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Un nuevo Medio Oriente y el legado de Anwar Sadat

Por Mariano Caucino


El ex presidente de Egipto fue asesinado en un atentado en octubre de 1981.


En un brutal atentado perpetrado por extremistas, el Presidente de Egipto Anwar Sadat fue asesinado durante un desfile militar, el 6 de octubre de 1981, hace cuatro décadas.

¿Quién fue Sadat? Nacido en el seno de un hogar modesto en 1918, su juventud se desarrolló durante la lucha contra el colonialismo británico. Diplomado en la academia militar, fue en ese ámbito donde conocería al hombre que se transformaría en el eje del proceso político del Egipto moderno: Gamal Abdel Nasser.


A partir de la Revolución nacionalista de 1952, que puso fin a la monarquía del corrupto rey Farouk, un sumiso Sadat ocuparía posiciones políticas de creciente importancia debajo de Nasser y su lugarteniente, Abdel Hakim Amer. En los años que siguieron fue designado secretario del Congreso Islámico, ministro, presidente de la Asamblea Nacional y Vicepresidente.


Sadat parecía un hombre intrascendente. Apenas despertaba críticas por su inclinación a los lujos. Un vicio en el que era auxiliado por su segunda esposa, Jihan. Memoriosos recordaron por años la propensión de la dama por la ostentación. Una debilidad que llevaría a Sadat a aprovechar un viaje de Nasser a Moscú para confiscar una suntuosa mansión para su uso personal. Costumbres que lo separaban del líder. En definitiva, Nasser había sido un dictador, pero no era corrupto.


Humillado por Israel en la Guerra de los Seis Días tres años antes, Nasser murió el 28 de septiembre de 1970. Y Sadat fue catapultado a la Presidencia.


Pero el hombre que parecía condenado a ser tan sólo una sombra de aquel gigante político que fue Nasser tenía reservado un sitio en la Historia. Sadat había pasado a presidir la nación considerada el centro artístico, cultural e ideológico del mundo árabe. A caballo entre Asia y Europa, a las puertas de las interminables reservas energéticas del Golfo Pérsico.


Sadat aboliría la política socialista de su antecesor, quien en 1956 se había transformado en un héroe del Tercer Mundo al nacionalizar el Canal de Suez. Al tiempo que imprimiría drásticos giros en su política exterior. Abandonando su alianza con la Unión Soviética, se abrazó a los Estados Unidos.


Volcado hacia las tendencias que más tarde serían catalogadas como “neoliberales”, en 1974 lanzó una serie de reformas sintetizadas en el concepto de “Al-Infitah” (apertura). Estas consistían en abrir la economía al comercio exterior, búsqueda de inversiones y aplicación de las reglas de la economía de mercado. Para entonces, los países productores de petróleo se inundaron de petrodólares atrayendo a cientos de miles de egipcios que a la vez que enviaban remesas a casa. El país viviría una fiebre de consumo alimentada por una ola de importaciones. Una combinación de crecimiento, inflación ascendente, endeudamiento externo y una atmósfera de corrupción que no se había vivido bajo el austero Nasser impregnaban el país. En definitiva, Egipto vivía un boom económico de bases endebles. En palabras del profesor de la American University of Cairo Galal Amin, autor de “Whatever Happened to the Egyptians” (2004), una sensación de prosperidad equivalente a la de un palacio construido sobre la arena.


Pero mientras Egipto recibía los frutos de los abundantes petrodólares, en forma de créditos a bajas tasas y remesas del exterior, un movimiento subterráneo, acaso imperceptible, encarnaba una elevación de la religiosidad. Una expansión del wahhabismo -exportado por los saudíes- acompañaba el proceso de supuesta modernización del país. Aflorando las dos fuerzas, antagónicas entre sí, que rivalizaron por la hegemonía del Egipto moderno. El Ejército y la Hermandad Musulmana.


Sin embargo, el legado más relevante de Sadat estaría relacionado con su audaz política exterior. Más precisamente con el curso de acción adoptado en relación a Israel. En la medida más audaz de su gobierno, en noviembre de 1977 hizo lo impensable. Viajó a Jerusalén.


Su llegada al aeropuerto Ben Gurión, apenas terminado el Shabbat, el sábado 19 de noviembre de aquel año adquirió un carácter revolucionario. Ofreciendo una genuina reconciliación, al día siguiente dirigió un mensaje a la Knesset (parlamento).


Acaso comprendiendo que hay un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz, había arribado a la conclusión que Egipto no recuperaría el Sinaí por la vía militar. Una mezcla de humillación y admiración ante la capacidad armamentística israelí dominaba a los egipcios como consecuencia de las sucesivas derrotas bélicas. En 1973 Egipto había lanzado una ofensiva iniciando el conflicto que en Israel es conocido como Guerra de Yom Kipur y en Egipto como Guerra de Octubre. Entonces, los árabes sorprendieron a los israelíes y demostraron una destreza muy superior a la de 1967. Pero en última instancia, en medio de una escalada que comprometía las mismas bases de entendimiento de la Guerra Fría, los israelíes lograron revertir el curso de la contienda.


En tanto, en 1977, por primera vez un derechista había llegado al poder en Israel. Decidido a negociar con Egipto, el líder del Likud Menachem Begin habilitó dos vías diplomáticas. La primera sería explorada ante el rumano Nicolae Ceaucescu. La segunda fue canalizada a través del legendario Moshe Dayan frente al rey Hassan de Marruecos.


En rigor, Sadat había activado sus planes con anterioridad. De hecho, el egipcio había tendido puentes con el laborista Shimon Peres -quien era visto como candidato favorito frente a Begin- a través de Henry Kissinger. Los esfuerzos de la diplomacia norteamericana rendirían sus frutos. Y en la cumbre de Camp David, en septiembre de 1978, el Presidente Jimmy Carter pudo ver consagrado el mayor logro político de su turbulenta presidencia. Acreedor del Premio Nobel de la Paz en conjunto con Begin, Sadat cosechó halagos en Occidente y recelos en Medio Oriente. Al punto que desistió de viajar a Oslo para recibir el galardón en medio de fuertes presiones palestinas.


Sadat pagó con su vida su política israelí. Su antiguo amigo y colaborador (y luego crítico) Mohammed Heikal escribió: “por primera vez en su historia, el pueblo de Egipto había matado a su faraón”. Considerado el periodista más influyente del mundo árabe, Heikal explicó en su obra “Otoño de Furia” (1982) que los ejecutores de Sadat habían actuado como las que derrocaron al Shah de Irán Mohammed Reza Pahlevi en 1979. Y que al ir a Jerusalén, “Sadat había conseguido un electorado mundial, pero había perdido su circunscripción natural en su calidad de Presidente de Egipto: el mundo árabe”.


Begin y los ex presidentes norteamericanos Richard Nixon, Gerald Ford y Jimmy Carter viajaron de inmediato para asistir al funeral. Pero la solitaria presencia del Jefe de Estado sudanés Jafaar Nimeiri puso en evidencia la ausencia de los líderes árabes. Al extremo que solamente tres de los veinticuatro miembros de la Liga Arabe enviaron representantes. Acaso los pocos que no veían en Sadat a un traidor. Sus detractores, la “calle árabe” y no pocos intelectuales no le perdonarían su responsabilidad en el menoscabo del que entendían era el mayor activo del país. La pérdida de influencia (“soft power”) de Egipto en el mundo árabe.


Una lápida de mármol negro rezaba: “Aquí yace el presidente Anwar el Sadat, héroe de la guerra y de la paz, que vivió en la paz y murió por los principios del 8 del Zuelhaja de 1401, aniversario de la victoria” (6 de octubre de 1981).


El asesinato de Sadat convirtió al hasta entonces vicepresidente Hosni Mubarak en el nuevo hombre fuerte del país. Lo sería durante las siguientes tres décadas, durante las cuales continuó, en lo esencial, la política exterior pro-occidental y de paz con Israel de Sadat. Hasta ser derrocado en el marco de los acontecimientos que pasarían a la Historia con el propagandístico pero equivocado nombre de la “Primavera árabe”. Pero esa es otra historia.

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