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La derecha ausente






No, no “es el peronismo, estúpido!” la causa última de la decadencia argentina. A pesar del frenesí acusatorio de Fernando Iglesias, causante de verdaderas hemiplejias políticas. Ni lo son las reiteradas dictaduras per se. Antes bien, el peronismo y las dictaduras son efectos secundarios de aquello que juzgamos la auténtica raíz de la declinación: la deserción de la derecha del proceso republicano, producida a partir de 1930.




El golpe militar del 6 de setiembre es, lógicamente, satanizado por los radicales, sus víctimas inmediatas. Los nacionalistas lo registran como la primera “traición” a sus pujos conspirativos inevitablemente secuestrados por los “liberales”. En cuanto a estos últimos, tratan de pasar en puntas de pié sobre el episodio, trasladando la estigmatización –como Bioy- al 4 de junio del ’43.

Estamos persuadidos de que el golpe en sí, y la práctica política de los trece años subsiguientes, más allá de ocasionales aciertos gestionarios, fueron profundamente negativos, no tanto por haber desplazado a un gobierno ya desacreditado ante la opinión, sino por haber marcado la renuncia de las fuerzas de la derecha argentina a competir. Por haber manifestado esa renuncia en la preferencia –expresa o tácita- por el putsch primero y luego por el fraude. Este es el verdadero pecado político que volverá rengo al sistema por décadas y, a nuestro juicio, generará la irracionalidad económica y el extravío internacional en la conducción futura del país.

Y, sin embargo, nada obligaba en 1930 a aquella opción. El respaldo “plebiscitario” de 1928 al presidente Yrigoyen ya se había desvanecido. Las diversas fuerzas opositoras venían cosechando éxitos electorales en las consultas realizadas en distintos distritos, inclusive la Capital, y los comicios legislativos nacionales de marzo habían resultado un fiasco para la UCR. No obstante, una conjunción de circunstancias, en las que el zeitgeist se combinaba con los intereses de logias castrenses, precipitó la intervención militar con menor respaldo al interior de las Fuerzas de todas las que tuvieron éxito durante el siglo.

Y luego el pánico cerval de los hombres de la derecha ante el voto popular –tan diverso del espíritu de Pellegrini, Sáenz Peña e Indalecio Gómez- intentó perpetuar

groseramente al nuevo oficialismo. En ese empeño llegaron a proscribir a una de las figuras emblemáticas del patriciado argentino como Marcelo T. de Alvear. Hasta a él le temían…

Si bien se mira ésta es la raíz inexcusable de la tan negativa peculiaridad argentina: la ausencia de la derecha en el sistema político- constitucional. Mientras en Uruguay campeaban los blancos, los conservadores en Chile y en Colombia, los republicanos en EEUU, los conservadores en Gran Bretaña, los moderados y gaullistas en Francia, y así sucesivamente, combatiendo todos por conquistar al votante, la Argentina carecería de una fuerza política de derecha propiamente dicha y las que ocasionalmente pudiesen acercarse a ese rol se ocuparían cuidadosamente de esquivar el rótulo.

Observemos la elección de la “oferta” electoral en las últimas décadas de la vida argentina. Las fuerzas que convencionalmente se designan como “de derecha” en cualquier país del mundo desaparecen prácticamente del espectro electoral tras su desalojo del poder en 1943. Naturalmente, porque lo exige el más elemental equilibrio social, distintos gobiernos cubrieron algunas de las tareas de las que normalmente es responsable la derecha. Así, en alguna medida, el Peronismo. Así también el Desarrollismo y los regímenes militares. Pero el primero incorporó a esta labor sus propios “errores y horrores”, como diría mi amigo Jorge Castro. En cuanto a Frondizi, Onganía, etc., nunca quisieron o pudieron subsanar el problema de su ilegitimidad de origen, lo cual impidió que resultasen perdurables aun sus políticas más acertadas. En lo que hace al Radicalismo, a partir de su definición programática de Avellaneda (1945), intentó reiteradamente correr a los distintos oficialismos “por izquierda”.

A la fecha, el sistema de partidos de la Argentina se halla en un estado fluido que preanuncia una necesaria recomposición. La misma, para ser sustentable, debería logar que el país superase la renguera ideológico-política que lo aqueja desde hace ochenta años. Y ello ocurriría en momentos en que en el mundo parece haber sonado nuevamente el turno de la derecha.

 

Con el carácter cíclico que ritma a las realidades sublunares, múltiples países de Europa y América, al menos, optan nuevamente por ofertas políticas que la intelligentsia convencional describe como derechistas. Ahora bien: de qué derecha se trata? Es curioso que en la gran mayoría de los casos quienes califican el fenómeno le añadan inmediatamente el calificativo de “populista”, que sirve hoy tanto para un barrido como para un fregado, pero que –en todo caso- tiende a distinguir los procesos contemporáneos de muchos de los que dejaron su sello en las décadas de los’80 y ’90.

En este sentido cabe observar que las derechas “ascendentes” se ligan con la necesidad universalmente experimentada de seguridad y orden. Se trata de derechas, por así decirlo, “hobbesianas”, en que la preocupación por la defensa y preservación del conjunto social adquieren un carácter de imperatividad quizás no tan acusado en algunas de sus inmediatas predecesoras. A través de aquellas renace el concepto clásico del “Protego, ergo obligo”. Es decir, el poder político puede reclamar a la población el cumplimiento de las normas que produce porque la proteje, defiende su supervivencia y su propiedad. El terrorismo global y el crimen trasnacional organizado aparecen, en esa perspectiva, como los obvios enemigos, sin cuya definición ninguna gran política es concebible.

La responsabilidad protectiva atiende también, y muy particularmente, a la recuperación de la “identidad”, es decir a la previsibilidad del entorno socio-cultural.

El punto de intersección entre la preocupación “securitaria” y la preocupación “identitaria” se produce en el tratamiento de las cuestiones migratorias, cuya magnitud ha rebasado notoriamente los cálculos más dramáticos formuladas hace pocas décadas. Es fácil rotular de “xenófobas” o “racistas” algunas posturas. Y seguramente en muchos casos lo serán. Pero ello no nos exime de enfocar ponderadamente la variedad de tensiones que pueden surgir, y surgen, en la trilogía formada por la gente, el tiempo y el territorio.

En el orden de las políticas económicas, las derechas actuales apuestan, como sus antecesoras, por la propiedad y la iniciativa privadas y rechazan al estatismo como sistema. Pero, sin duda, la velocidad de la globalización y sus costos en materia de cohesión social las llevan a no renunciar totalmente a los instrumentos de intervención económica ad hoc, sobre todo cuando se trata de contrarrestar la deslocalización de empresas o defenderse del dumping implícito en las exportaciones procedentes de países que no son genuinamente economías de mercado. En todo caso, el componente político parece haber alcanzado en el contexto de su discurso una significación que antes estaba monopolizada por el económico.

 

El marxismo llevó a la hipérbole la explicación de la historia en función de los conflictos entre las clases sociales. Estos no solamente eran el motor de aquélla, sino que exacerbarlos era la manera más directa de contribuir al progreso humano. Como contraposición, ciertas visiones “idealistas” parecen querer ignorar -y aquí se toca una necesidad de la psicología social no siempre adecuadamente contemplada por los policymakers progresistas y sus operadores terapéuticos- el conflicto mismo y postular un ajuste cuasiautomático de estratos y sectores dentro del organismo social.

Apartados de ambas concepciones, no podemos dejar de señalar las bases sociológicas de la actual emergencia de las derechas tanto en EEUU como en Europa, al menos. Existe un conflicto que no deja de ahondarse entre –por un lado- fracciones dominantes de la clase política y lo que los americanos llaman underclass y –por otro- los estratos que conforman la clase media trabajadora. La underclass (o “infraclase” o estrato marginal) está compuesta en parte importante, aunque ciertamente no exclusiva, por extranjeros o minorías étnicas y por personas sin empleo formal, cuyas vulnerabilidades aprovechan los políticos para construir poder sobre las mismas. La “infraclase” es la clientela natural de la fracción dominante de la clase política. El crecimiento de esta estructura clientelar –que en la Argentina bien conocemos- viene produciendo el hecho de que la democracia realmente existente cada vez tenga menos que ver con los supuestos de la república.

Mientras tanto los estratos medios y mediobajos se ven atenazados entre la clase política y sus clientes, que les demandan un esfuerzo fiscal cada vez más opresivo. De allí que la exigencia de un drástico alivio tributario forme una parte medular de los programas de las derechas ascendentes.

Los rasgos que sumariamente hemos descripto están presentes en países muy diversos y nada indica que sean ocasionales.El conflicto que tal estructura naturalmente genera también.Habrá dirigentes en la Argentina que lo comprendan , sin prejuicios ni ideologías y sean interlocutores válidos con los líderes emergentes en el mundo?

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