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Nuevos espacios para la libertad educativa








En esta semana dimos testimonio de gratitud a nuestros maestros y honramos a Sarmiento. Es significativo que un país elija homenajear a un hombre que ocupó su primera magistratura refiriéndose particularmente a su condición de educador. Dice mucho sobre los valores que alguna vez reverenciamos y luego, con desidia, dilapidamos.




Quien esto escribe discrepa, y cree que fundadamente, con muchos de los dichos y los hechos de Sarmiento como hombre público. Y, sin embargo, cree que cuando –alguna vez- elaboremos la historia integrada del país, reconoceremos en cada personalidad eminente aquello que aportó, aquello que incorporó a la empresa común, por encima de las contiendas más o menos graves en las que se involucró. En esa perspectiva, apreciaremos en Sarmiento el hombre cuyo aporte distintivo a esta comunidad de destino que es la Nación, fue la epopeya civil de la alfabetización y la escolarización primaria, que durante mucho tiempo le daría a la Argentina una ventaja de décadas sobre todos los países de la región.


Esa sí que fue una política de Estado queduró generaciones. Y una política pública exitosa, a lo cual no estamos tan acostumbrados.


Ahora bien: a pesar de la admiración que Sarmiento sentía por el “experimento social” norteamericano, el sistema educativo que a la larga se consolidó entre nosotros tuvo más que ver con la influencia francesa que con la estadounidense. Llevó la marca de un Estado centralizado y centralizador, tendiente al monopolio y, en ocasiones, a la imposición de un “pensamiento único”. En el plano de la enseñaza universitaria, por ejemplo, este rasgo recién se quebró en 1958, con la Ley Domingorena del gobierno desarrollista, que, por vez primera, autorizó el funcionamiento de Universidades de gestión privada. Entretanto, en los otros niveles educativos el estatalismo convivía con espacios surgidos de las comunidades religiosas y la iniciativa particular más tolerados que francamente aceptados.


Tal estado de cosas no podía dejar de experimentar el cimbronazo que le plantearon las corrientes que hicieron eclosión en el mundo durante las décadas del ’80 y el ’90. En la primera de ellas se registró en los países más desarrollados y en algunos de desarrollo intermedio un poderoso movimiento de rebeldía contra las formas de Estado absorbentes y burocratizantes que se habían consolidado a partir de la II Guerra Mundial. El peso fiscal de tales estructuras sobre los contribuyentes, la restricción a la productividad general de la economía que implicaban y el progresivo recorte de las libertades civiles que suponían desencadenó una protesta imposible de no registrar tanto en los EEUU como en Europa. Muchos la denominaron “revolución conservadora”, pero, más allá de todo encuadre ideológico, se trató fundamentalmente de una rebelión de la sociedad contra las clases políticas y tecnocráticas que habían venido desnaturalizando su representación. Tal rebelión no fue causada por la revolución informacional de la década precedente, pero, sin duda, se potenció con los instrumentos nacidos de ella. Como observara ese agudo intelectual latinoamericano que fue Alberto Methol Ferré, la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, que cierra simbólicamente la década y –según algunos- el siglo, no tuvo como única víctima el sistema soviético de la URSS y los países de la Europa centro-oriental, sino que dejó malherida a la misma socialdemocracia y al progresismo del mundo occidental. Lo que había caído a pedazos no era solamente un muro, sino el falso dogma de la”felicidad por medio del Estado” que había venido permeando las conciencias de los hombres como retoño remoto del Iluminismo.


Este sacudón llegó a la Argentina, en la cual empalmó con antiguas pulsiones federales propias de nuestra genuina tradición educativa. Y tuvo una primera expresión masiva en las conclusiones del Congreso Pedagógico Nacional de 1986, las cuales resultaron absolutamente decepcionantes para el Gobierno que había convocado dicho Congreso, así como para el sector de intelectuales de sesgo socialdemócrata o “retroprogresista” que le era especialmente afecto. Esas conclusiones, por contraste, sirvieron para fundamentar algunas de las orientaciones básicas de la Ley Federal de Educación que sería sancionada en la década siguiente. A su vez dicha norma sería recortada en sus implicancias descentralizadoras y liberalizadoras por la nueva ley inspirada por el ministro Filmus y dictada durante la etapa kirchnerista.


Es hora de recuperar la plenitud de las virtualidades de la libertad de enseñanza garantizada por nuestra Constitución. Tal libertad tiene múltiples formas operativas para concretarse. Todas valen y todas pueden ser implementadas. Una es la de las escuelas autogestionadas o comunitarias, de las cuales ya se hicieron fecundas experiencias en la provincia de San Luís y en la Dirección Nacional de Educación del Adulto. Otra es la de los vouchers educativos, que tiende a subsidiar a la demanda para que las familias puedan efectivamente elegir el tipo de escuelas que quieren para sus hijos. En algunos países europeos se opera directamente una distribución del presupuesto público educativo proporcionalmente al número de alumnos de cada escuela. Se trata de diversos tipos de instrumentos, algunos alternativos, otros complementarios, pero tendientes todos a asegurar las posibilidades de opción, la competencia y la emulación educativas.


Todos queremos vivir en una democracia republicana y usufructuar de las libertades civiles, políticas y económicas que nuestra Constitucion no crea, sino que reconoce y protege. Pero un ejercicio razonable, ordenado y fecundo de tales libertades supone sujetos intelectual y moralmente preparados para ello. Por eso la libertad educativa –junto a la libertad religiosa- es una condición insoslayable para que cada unidad educativa, conforme a su ideario institucional y a docentes comprometidos con el mismo, pueda llegar a ser matriz de tales hombres y mujeres.-

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