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Plaza de Mayo (Segunda Parte)


Cuando los viajeros llegaban a Buenos Aires y desembarcaban al sur del fuerte. Descubrían la ciudad. Lo primero que apreciaban era la Alameda, (Leandro Alem) un bello lugar de paseo mejorado y embellecido, con una línea de ombúes y pequeños bancos por el virrey Vertiz. Cuando este funcionario decidió hacer de Buenos Aires una ciudad moderna.





En tiempo de las invasiones el Regimiento 71 atraía con la música de sus gaitas a la flor y nata de la sociedad porteña que concurría a esta zona a presenciar el espectáculo. Allí, en el verano, sobre el verde se sentaban las familias a tomar el fresco y a bañarse en las aguas del río. ¡Claro las mujeres por un lado y los hombres por otro!


Algunos metros más allá las negras esclavas concurrían a lavar las ropas en entre las toscas y murmurar secretos de sus amos.


Desde la Alameda se ingresaba a la Plaza del Mercado atravesando de costado, con precaución y resguardo el tenebroso Hueco de las Ánimas. Un enorme baldío en la actual manzana del Banco Nación donde se refugiaban vagabundos y forajidos que atemorizaban a los paseantes. La imaginación pueblerina le atribuía a ese hueco ser el refugio de almas en pena. Con el tiempo esta zona fue transformándose en marginal y peligrosa por la cercanía con el puerto y las constantes reyertas, tan comunes, en esos ambientes.


El Fuerte era lo fundamental de esta plaza, estaba rodeado de un foso casi siempre seco y lleno de inmundicias. Pululaban en él, como alimañas, mendigos, vagos y soldados haciendo sebo. El aspecto era desolador. Un puente levadizo permitía el acceso al fuerte. En ese puente Liniers intimó al General Beresford a la rendición mientras el pueblo desbocado se arremolinaba furioso y trepaba amenazante por los muros.


En el extremo sur donde actualmente se encuentra el Banco Hipotecario se hallaba el mercado. ¡Esa zona sí que era brava! Fundamentalmente porque se vendía de todo verduras, frutas, mulitas, vizcachas, gallinas, pavos, carne de vaca, sábalos, dorados, surubíes, dulces, mazamorra, espejitos, collares. Todo mezclado y arremolinado.


De día era un tumulto y un bullicio insoportable. El ir y venir de los negros, los comerciantes con sus gritos y sus ofertas, los últimos estertores de las aves, la masa sanguinolenta del desguace de las vacas y los calores del verano hacían nauseabunda la atmósfera.


¡Sopor y mosquerío! Esa esquina se asemejaba a una vieja aldea medioeval.


Sin embargo los Escalada, ¡familia tradicional si las había! tenían allí su casa de altos con habitaciones de alquiler que dejaba una buena renta, por aquellos años de escasez de viviendas.

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