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Otra vez Francia: del terrorismo a la identidad








En La carrera hacia ninguna parte, el último libro que Giovanni Sartori publicó previo a su fallecimiento, el politólogo italiano se preguntó si estamos en guerra con el islam. En rigor, se interrogó: “¿La que se está librando entre Occidente y el terrorismo islámico es una guerra?”, a lo que luego, sin demasiado serpenteo, respondió: “En mi opinión, sí. Quien cree que no, usa para definir la guerra criterios pasados y del pasado”.





En efecto, el hecho de que en poco más de un mes, Francia haya sufrido tres atentados yihadistas, parece darle la razón. Al ataque de fines de septiembre, en la antigua sede del semanario Charlie Hebdo, que dejó a dos periodistas con heridas de gravedad; debemos sumar la decapitación del profesor de historia, Samuel Paty, en manos de un joven refugiado checheno; y la más reciente embestida con cuchillo, en la catedral de Niza, que trajo como consecuencia la muerte de tres personas (una de ellas también decapitada), y varios heridos.


Admitámoslo, entonces, estamos en guerra. Es una guerra asimétrica, tal vez, sin ejércitos o enemigos claramente identificados, pero una guerra al fin. Como sabemos, el yihadista no es yihadista hasta tanto no consuma el atentado terrorista. Antes, probablemente, sea un vecino más, con ideas radicales (que podemos o no conocer), pero ante las cuales resulta muy difícil actuar. Tener ideas en Occidente, hasta el momento, no es ningún crimen. Luego, para cuando éstas son llevadas a la práctica, ya es demasiado tarde.


Así las cosas, sin embargo, dar una respuesta al creciente problema del fundamentalismo islámico, requiere de un abordaje más amplio. Cada atentado terrorista, en rigor de verdad, no es otra cosa que la expresión más brutal de conflictos previos, existentes en la sociedad europea y Occidental. Reducir estas expresiones de violencia islamista, como se intentó recurrentemente, a meros “hechos aislados”, implica ignorar la conexión que subyace a cada uno de ellos: son el resultado de un choque cultural, o, en palabras de Samuel Huntington, de un verdadero Choque de civilizaciones entre el Occidente cristiano y el mundo musulmán.


De este modo, la referida “guerra” es primero cultural, y más tarde operativo-militar. Así lo comprobó Francia estas últimas semanas. Ocurre que, previo a que Paty fuera decapitado a la salida del colegio en el que impartía clases, miembros de la comunidad musulmana, entre los cuales había padres de algunos de sus alumnos, realizaron amenazas contra el profesor y el colegio, luego de que aquel, en una clase dedicada a la libertad de expresión, mostrara las caricaturas de Mahoma publicadas por Charlie Hebdo cinco años atrás. Las presiones ejercidas contra el colegio para que se echara al maestro no prosperaron, pero sin duda fueron un intento de censura.


Frente a lo acontecido, la reacción de Emmanuel Macron, esta vez, fue la adecuada. Homenajeó a Samuel Paty, condenó el ataque terrorista islamista, y anunció que Francia no renunciaría a las caricaturas. Pero, de nuevo, la réplica no tardó en llegar. Cientos de musulmanes se manifestaron en las calles francesas en oposición a las declaraciones de Macron. En países como Bangladesh, Pakistán, Arabia Saudita, Irak, Libia y Kuwait, por mencionar algunos ejemplos, las manifestaciones fueron de a miles, e incluyeron llamamientos a boicots de productos y compañías francesas. Incluso el presidente de Turquía, Recept Tayipp Erdogan, se sumó a dicho pedido.


Lo descripto, es parte de la respuesta que dio el mundo islámico a un Macron que no hizo más que defender la libertad de expresión como uno de los pilares de La Républlique. Sucede que poner en duda la libre expresión, la capacidad de ofender, o incluso la posibilidad de blasfemar, ya sea en un aula o en una revista semanal, equivale a poner en duda la identidad de la nación, al menos en lo que refiere a la Francia moderna, la postrevolucionaria.


Esto es, posiblemente, lo que comprendieron los miles de franceses que dos días luego del asesinato del profesor, se movilizaron en distintos puntos del país. Las prédicas de “je suis prof” (soy maestro) o “je suis Samuel” (soy Samuel), demostraron un profundo sentido de identificación para con su compatriota asesinado, toda vez que lo ocurrido a Paty como ciudadano “común y corriente” que era, podría haberle sucedido (o suceder en el futuro) a cualquiera francés. Bien recuerda el intelectual galo, Alain Finkielkraut, al respecto, que “la libertad de pensamiento y la libertad de información no son la regla, sino una frágil y preciosa excepción en la historia de las comunidades humanas y en el mundo según va”.


No es casualidad, en este aspecto, que el escenario del último ataque haya sido una catedral. Pues a pesar de ser laica, la identidad francesa es sin duda de herencia cristiana. Siendo esto así, tal vez sea tiempo de que la sociedad gala, así como sus pares occidentales, comiencen a exigir a las autoridades un debate más serio (por más incómodo que pueda resultar para determinadas élites) en torno a asuntos como la propia identificación o la inmigración masiva, hoy atribuidos de manera exclusiva a la derecha.


La capacidad de influencia de una civilización (la islámica), cuyos individuos están seguros de quiénes son y de qué es lo que quieren, puede ser suficientemente poderosa para cambiar indeseada e irreversiblemente a otra (Occidente), que ha insertado la duda radical en lo más profundo de sus entrañas. A decir de Finkielkraut, una vez más: “A los expertos que creen acceder por medio de las cifras al meollo de lo real y que afirman -calculadora en mano- que el flujo de inmigrantes compensa providencialmente el descenso de la natalidad en el Viejo Continente la experiencia les responde que los individuos no son intercambiables. Por muy idénticamente sometidos que estén a la lógica del interés, no están hechos con el mismo molde, no tienen la misma manera de vivir el mundo ni de comprenderlo”.

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