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Plaza de Mayo (Tercera Parte)


En 1803 se construyó la Recova vieja que dividió a la Plaza en dos. Un arco de medio punto permitía el pasaje de una a la otra.





En la Plaza de la Victoria se encontraba la Catedral y el Cabildo. Era el espacio público por excelencia, allí se realizaban los actos políticos y religiosos y concurría el pueblo “a saber de que se trata” En la Recova, propiamente bajo sus arcos, existían todo tipo de tiendas de ocasión: venta de ropa ordinaria, baratijas, aguardiente, frutas secas, aceitunas, pastelitos, dulces.


¿Quienes concurrían a comprar y pasearse por la abigarrada galería de boliches?: marineros y gente de condición humilde, la negrada zumbona, quinteros de los suburbios con sus ponchos y botas de potro y hasta indígenas que se acercaban a ofrecer crines y plumas de avestruz. A su manera la Recova era un paseo republicano.

En la hora del almuerzo entre las dos y tres de la tarde el tufo y los olores tornaban irrespirable el ambiente. Los bandoleros como así se llamaban a los comerciantes recovecos se hacían traer las viandas en latas desde distintas fondas de la ciudad, una especie de delivery colonial, que hacía de la recova, especialmente los días de calor húmedo, una variante de sauna pestilente de efluvios malsanos.


Los días de lluvia, los vendedores de aves, mulitas y carne vacuna se refugiaban en sus arcos y entonces todo era muy desagradable. Buhoneros y mercachifles se atropellaban entre vahos desdorosos y barro macilento. Era una ciudad sucia, demasiado sucia para los gustos modernos. Otro divertimento ocurría con las precipitaciones. Los carreros, hombrones brutales y toscos solían divertirse mortificando a los habitantes de la ciudad. Con sus carretones de enormes ruedas salpicaban con lodo los frentes blancos de las casas o ensuciaban a los solitarios transeúntes que se animaban a las tormentas. Por el solo hecho de embromar. Pero volvamos a la Plaza. En el extremo sur del Cabildo se hallaba la cárcel.


¡Si había un lugar intransitable de la ciudad era esa esquina!


Insultos, gritos destemplados, escupitajos, ruegos y quejidos salían de sus calabozos con ventana a la calle. No era recomendable pasar por allí. Como uno de los grandes problemas de la ciudad eran las jaurías de perros cimarrones, tan agresivos como hambrientos, muy de madrugada y con grillos y cadenas en sus pies salían los presos, bien custodiados, con garrotes a matar perros.


¿Podía haber algo más desagradable que aquel espectáculo? Sí las carajeadas de los presos y el aullido final de la perrada que aprisionada contra las paredes se le escapaba la vida

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