”. Fue su sucesor, Mazarino, quien terminó de ratificar en los tratados de Westfalia el fin de la Guerra de los Treinta años (1618-1648) y la consolidación del orden de estados soberanos en aplicación de lo que pasaría a conocerse como la "raison d´etat" y que hoy se conoce como "intereses nacionales".

Los recientes traspiés del gobierno argentino con varios de nuestros vecinos parecen responder a una política exterior basada en criterios ideológicos y gustos personales. La ideología ocupa en la actualidad el lugar que la religión representaba en el siglo XVII.

Una manifestación elocuente de esa insistencia tuvo lugar el último viernes de junio cuando el el Presidente de la República compartió una conferencia virtual con el ex presidente del Brasil Luiz Inacio Lula da Silva organizada por la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Durante los escasos veinte minutos que duró su alocución, el presidente argentino logró el curioso mérito de enemistarse con los gobiernos de los Estados Unidos, Brasil, Uruguay, Paraguay, Ecuador, Bolivia y Chile.

Sus imprudentes palabras llevaron a destacar a Lula como "un hombre inmenso para América Latina" y lamentó que no sea el presidente de Brasil en este momento porque, en ese caso, "otras serían las relaciones bilaterales". Desde ya, las palabras del jefe de Estado argentino no contribuyeron a mejorar el vínculo con Brasil dado que como es sabido, el actual jefe de Estado Jair Bolsonaro mantiene una relación de adversarios con Lula y su Partido de los Trabajadores. El hecho adquiere gravedad teniendo en cuenta que las relaciones argentino-brasileñas se encuentran prácticamente congeladas desde hace meses, a pesar de los buenos oficios realizados por el designado embajador en Brasil Daniel Scioli y el presidente de la Cámara de Diputados Sergio Massa.

A su vez, Alberto Fernández se dio el lujo de atacar a Washington al afirmar que "los Estados Unidos rompieron la Unasur y crearon Prosur" y sostuvo que los norteamericanos "hicieron todo lo posible para que la CELAC desaparezca". Fernández acusó que "no les alcanzó con eso: ahora fueron por el BID y salió todo el continente a apoyarlos". El mandatario argentino se auto-congratuló recordando que "solo hemos quedado dos países al margen de ese apoyo, México y nosotros".

En tanto, el presidente argentino agravió prácticamente a todos sus pares de la región sudamericana al entregarse a un nostálgico lamento ante su admirado Lula " yo no lo tengo a Néstor, no lo tengo al Pepe Mujica, no lo tengo a Tabaré, no lo tengo a Lugo, no lo tengo a Evo, no la tengo a Michelle (Bachelet), no lo tengo a Lagos, no lo tengo a Correa. No lo tengo a Chávez. A duras penas somos dos que queremos cambiar el mundo. Uno está en México, se llama Andrés Manuel López Obrador y otro soy yo".

¿Acaso a Fernández le agradaría que los presidentes de aquellos países llenaran de elogios a sus opositores? Tal vez añorando un mundo que ya no existe y una región plagada de gobiernos del socialismo del siglo XXI, Fernández parece olvidar que en el mundo actual, la ideología reemplaza el lugar que la religión ocupaba en el siglo XVII. La Historia está plagada de ejemplos de gobernantes que depusieron sus inclinaciones ideológicas en pos de los intereses nacionales.

La curiosa aproximación de Fernández a la política exterior seguramente hubiera impedido a los líderes democráticos Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill a aliarse con el jerarca soviético Joseph Stalin para enfrentar a la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Seguramente siguiendo una política "principista" como la que esbozó el presidente argentino en la conferencia mencionada, el presidente Richard Nixon y su asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger jamás se hubieran acercado a la China comunista de Mao y Chou en-lai con el objeto de contener a la Unión Soviética en 1972. Del mismo modo, de haber actuado como propugna Fernández el presidente Anwar Sadat nunca hubiera firmado los acuerdos de Camp David con Menagem Begin y no se habría alcanzado la paz entre Egipto e Israel en 1978. No hace falta ser Metternich o Talleyrand para advertir que todas esas decisiones hubieran conducido a un deterioro objetivo de los intereses de aquellas naciones.

Desgraciadamente, la actitud del Presidente tendrá un costo que pagará la Argentina en su conjunto dado que inexorablemente un deterioro en las relaciones bilaterales del país con nada menos que la nación más poderosa de la tierra y con prácticamente todos los gobiernos sudamericanos no puede sino implicar costos de oportunidad para el desarrollo nacional.

La geografía sigue siendo el factor inalterable de la política exterior. Un gobernante puede cambiar de ideas, de aliados o de partido, pero no puede modificar la posición territorial del estado que le toca gobernar. Tampoco puede escoger a los gobernantes de los países que lo rodean. Desde la paz de Westfalia, el sistema internacional se estructura en base a un orden global basado en estados soberanos. Una regla elemental del sistema reside en la no injerencia en los asuntos internos de los otros países. A su vez, la política internacional debe conducirse en base a criterios de Estado y no en atención a preferencias ideológicas o gustos personales. Corregir estas equivocaciones de política exterior es un imperativo categórico de la hora.

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