top of page

Monocracia








Para graficar la distribución del Poder en la unidad política no es adecuada la figura de la “pirámide truncada”, propia de la simbología masónica. La pirámide política tiene vértice. Si bien puede observarse cierta recurrencia cíclica entre las formas acentuadamente unipersonales y las más pronunciadamente colegiadas, es un hecho que “en todo gobierno personal hay elementos de minoría influyente, o sea de oligarquía” [1], así como en todo sistema colegial de mando siempre existe un primus inter pares. En el primer caso los oligarcas tenderán a mandar “en nombre del Jefe (rey o dictador)”, mientras que en el segundo éste simbolizará y dará su caución al gobierno efectivo de los “pocos”.




Genéticamente, el vínculo político –es decir, la relación entre mando y obediencia- tiene naturaleza carismática y, por ello, no puede prescindir de la personalización del poder. La idea de “obedecer a las leyes no a los hombres” es una consigna irreal, en todo caso un deseo, fundado en ideologías o en valores, de poner diques a las tendencias naturales de la dinámica política. Por eso la legitimación carismática sobrevive y se insinúa en los intersticios de las fórmulas tradicional y racional-legal, para utilizar la conocida clasificación de WEBER. El mismo fenómeno asoma cuando, no siendo unipersonal el vértice institucional, lo es –de hecho- el vértice político: en los variados casos de diarquías, triunviratos, juntas, etc. que ha conocido la historia, poco a poco el poder real ha tendido a situarse, de manera pacífica o conflictiva, en uno de los miembros a expensas del otro u otros.

En esta misma línea de pensamiento, observa JOUVENEL que “la historia nos induce a pensar que la forma monárquica es la más probable; por lo menos, ha sido, con mucho, la más frecuente en las historias politicas conocidas. Dejando a un lado las sociedades humanas demasiado pequeñas y rústicas para que haya en ellas instituciones de mando, el fenómeno ‘Estado’ ofrece una fuerte correlación con el fenómeno ‘monarquía’; esto es algo que llamaría la atención si se calculara grosso modo el porcentaje de vidas humanas que han transcurrido, desde hace veinte siglos, en los Estados cuya historia conocemos, en régimen monárquico; el porcentaje sería abrumador” [2].

Ahora bien: la sensibilidad politica de nuestro tiempo tiende a identificar el régimen monárquico con el principio hereditario o dinástico y, en un plano más superficial, con los oropeles propios de la vida cortesana. Para disociarnos de las consecuencias de tales malentendidos, hemos preferido –para nombrar el fenómeno que nos ocupa- usar la palabra monocracia.

Y resulta difícil eludir el hecho de que tal tendencia no solo es compatible con cualquiera de las fórmulas de legitimación weberianas – como ya indicásemos- sino también con diversos regímenes gubernativos. Naturalmente, las monarquías tradicionales y las repúblicas presidencialistas o semipresidencialistas aparecen prima facie como las formas más auspiciosas para su expansión. Sin embargo, las monarquías y repúblicas parlamentarias también la han albergado en multitud de casos, como lo demuestran –entre tantos otros- los nombres de Disraeli, Cavour, Churchill, Adenauer, etc. Incluso las repúblicas con Ejecutivo conciliar no han sido ajenas a ella: en el Uruguay de 1952 a 1957, regido por un Consejo Nacional de Gobierno, no valía lo mismo –políticamente hablando- un Luis Batlle Berres (Partido Colorado) o un Luis Alberto de Herrera (Partido Nacional) que sus colegas correligionarios. Quede en claro, en todo caso, que la figura del rey ni remotamente se identifica con la del monócrata. No lo eran los reyes feudales ni la mayor parte de los contemporáneos. Eran monócratas, en cambio, figuras como Stalin, Hitler, Perón, Castro, De Gaulle, Roosevelt y tantos otros surgidos en marcos políticos donde estaba ausente la realeza. Y lo fueron, también, figuras particulares que cohabitaron con ésta, como Mussolini hasta 1943 y Miguel Primo de Rivera en la España de los años veinte.

La recurrencia cíclica del poder personal fuerte, por un lado, y de las oligarquías expansivas que tienden a reducirlo a símbolo, por otro, permanece como una invariante de la infraestructura política. Y, en el marco de estos corsi e ricorsi los primeros años del tercer milenio parecen más bien permeados por la primera de estas tendencias. Los nombres de Trump, Putin, Xi Jinping, Abe, Erdogan, Orban, López Obrador, entre tantos, resultan muestras elocuentes del “espíritu del tiempo”. Debe, sin embargo, tenerse permanentemente en cuenta que el ejercicio del mando supremo es inviable sin una oligarquía eficaz tanto como el hecho de que la superioridad de ésta no puede dejar de contar –en situaciones críticas- con el personalismo en las decisiones.

Lo que se registra como tendencia cíclica es que el distanciamiento de la elite política del resto de la sociedad favorece por compensación una agudización de la monocracia. Como apunta JOUVENEL, “Los políticos notables defienden la República contra el poder personal; pero su crédito para hacerlo depende de su actitud en materia social: si utilizan al mismo tiempo su poder para bloquear las reformas necesarias, está claro que la opinión popular confundirá su resistencia frente al poder personal con la resistencia frente a las reformas e identificará una cosa con otra” [3]. Y el politólogo francés abona su tesis con los ejemplos de Mario, de Catilina y de César. Ejemplos a los que, en la pasada y en la presente centuria, podrían añadirse con toda propiedad los del Perón del ’45 y los de varios de los llamados “populismos’ contemporáneos. [1] Ernesto Palacio, "Teoría del Estado", Kraft, Bs. As. 1972, p.53 [2] El Principado, Ediciones del Centro, Madrid, 1974, p. 144. [3] El Principado, Ediciones del Centro, Madrid, 1974, p. 148.

bottom of page