Don Gaspar de Santa Coloma era un rico estanciero y un hombre vinculado a la vida social de Buenos Aires. Disponía de una enorme fortuna, tanto, como de una basta extensión de tierras bañadas por el amplio estuario, al sur de la ciudad. Precisamente en la zona de los Quilmes.

Como era habitual en aquellos años contaba entre su plantel de trabajadores con esclavos, en su mayoría negros y mulatos. Dos de ellos, el pardo Juan Clemente y el negro Juan, hombres de su confianza y afecto, le revelaron, sobrecogidos, lo que aquel mediodía del 25 de junio de 1806 habían observado en su habitual merodeo por las costas.
Andariegos y fisgones acostumbraban a bajar al río cada vez que las labores del día agotaban el cuerpo y ese mediodía no fue una excepción ¿Y cual fue la sorpresa?
Allí, frente a ellos una multitud de barcos extranjeros se aprestaban a fondear en las costas de su patrón. No pasó una hora y ya estaban desembarcando, armas, vituallas, cañones, de todo. ¡Son los ingleses! exclamaron casi al unísono. Es que habían escuchado a su amo conversar sobre estos hombres, y sus ansias de apoderarse de estas tierras.
Tranquilos, los ingleses, se tomaron toda la tarde para desembarcar. Por lo visto nada los apuraba. ¡Pucha y no hay nadie que lo pueda impedir! Exclamaban, desesperanzados los dos Juanes.
Temerosos de ser descubiertos y ocultos tras unos caldenes no perdieron detalles de aquel asombroso desembarco. ¡Cuánto tenían para contar! ¿Pero a quién? ¡Naturalmente, al amo!
Corrieron veloces para las casas. Santa Coloma no salía del asombro. Esa misma tarde anotició al Virrey Sobremonte: ¡los ingleses ya pisan nuestra tierra!
La ciudad estaba en alerta puesto que el día anterior habían sido vistos por Ensenada ciudad cercana a la actual La Plata. ¡Pero ahora habían desembarcado!
Ahí mismo el pardo Juan Clemente y el Negro Juan fueron llevados antes las autoridades militares. Debían contar exactamente lo observado.
- ¡Desembarcaron en Quilmes y hay muchos buques fondeados en sus costas! exclamaban a los gritos y nerviosos.
- Han destinado un número importante de botes para el desembarco. Contamos ocho chalupas y por los soldados que carga cada una han desembarcado entre 1600 y 1800 hombres. Aunque hay también algunas mujeres y niños. Tienen una pequeña banda de músicos que no para de tocar alentando a su gente. ¡Enfervorizándolos! Usan una polleritas que le dan un aspecto raro, no parecen soldados. Y su armamento es poderoso arrastran dificultosamente en aquellos bañados ¡ocho cañones!
Rápidamente el Virrey Sobremonte, que por estas horas desconfiaba de los vecinos de Buenos Aires y planificaba marcharse a Córdoba, ordenó que un grupo de hombres, comandados por el Brigadier Arce, un hombre bastante mayor, llegaran a la zona que los esclavos habían identificado.
Desde las barrancas y en altura observaban, la mañana del 26 de junio, el bullicio de la tropa británica desperezarse y ponerse en movimiento luego de haber pasado la noche en la playa. Nuestras tropas no pudieron impedir el ascenso de la barranca. Y eso que había un pantano que obligaba a los ingleses hundirse hasta las vedijas.
No obstante la ventaja de su posición las balas patriotas no mataban. Es que eran calibres pequeños. De escaso poder de fuego. Pero no solo eso. Otro problema había, el calibre de las balas no era coincidente con el de la fusilería. ¡Un desastre! Las fuerzas españolas fueron rápidamente dispersadas.
Al llegar las malas noticias a la ciudad sus habitantes marcharon apresurados a encerrarse en sus casas. La pequeña urbe esperaba silenciosa y espectral la llegada del invasor. El miedo y la incertidumbre caían a plomo sobre Buenos Aires.