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Las Postas

A lo largo del siglo XVIII y XIX los caminos que unían Buenos Aires con las provincias norteñas y el Virreinato del Perú eran recorridos por intrépidos viajeros. Comerciantes de vinos y licores, vendedores de cueros y plumas de avestruz, arrieros de mulas y ganado vacuno. Correos oficiales y privados. Soldados y guerreros de la Independencia. Carreteros que con sus largas caravanas traficaban todo tipo de productos importados, facilitando el comercio y porque no, cierto confort. En algunas pulperías apartadas de la provincia de Buenos Aires podía comprarse ginebra holandesa y ciertos jamones de Westfalia que hacían las delicias de nuestros rudos hombres de campo. Entre los muchos comerciantes del siglo XIX que se animaron a vivir entre nosotros estaban los hermanos Robertson que provenientes de Inglaterra ejercieron esta profesión cuando Buenos Aires se abrió al mundo luego de l810. En sus cartas y escritos han quedado retratadas imágenes imborrables de aquellos caminos fatigosos, transitados con el solo afán de comerciar y ejercer una profesión que vinculaba pueblos y villorrios aislados, con los grandes centros europeos. Su llegada o partida generaba una enorme expectativa. Los caminos y estos aventureros eran vehículos de la novedad.





En uno de sus tantos viajes de Buenos Aires a Corrientes, con otros compañeros de ruta, al parecer la pasaron muy bien.


Al tercer día de andar llegaron a la Posta de Olmos (hoy en la ruta provincial 51 que une Arrecifes con Ramallo).


El dueño, el tal Señor Olmos, era un rico estanciero que daba albergue en su establecimiento de campo. Hombre de carácter afable y trato cordial era al mismo tiempo Jefe de Posta y lo más interesante, padre de dos hermosas criaturas de apenas veinte años que inspiraban las fantasías de los viajantes.


Cuando llegaron, a las once de la mañana, la cosa se puso buena. Pintó la música y ahí no más arrancó el baile. Un minué, dos, tres y ¡dale que va! Toda la familia Olmos y los viajeros no pararon de danzar hasta el almuerzo, a las dos de la tarde.


Tan grato fue el recibimiento que decidieron quedarse todo el día y partir a la mañana siguiente. Almorzaron, durmieron la siesta y un momento especial fue la cena regada por buen vino importado que Robertson guardaba en la volanta incluyendo un inquietante paseo a la luz de la luna que culminó nuevamente en un baile.


¡Que gratas sorpresas deparaban aquellos caminos!

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