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La derecha reformadora







Uno de los estereotipos más trajinados por la cultura política dominante consiste –vista la aparente imposibilidad de prescindir de las etiquetas de “derecha” e “izquierda”- en atribuir a la derecha la identificación con el statu quo. Se supone, implícitamente, que de ese lado están los satisfechos, los que no tienen interés alguno en cambiar; el “partido del orden”, como se decía en la Francia decimonónica oponiéndolo al “partido del movimiento”. Y, sin embargo, un conocimiento mínimamente desprejuiciado de la historia comprueba que el “orden”, en materia política y social, es una construcción incesantemente renovada, por lo que, constitutivamente, no puede eximirse de una dosis interesante de “movimiento”.




Y así es, porque, como bien sabían los Antiguos, todas las realidades de este mundo sublunar tienden, dejadas a sí mismas, a la corrupción. De donde solo una recurrente acción correctiva, sanadora, puede prevenir su desaparición. La historia argentina del siglo XX nos ofrece sustento empírico para este aserto, y sobre él queremos llamar la atención.


Existen, en la pasada centuria, personalidades, grupos, organizaciones y procesos genéricamente encuadrables en el término “derecha” o “”conservadores”, que han intentado y emprendido con mayor o menor éxito algunas de las mutaciones en las instituciones y/o en las prácticas públicas más significativas de ese período. Ciertamente no nos limitamos en el enfoque a quienes pertenecieron al partido de ese nombre, sino a todos los actores sociopolíticos que han buscado cambiar para conservar, renovar para continuar. Figuras y corrientes entrañablemente ligados a la permanencia histórico-cultural de la Nación y, al mismo tiempo, conscientes de que la misma exigía en ciertos momentos reformas profundas de sus estructuras ordenadoras.


Tal vez la primera personalidad expresiva de la actitud a que aludimos sea la de Carlos Pellegrini. Procedente del riñón de aquello a lo que Yrigoyen apostrofaba como el Régimen –había sido Vicepresidente y Presidente en la década del ’90- , todavía en 1897 se encargará de proclamar la candidatura del general Roca a la reelección, a través de una conferencia brindada el 25 de agosto en el Teatro Odeón. Sin embargo, seis años más tarde, su diagnóstico de las prácticas políticas argentinas es demoledor. Comparando los incentivos que los inmigrantes tienen en EEUU y en nuestro país para integrarse en la vida cívica se pregunta: “¿Derechos políticos? Pero qué alicientes puede ofrecerles ni qué esperanza pueden tener de ejercerlos útilmente en un país donde no existe, en la práctica, el sufragio libre, y donde los mismos nativos no votan, porque no se les permite votar o porque su voto no es respetado?” .El año siguiente, en el banquete que le ofrece la Juventud Autonomista, denuncia: “(la) causa fundamental de nuestra actual política es que todo nuestro régimen institucional es una simulación y una falsedad (…) En nuestra República el pueblo no vota. He ahí el mal, todo el mal, porque en los pueblos de régimen representativo, cuando falta el voto popular, la autoridad solo surge o se apoya en la mentira o la fuerza”. Más tarde, el 9 de marzo de 1906, en plena Cámara de Diputados desnuda el verdadero estado de cosas: “El artículo 1ro. de la Constitución dice que la República adopta la forma de gobierno representativa, republicana, federal; y la verdad real y positiva es que nuestro régimen, en el hecho, no es representativo, ni es republicano, ni es federal”. El carácter de Pellegrini permitía anticipar que no se limitaría al diagnóstico sino que, de una manera u otra, lanzaría prontamente un emprendimiento político activo con objetivos regeneracionistas.


Primera digresión: Se llamó regeneracionismo a una escuela de pensamiento político-cultural que nació en la España posterior a la pérdida final del Imperio en 1898. Su mentor intelectual incuestionable fue Joaquín Costa, pero en su encarnación política admitió declinaciones diversas, de izquierda y de derecha. Entre éstas últimas se destacó la enérgica acción de Antonio Maura, miembro del partido liberal primero y luego del conservador, quien fue en cinco oportunidades Presidente del Consejo de Ministros de Alfonso XIII. Lejos de ser un cultor del statu , emprendió reformas políticas tendientes a reducir a “la oligarquía y el caciquismo”. La frustración de su emprendimiento profundizó la decadencia del régimen abriendo las puertas a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. En el ámbito cultural, figuras tan diversas como Ortega, D’Ors, Maeztu y Antonio Machado esvuvieron, en determinados aspectos o épocas de su obra, teñidos de regeneracionismo.


Pero el modernismo en sí no desembocó en una fuerza política orgánica, capaz de expresar la línea conservadora en las nuevas condiciones institucionales. Hubiera debido desempeñar ese rol el naciente Partido Demócrata Progresista. Indalecio Gómez, Lisandro de la Torre, Joaquín V. González y Carlos Ibarguren fueron algunas de las figuras de élite que concurrieron a su formación. Era notorio el deseo de oponer un dique a la eventual deriva radical en las elecciones presidenciales de 1916, con toda la incertidumbre sobre el rumbo gubernativo que tal posibilidad suscitaba. Pero lo más interesante de la iniciativa no radicaba en este aspecto reactivo, sino en el intento - por primera vez articulado en la Argentina- de elaborar un verdadero programa de gobierno, con la explicitación de las políticas públicas con las que estos hombres se comprometían. Para asomarnos a los lineamientos rectores que inspirarían la acción de la fuerza emergente, reproducimos aquí palabras de su vicepresidente, Dr. Carlos Ibarguren: “(El programa) es pacifista en materia internacional, autonomista y democrático en política general, proteccionista en materia económica; mutualista cooperativista y previsor para la asistencia de las masas trabajadoras en política social; innovador en la legislación jurídica. Uno de los conceptos predominantes es el de descentralización de las funciones, el de la autonomía de los órganos políticos del Estado, y otro el de la solidaridad y unión cooperativa en lo referente a la vida social”. En un plano más directamente operativo se propugnaba “a fin de lograr nuestra independencia económica es indispensable crear una marina mercante nacional y, además, anizar un comercio de exportación amparado y fiscalizado por el Estado (…) Organizar la más conveniente defensa y explotación de nuestro petróleo; implantar un sistema bancario de fomento a nuestra producción que difunda del crédito destinado al trabajo y un régimen que controle y regule los cambios y la circulación monetaria”(Vid. La historia que he vivido. EUDEBA, p. 285/7). Más allá de lo opinable de algunas de estas tesis desde nuestra presente perspectiva, puede advertirse la preocupación por abordar algunos de los problemas reales de la sociedad nacional, contrapuesta con una identidad radical que se refugiaba en la abstrusa fraseología de Hipólito Yrigoyen, plagada de resentimientos y utopismos.


No pudo ser. El cerrilismo de algunos jefes territoriales conservadores, por un lado, y, por otro, “el temperamento enardecido”, “la inflexibilidad y la ciega vehemencia” (Ibarguren dixit) de Lisandro de la Torre hicieron que naufragase la estructura que hubiese podido equilibrar, desde un centro-derecha orgánico, el naciente sistema de partidos argentino. Por lo demás, el santafecino era the wrong man in the wrong place: tiempo después se confesaría “anticlerical y antimilitarista, casi un radical-socialista…”.


Habrían de pasar veinte años para que reapareciesen los pujos innovadores dentro de las fuerzas que encarnaban el conservatismo oficial en el país. Entre 1935 y 1936 el equipo encabezado por el ministro de Hacienda Federico Pinedo promovió una serie de políticas financieras, monetarias y bancarias tendientes a responder a las consecuencias últimas de la crisis mundial precedente. Este conjunto de orientaciones está hoy lo suficientemente conocido y debatido como para que resulte procedente reincidir en su análisis en las presentes líneas. Sí, en cambio, nos interesa referirnos a aquello que quiso ser, pocos años más tarde, una anticipación estratégica a un mundo que cambiaba aceleradamente. Nos referimos –claro- al llamado “Plan Pinedo”. Convocado por el presidente Castillo, el ex socialista retorna al Palacio de Hacienda y desde allí propone a todo el arco político un “Plan de Reactivación Económica” tendiente a afrontar el tema crucial de nuestra economía; la llamada “restricción externa”. La propuesta incluía, entre otros rubros, la compra de cosechas por parte del Estado para sostener su precio, el estímulo de la construcción pública y privada, una industrialización exportadora basada fundamentalmente en materias primas locales y la orientación del comercio exterior hacia países distintos de nuestro socio tradicional. El Plan comportaba no sólo las bases de una modificación de la estructura productiva del país, sino también su realineamiento internacional en dirección, claramente, a los EEUU Bochado por los radicales no por motivos económicos sino político-partidarios, Juan Llach lo reconoce como el ""primer documento del Estado en el que se considera la posibilidad de modificar parcialmente la estrategia de desarrollo económico vigente"".

(Vid. El Plan Pinedo de 1940, su significado histórico y los orígenes de la economía política del peronismo, Revista Desarrollo Económico, Vol.23, Nro. 92, p.515).


En todo caso, fue la última manifestación creativa proveniente de la clase política conservadora. Los otros emprendimientos correspondientes a una derecha reformadora provendrían de la Iglesia y del Ejército.


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Segunda digresión: Ni el Ejército ni la Iglesia integran stricto sensu la clase política. Pero en ocasiones se vuelven, como indica Bidart Campos, “ëlites politizables”. La politización referida sólo alcanzó a algunas figuras, no a la mayoría de los miembros de una y otra institución, pero está claro que ambas se constituyeron, en ciertas épocas, en verdaderas matrices de pensamiento político. Y aquí cabe una especial puntualización. Quien esto escribe está convencido de que la Iglesia Católica no es una mera organización humana. Por ende, estima que no puede reducirse –en ningún momento de su historia- a las categorías convencionales de izquierda y derecha. Lejos de ello, la Iglesia constituye –según la frase de Carl Schmitt- una real complexio oppositorum que comprende valores normalmente atribuibles a una u otra posición (Vid. Catolicismo romano y forma política). Sin embargo, lo que sociológicamente podríamos llamar el mundo católico (fundamentalmente los laicos más que los sacerdotes) ha asumido en muchos países, inclusive la Argentina, coloraturas de clase media y fidelidad a un plexo cultural-valorativo que podría asociarse al centro-derecha. De allí su inclusión en este trabajo.


El ascenso, en el plano de la cultura política de intelectuales y profesionales procedentes del ámbito católico, así como de oficiales de Estado Mayor, fue un fenómeno observable desde fines de la década del ’30 hasta comienzos de la siguiente. Y es difícil negar que resultó correlativo de la acelerada deslegitimación que, por esos años, sufrió la clase política establecida.


Comencemos por la intelligentzia católica y sus proyecciones comunitarias. El tiempo que analizamos es testigo de un renacer de lo que se llamó en su momento del catolicismo social (no confundir con la democracia cristiana, aunque existan vecindades y eventuales superposiciones; ésta última se propagó desde la Europa de la II Postguerra y llegó a la Argentina en 1954, convirtiéndose en motivo, ocasión o pretexto del conflicto del Gobierno con el mundo católico, conflicto al cual gran parte de la Jerarquía eclesial intentó vanamente amortiguar). Aquella corriente de pensamiento, en cambio, tuvo por consigna convertir a lo que, desde León XIII, se definía como la cuestión social en objeto de la legislación, promoviendo correctivos jurídicos e institucionales a los efectos secundarios perversos de la industrialización y la correlativa urbanización. El tema no había sido ajeno al conservatismo político, como lo acreditan el proyecto de Código Nacional del Trabajo motorizado por Joaquín V. González durante la segunda presidencia de Roca, la propuesta de las “compañías de trabajo” formulada por Pellegrini en 1905, la gestión municipal de Joaquín de Anchorena en la Ciudad de Buenos Aires, etc. Sin embargo, esta actitud no alcanzó ni la dinámica ni la continuidad requerida para incidir sensiblemente sobre la agenda conservadora ni sobre la estructura de las relaciones socioeconómicas en el país. Esa prioridad la lograría en la derecha reformadora de raíz católica.


Participaron de ésta última intelectuales, como Gustavo Franceschi, organizadores sociales, como Federico Grote y Miguel De Andrea, políticos –pocos- como Joaquín Cafferata y Arturo Bas. El primero dirigió la revista Criterio, De Andrea articuló la Federación de Empleadas Católicas y Grote los Círculos Católicos de Obreros, instituciones de reivindicación del trabajo femenino, en el primer caso, y, en el

segundo, de intensa actividad mutualista y cooperativa. Cafferata y Bas, desde su presencia en nombre de distintos partidos en el Congreso Nacional, generaron leyes socialmente muy significativas, como la de Viviendas Baratas, la Caja Nacional de Jubilaciones Ferroviarias, la de Jubilaciones Bancarias, represión de trusts, etc.


Sin embargo la figura más descollante del catolicismo social fue, a nuestro juicio, la de Alejandro Bunge. Su visión de conjunto, como economista y sociólogo, lo habilitó para convertirse en expresión cabal, en el plano intelectivo pero con propósitos prácticos, de eso que hemos llamado derecha reformadora de la Argentina. Como profesor universitario, funcionario del Ministerio de Hacienda y director de la Revista de Economía Argentina, Bunge fue un hombre capaz no sólo de diagnosticar, sino de estar siempre abierto a la prospectiva. Imaz habla de su “constante vocación anticipatoria”, que transmitió a los equipos que formó y a los hombres sobre los que influyó en los sucesivos ámbitos de su actividad. Es significativo que, teniendo distintas procedencias culturales y experiencias públicas de naturaleza dispar, Bunge coincidiese con Pinedo en la detección de los problemas cruciales que la Argentina debía enfrentar entre el ’20 y el ’40 so pena de sucumbir al estancamiento.


En lo que hace a la matriz productiva del país Bunge señalaba que “había llegado el momento de orientar el esfuerzo nacional, en forma enérgica y clara, hacia el perfeccionamiento de la producción, multiplicando sus cultivos, no en extensión, sino en variedad, explotando las minas aumentando los rendimientos y ampliando y creando la producción de manufacturas” Con respecto a estas últimas, aceptaba la posibilidad de acordar una protección cuando se fundaba en las propias materias primas y estaba relacionada con los avances de eficiencia que se lograran concretar. Esta transformación debía ser acompañada por cambios profundos en el sistema educativo, enderezados a una formación de tipo más realista. Había que “despertar el interés por la realidad y conocerla” (Vid. La economía argentina (colección) y Una nueva Argentina).

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Tercera digresión: Esta cuidadosa atención a la realidad, este empirismo –si se quiere- como punto de partida de la reflexión sobre las terapias sociales a sustentar, emparenta a Bunge con Fréderic Le Play, el célebre sociólogo francés, también católico, del siglo XIX.


Otra de las actitudes anticipatorias del pensamiento bungiano lo constituye su propuesta de avanzar hacia una Unión Aduanera del Sur, formulada ya por 1929, incluyendo a países como Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay. . La idea final era la de

lograr la concreción de una “excepcional diversidad de la producción para un futuro próximo” (Vid. Revista de Economía Argentina, 1929). Por lo demás, esta orientación se complementaba por el interés de Bunge por explorar nuevos acercamientos comerciales concretos con los EEUU. Debe señalarse, a propósito, que se adelantaba al desarrollismo al juzgar que el capital extranjero convenientemente orientado podia ayudarnos al despegue de nuestras fuerzas productivas”., entendiendo que “nuestra autonomía económica depende, en primer término, de la cooperación de los capitales extranjeros…” (Vid. Revista de Economía Argentina, 1928-1930).

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Alejandro Bunge moría en Buenos Aires el 24 de mayo de 1943. Once días más tarde el Ejército se hacía cargo del poder del Estado en todo el país. Como antes señaláramos, la progresiva deslegitimación de la clase política propiamente dicha había vuelto paulatinamente politizables a elites formadas tanto en el mundo católico y en las instituciones armadas. Dentro de éstas últimas en especial en la fuerza terrestre.


Es probable que la historiografía –tanto académica como partisana- haya sobrevalorado la cohesión ideológica del núcleo impulsor tanto de la preparación como de la gestión de la revolución de 1943. Nos referimos –naturalmente- al GOU (Grupo de Oficiales Unidos, Grupo Obra de Unificación o lo que haya querido significar tal sigla). Dentro del mismo figuraban militares radicales, nacionalistas y profesionalistas, en cuanto a la situación interna, amen de neutralistas y aliadófilos en la política exterior.


Además, claro, del no encasillable coronel Perón. En lo que todos acordaban era en la necesidad de prevenir el avance del comunismo y hasta una eventual guerra civil que se suponían probables como resultado del fin próximo del conflicto mundial. Esta motivación raigal basta para ubicar el aludido núcleo castrense dentro de las derechas surgidas al margen de la clase política tradicional. Miradas las cosas conociendo el diario del lunes, es incuestionable que el Grupo sirvió para el proyecto personal de Perón pagando como precio su propia subsistencia (Vid. DIAZ ARAUJO, La conspiración del 43). Pero si es inexcusable referirse al GOU en todo estudio centrado en el conflicto político pre e intrarrevolucionario, cuando se trata de la definición de políticas públicas resulta, quizás, más rendidor echar luz sobre la experiencia de un organismo institucionalmente definido a partir de 1944: el Consejo Nacional de Posguerra.


Puede aseverarse que el CNP será el ámbito de encuentro entre los pujos renovadores enérgicos pero imprecisos de la oficialidad castrense y la solidez profesional de los hombres que habían reconocido por mentor a Bunge. Y la personalidad que hizo operativa esa síntesis fue la de José Francisco Figuerola, el español que, habiendo sido funcionario del régimen primorriverista, se constituiría en Secretario General del organismo y, luego de su disolución, Secretario de Asuntos Técnicos del primer gobierno de Perón. Figuerola pertenecía a las filas de lo que el filósofo Gustavo Bueno ha llamado, con cierta extravagancia, la derecha socialista, cuya presencia en la Dictadura de los ’20 enfatiza. En esa misma orientación incluye a personalidades como Eduardo Aunós, José Calvo Sotelo y el Ramiro de Maeztu de la madurez, entre otros. Todos ellos tendrían en común una asunción de las nuevas circunstancias sociales y económicas como condición para la conservación.


En su primer documento de trabajo, el Consejo se planteaba: “Del conjunto de problemas mundiales de la posguerra, ¿cuáles son los que reclaman con mayor urgencia un ordenamiento económico de esta índole?

Son cuatro: 1. Dar ocupación a la totalidad de la mano de obra disponible. 2. Crear, promover y estabilizar un sistema completo de seguro social. 3. Mantener la libertad de la economía. 4. Delimitar con precisión y prudencia el campo de acción del Estado en el terreno de lo económico-social.”. Para elaborar las bases de ese ordenamiento fueron convocados destacados representantes del sector empresarial, así como del sindical y de las Fuerzas Armadas, Su trabajo desembocaría en el Primer Plan Quinquenal una vez restablecido el gobierno de iure.


Algunos amigos liberales yerran –no por liberales, sino por volverse, en ocasiones, apolíticos o ahistóricos- al responsabilizar a Perón por la adopción de un modelo económico dirigista o planista en la Argentina. En realidad ese era el signo de los tiempos. Lo compartían los regímenes totalitarios, como el de la URSS, los autocráticos, como el fascista, y algunos de carácter electivo, señaladamente el New Deal rooseveltiano de los ’30. En Francia, donde no llegaron en esa década a concreciones históricas efectivas, dominaron, sin embargo, por derecha y por izquierda, el ambiente intelectual del país, preparando de ese modo lo que resultaría el clima de la posguerra. Ya en esta etapa imperarían de manera incuestionable en la mayor parte de los países desarrollados. Por lo demás, difícil resulta negar que gran parte de los instrumentos del Estado intervencionista habían sido forjados en nuestro país durante el gobierno de la Concordancia.


Podemos concluir que el CNP reflejó la convergencia de fuerzas ideológicas y sociales de heterogéneo origen que desembocan en el protoperonismo, y que, pese a sus matices diferenciales, es permisible calificarlas en su conjunto como derechas reformadoras. A partir de 1945/46 las cartas se entremezclan y se inicia una profunda mutación histórica en que algunas de ellas se desvanecen, otras mutan, y todas resultan trascendidas como sujetos políticos por el Nuevo Régimen.

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