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La nueva amenaza autocrática

Por Jorge Ossona


En su libro “Cómo mueren las democracias”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt abordan la progresiva corrosión interna de los sistemas políticos abiertos hasta desembocar en nuevos regímenes autocráticos.





Episodios como el intento de la toma del Capitolio norteamericano, las exequias de Maradona y la “pedrada” al Congreso en diciembre de 2017 testimonian procesos de degradación social e institucional de larga data.

El camino argentino hacia este estado de cosas resulta de conflictos irresueltos heredados del siglo XX. La novedad de la pobreza endémica, el estancamiento económico y la silenciosa corrosión del Estado componen este coctel explosivo. Por su contextura, la sociedad nacional construida desde las últimas décadas del siglo XIX fue diferencialmente democrática en la región; no en términos necesariamente políticos sino socioeconómicos y culturales. Los alimentos demandados por Europa, que potencialmente estábamos en condiciones de abastecer, podíamos producirlos en gran escala en tanto resolviéramos dos escollos: el geopolítico, de la lejanía respecto de los grandes centros mundiales de entonces; y la escasa densidad demográfica procedente de nuestro marginal pasado indígena y colonial.

Consolidado el Estado desde 1880, la demanda de trabajo estuvo siempre por detrás de la oferta pese al arribo masivo de inmigrantes europeos. Salarios altos y posibilidades de una movilidad social ascendente le confirieron forma y volumen a nuestras robustas clases medias emblemáticas respecto del resto de América Latina. Así, hasta que el siglo XX verificó, al comienzo de su cuarta década, que los países industriales empezaron cambiar sus dietas prescindiendo de aquellos productos alimenticios en los que nos habíamos especializado.

Afortunadamente, el desarrollo durante el periodo fundacional sentó las bases para reestructurar nuestra economía reorientando exportaciones y sustituyendo importaciones hacia el sólido mercado interno resultante del medio siglo anterior. Sin embargo, esta dinámica incubaba nuevos escollos: su estrechez cuantitativa, que no admitía un desarrollo industrial de escalas considerables; la escasez relativa de materias primas estratégicas demandadas por las tecnologías de punta de la época; y una media salarial elevada por las citadas razones demográficas y culturales. En suma: o la industria aportaba en el mediano plazo las propias divisas que insumía, o se las disputaba a nuestras-al menos hasta los 60- reducidas exportaciones tradicionales. Asimismo, o ajustaba los salarios a la productividad, o el Estado asumía un rol subsidiario fiscalmente costoso; y a la larga, inflacionario.

El combo fraguó en un conflicto distributivo de graves implicancias económicas, sociales y políticas. Máxime, al compás de la confluencia entre el igualitarismo social originario con la democracia de masas que espasmódicamente se fue abriendo paso desde la primera posguerra.

La irresolución de estas disyuntivas hasta nuestros días no nos resultó gratuita. Desde mediados de los 70, por razones internas e internacionales, la puja se fue inclinando en contra de las actividades subsidiadas por un Estado fiscalmente exhausto y corroído por intereses corporativos parasitarios. El saldo fue una pobreza estructural que actualmente alcanza a casi la mitad de la población.

Sobre este cimiento contradictorio se erigió la democracia en 1983. Sus cataclismos de 1989 y 2001 abrieron curso a una degradación institucional acorde al diagnóstico de Levitsky y Ziblatt o del propio James Madison en el artículo 10 de El Federalista.

Hacia 2003, una facción oportunista aprovecho la atomización de las diversas formaciones políticas fagocitando al peronismo, asaltando lo que quedaba del poder estatal y terminando de destruir todos los organismos de control republicanos.

Por etapas, se fue proyectando como una nueva oligarquía articuladora de un denso nudo de intereses empresariales, políticos, culturales y deportivos, entre muchos otros. Y ha ensamblado –ese es el dato crucial- sus privilegios con diversas modalidades de administración de la nueva pobreza que le confiere una base electoral concentrada y estratégica. Sobre todo, en el otrora epicentro industrial de aquel conflicto distributivo entre los 40 y los 70: el Conurbano bonaerense.

El nuevo autoritarismo abjura abiertamente de los principios republicanos de la Ilustración y aspira a reforzar un régimen autocrático dinástico ya insinuado desde 2007. Pero se topa con tres límites: su impericia de gestión, tributaria de su desprecio por los valores meritocráticos; y el consiguiente estancamiento económico que ya lleva una década.

Por último, un movimiento social fundado en la conciencia de vastos sectores de las castigadas clases medias sobre los riesgos que la nueva aventura supone tanto para las libertades públicas como para su patrimonio disputado como botín por el parasitismo neo oligárquico.

Resulta indispensable la extensión de este republicanismo popular a una porción crucial de los desposeídos desengañados de la administración venal de la pobreza. No es imposible: ocurrió entre 2013 y 2018.

Sin esa integración, de la que necesariamente debe encargarse -más allá de sus variantes- el “centro” político, ambas Argentinas son inviables. Si ese sitio queda vacante, el choque de los dos países alentará a los extremos y puede producir una tragedia sin precedentes en nuestra memoria histórica.

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