El hombre estaba cansado, tenía 76 años y toda su vida la había entregado a la política. Alto, robusto, de estampa aindiada y criolla llevaba sobre su cuerpo el pasaje de los años. Si bien, jamás había hablado en público ni convocado a ninguna concentración, su rostro era conocido en los ranchos más pobres y apartados de la patria. Lo seguían multitudes a las que supo magnetizar con su encanto y responder cabalmente dentro de los límites que le tocó actuar. Misterioso, enigmático, de trato directo y bonachón entraba por segunda vez a la casa de gobierno y lo hacía con el apoyo y la esperanza del 62% de los argentinos.

Así ganó aquellas elecciones de 1928 que lo llevaron a la presidencia de la Nación. Hipólito Yrigoyen, la esfinge como lo llamaban, no esperaba tanto de su pueblo. Una multitud se agolpó sobre la Plaza para verlo, quizás tocarlo y trasmitirle la energía necesaria. ¡Le hacía mucha falta!
Pero el país no era el mismo. El anciano ya no tenía los reflejos de otrora y un mundillo de traidores lo rodeaban esperando usufructuar la herencia.
Pronto, en menos de un año todo se fue al diablo. La oposición creció en virulencia, el partido yrigoyenista se dividió en cientos de fracciones, la crisis mundial golpeaba a la puerta y el anarquismo, fuera de sí, era esclavo de su enloquecida violencia. En ese clima enrarecido ocurrió un hecho desgraciado que aumentó la atmósfera de desasosiego.
El 24 de diciembre de 1929, a las doce del mediodía, el doctor Yrigoyen, como lo hacía habitualmente, salió de su casa de la calle Brasil. La custodia, reforzada, vigilaba atentamente. Es que las cosas no andaban bien para el gobierno. El anciano mandatario era el centro de las ofensas de todo el periodismo vernáculo. Lo mortificaban con palabras como cacique, negrito, retardado, manumitido que aumentaban la presión y la violencia.
Al hacer apenas una cuadra, apareció de súbito y a la carrera, desde un zaguán donde había estado agazapado, un individuo que sin mediar palabra descerrajó cinco disparos sobre el presidente. Nada pasó, las descargas dieron en la puerta del automóvil, pero el desconcierto fue atroz, policías y custodios se fueron sobre el atacante, acribillándolo a balazos a pocos metros de un Yrigoyen que no salía de su asombro y conmoción. La Argentina ingresaría a poco en una grave crisis institucional.