Los acuerdos de paz alcanzados por el Estado de Israel con los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Bahrein en el últim mes representan un importante paso adelante en la consolidación del estado hebreo en la siempre compleja región de Medio Oriente. Al mismo tiempo, confirman tendencias de largo plazo en la zona, acaso la más conflictiva del mundo.

Pero comprender estos acontecimientos requiere una interpretación a la luz de la historia reciente. Para hacerlo, es imprescindible recordar que la creación del Estado de Israel, en 1948, surgió de la división del Mandato Británico sobre Palestina, una decisión adoptada por las Naciones Unidas a fines del año anterior y que provocó de inmediato la declaración de guerra por parte de los vecinos del nuevo estado. Israel entonces nació prácticamente en un estado de guerra, rodeado por naciones que no reconocían su existencia. Una serie de conflictos armados siguieron a esos acontecimientos, siendo los más relevantes los iniciados en 1948, 1956, 1967 y 1973. En todas esas guerras, el Estado de Israel logró vencer a sus enemigos y consolidarse en su territorio. Estos desarrollos, desde luego, implicaron enormes esfuerzos humanos, materiales y espirituales para un pueblo que tan solo pocos años antes había atravesado la experiencia traumática irrepetible del Holocausto. Pero a pesar de los logros en el campo militar, Israel seguía sin ser reconocido por sus vecinos.
En 1973, el entonces ministro de Relaciones Exteriores israelí Abba Eban explicó que los líderes árabes parecían no perder jamás una oportunidad para lograr la paz en la región. El legendario Eban -canciller de Israel entre 1966 y 1973- había sido testigo privilegiado de las guerras de los Seis Días y de Yom Kipur.
Pero con el correr de los años, y ante las derrotas sucesivas a manos de las IDF (Fuerzas Armadas de Israel, por sus siglas en inglés), un cambio de actitud se fue forjando en el liderazgo egipcio. En especial, después de la muerte de Gamal Nasser y su reemplazo por Anwar el Sadat, los egipcios advirtieron que el nuevo Estado de Israel gozaba de una suerte de invencibilidad en el plano militar. Y si bien el desempeño militar de Israel en la guerra de Yom Kipur no tuvo la contundencia extraordinaria de la guerra de 1967, en la que en menos de una semana sus fuerzas destruyeron la amenaza combinada de los egipcios, sirios y jordanos, el resultado parecía incontrastable.
Sadat por su parte hizo otro giro fundamental en su política exterior cuando se alejó de la Unión Soviética en aquellos años. Poco después llegó a la conclusión de que Egipto no recuperaría la Península del Sinaí conquistada por Israel en la guerra de 1967 por la vía militar. Lentamente, el liderazgo egipcio fue arribando a la conclusión de que sólo a través de una solución diplomática podría avanzar en sus objetivos. Dicha política daría resultados hacia fines de la década. En noviembre de 1977, sucedió lo impensable: Sadat viajó a Jerusalén y habló ante la Knesset (Parlamento). Un año más tarde se alcanzaron los históricos acuerdos de Camp David entre el Sadat y el primer ministro Menagem Begin con los auspicios del Presidente Jimmy Carter.
Pero la región viviría un acontecimiento de consecuencias decisivas en 1979 cuando una revolución islamista triunfó en Irán provocando la caída de la monarquía pro-occidental del Shah Mohammed Reza Phalevi. Fue entonces cuando Irán dejó de ser el principal aliado de los Estados Unidos (y de Israel) en la región para pasar a ser su mayor enemigo. La instalación del régimen de los Ayatollas produjo una alteración fundamental del mapa geopolítico de Medio Oriente.
En los años que siguieron la diplomacia norteamericana dedicó importantes esfuerzos por lograr avances en acuerdos de paz en Medio Oriente, en especial en la búsqueda de estimular un entendimiento entre israelíes y los llamados gobiernos árabes moderados, una estrategia que fue empujada por las distintas administraciones, con resultados variados. En 1994, después de los acuerdos de Oslo, la Administración Clinton logró impulsar la paz entre Israel y Jordania con la firma del tratado entre el Rey Hussein y el primer ministro Ytzhaak Rabin.
Es en este marco histórico en que deben interpretarse los acuerdos anunciados por el gobierno norteamericano. El 13 de agosto pasado, el Presidente Donald Trump anunció que el Estado de Israel había alcanzado el entendimiento que se conocería como "Acuerdos de Abraham" con Emiratos Arabes Unidos con el fin de firmar un tratado de paz. En tanto, el 11 de septiembre Bahrein siguió sus pasos. Trump celebró otro "importante avance" como resultado del acuerdo alcanzado en una conversación telefónica entre el Rey Hamad bin Isa al Khalifa y el premier Netanyahu tendiente a normalizar los lazos entre sus países. Dos días después el ministro de Asuntos Exteriores israelí Gabi Ashkenazi se comunicó con su par de Bahrein Abdullatif bin Rashid al Zayani para expresar su voluntad de abrir una embajada en Manama. Por su parte, Jared Kushner, yerno y asesor principal del Presidente Trump calificó al acuerdo como un "avance histórico" en el aniversario del 9/11 y que era tal vez lo mejor para evitar otro acontecimiento de esa naturaleza: "crear paz y enfrentar el extremismo y el terrorismo".
Una vez más, el temor a las ambiciones de Teherán hermanaron a Israel y a una nación árabe. Bahrein es un rico pero minúsculo estado que mantiene con Irán una compleja relación dada su vulnerabilidad territorial y al hecho que si bien la mayoría de su población es shiíta, está gobernado por una monarquía sunnita. Ello constituye una realidad que es aprovechada por el régimen iraní que promueve internamente revueltas de activistas shiítas contra el gobierno lo que ha obligado a los saudíes a acudir en ayuda para reponer el orden. Por su parte, el rey de Bahrein nombró como embajadora ante los EEUU a una mujer judía (Houda Nonoo) y se aseguró que la minoría judía en su país tuviera siempre garantizada una representación parlamentaria en su país, considerado un ejemplo relativo de moderación religiosa y de reconocimiento de los derechos de la mujer en la región.
Una sensación de optimismo, tal vez exagerada, se replicó en los días sucesivos. Algunos medios llegaron a hablar de un "efecto dominó" que provocaría nuevos acuerdos de paz con los israelíes. Lo cierto es que el Reino de Arabia Saudita habilitó el sobrevuelo de aeronaves de El Al sobre su espacio aéreo. En tanto, la Administración Trump anunció que trabajaba para permitir que el Reino de Marruecos habilite vuelos directos desde su país a Israel, aunque aún Rabat no mantiene relaciones diplomáticas con Jerusalén. Por su parte, el gobierno de Omán saludó la decisión de Emiratos y de Bahrein de normalizar sus relaciones con Israel y expresó su esperanza en que ello contribuya al diálogo israelí-palestino. Ciertas especulaciones indican que Omán podría seguir los pasos de Emiratos y Bahrein toda vez que ya en 2018 el entonces líder, el Sultán Qaboos recibió al premier Benjamín Netanyahu durante su promocionada visita al país. Hasta ahora, Omán ha procurado una política neutral en una región turbulenta, buscando mantener vínculos tanto con los Estados Unidos como con Irán.
El camino del entendimiento entre Israel y los países árabes, iniciado hace cinco décadas, parece haberse acelerado con los últimos acontecimientos impulsados por la diplomacia de la Administración Trump. Al partir hacia Washington, el domingo por la tarde el primer ministro Netanyahu celebró que "esta es una nueva era de paz".
Pero mientras el gobierno israelí celebra la firma de documentos en Washington, los palestinos -en especial sus líderes- parecen enfurecer. El titular de la Autoridad Nacional Palestina Mahmoud Abbas calificó los acuerdos como "una puñalada por la espalda". La solidaridad árabe con su causa parece más tenue que nunca. En la "Calle Árabe" se observaron nulas o escasas protestas populares. Acaso como si Israel hubiera sido dejado de ser percibido como el monstruo de antaño. Un analista reflexionó que atrás parecen haber quedado los tiempos en que la Liga Árabe era el campo de juego de los palestinos cuando cualquier resolución que proponían era aprobada automáticamente. Al respecto, el viceministro para Diplomacia Pública y Cultural de EAU Omar Saif Ghobash explicó en una entrevista en el Times of Israel que el acuerdo de su país con Israel no debía ser interpretado como uno realizado a expensas de Ramallah y que los palestinos "necesitan ayudarse a sí mismos".
En la misma línea el lunes 14, en una columna titulada "Peace, Shalom, Salaam" el ministro de Asuntos Exteriores de EAU Abdullah bin Zayed Al Nahyan escribió en el Wall Street Journal que "los israelíes, los emiratíes y todos en Medio Oriente estamos cansados del conflicto" y calificó la normalización de los lazos de su país con Israel como un "avance diplomático histórico". Y se refirió a "países no-árabes" que promueven diversas formas de "extremismos" y que viven "nostálgicamente obsesionados con imperios pasados o con un nuevo califato".
En tanto, tal como señala el ex embajador en Israel y Turquía Atilio Molteni, en Medio Oriente se desplegan en forma simultánea al menos tres niveles de conflicto: el que enfrenta a sunnitas y shiítas, el desarrollado por las diferencias entre los propios sunnitas y la rivalidad entre Irán e Israel. Es en ese plano en que conviene remarcar que los acuerdos de Israel con Emiratos y Bahrein en los hechos confirman una tendencia histórica iniciada ya hace algunas décadas. Una realidad derivada del dato fundamental que indica que en Medio Oriente tienen lugar múltiples conflictos simultáneos entre los cuales acaso el más afianzado y profundo es el que existe desde hace trece siglos entre sunnitas y shiítas. Aquel que enfrenta, en las presentes circunstancias históricas, a Irán y sus aliados con Arabia Saudita y los suyos.