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Los negros en Buenos Aires

Cuando la Asamblea del Año XIII decretó la libertad de vientres la esclavitud en el Río de la Plata se aflojó notoriamente. Los negros que aún conservaban su condición de esclavos en muchos casos adquirieron la libertad, o una libertad a medias, esto es, disponían de horas libres que podían dedicar a alguna actividad productiva que engrosara sus haberes.





Desarrollaban todo tipo de trabajo, albañilería, cocheros, peones, talabarteros. Vendían pasteles y tortas ubicándose en esquinas de las cuales se apropiaban como si fueran suyas. Muchos de ellos con faroles se quedaban hasta bien entrada la noche, pues siempre había algún rezagado a quien vender. Otro oficio muy preciado era el de vendedor de aceitunas, que recorría las calles al mediodía y al grito de “aceituna una” llevaba sobre su cabeza una enorme bandeja llena, condimentadas en aceite, vinagre, ají, ajos, limón y cebollas.


Los había también de oficios más sofisticados como sastres, zapateros o barberos y aún maestros de piano que se ganaban el jornal acudiendo a los hogares que solicitaban sus servicios.


La élite porteña o provinciana que gozaba del privilegio de contar con esclavos lo hacía entre otras cosas para acrecentar su status. En algunos casos disponían de un número disparatado, por ejemplo más de diez, no sabiéndose a ciencia cierta cuales eran sus funciones.


Nos cuenta Wilde en su sabroso libro “Buenos Aires desde Setenta años atrás” que los negros eran longevos, solían vivir muchos años, era común escuchar que tal o cual negro superaba los cien años.


De a poco fueron organizándose en barrios en los suburbios, como el del tambor, aunque de todos modos se agrupaban por nacionalidades como Congos, Mozambiques y Mandingas, entre otros.


Buenos Aires se electrizaba los domingos y días de fiesta. Desde los barrios negros la bulla y la algazara alcanzaba el centro de la ciudad cuando el retumbar de tambores advertía que comenzaba la fiesta. Entonces el baile y el alcohol se adueñaban de aquellos lares. Danzaban desde la tarde hasta altas horas de la noche. Metían tanta bulla que las autoridades se veían obligadas a exigir recato.


Muchos años después solía concurrir a estas bacanales la hija de Don Juan Manuel de Rosas, Manuelita, por pedido especial de su padre, que gustaba conservar una excelente relación con esta comunidad. Presidía la fiesta desde una tribuna de honor y luego de inaugurarla y antes de ponerse pesada, la abandonaba.


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