Que en los EEUU coexisten dos sistemas de valores, dos complejos de creencias, dos sensibilidades nítidamente diferenciadas, es un hecho patente para cualquier observador más o menos avisado de esa sociedad. Por una parte, una fuerte base asentada en el Medio Oeste, el Sur y el Oeste no costero, que refleja esencialmente las tendencias de naturaleza identitaria, moral y socialmente conservadoras, llevadas a veces hasta la exageración por los rasgos propios de una cultura raigalmente puritana, carente –hasta hace relativamente poco tiempo- de los contrapesos y matices propios del catolicismo. Del otro lado una civilización marítima, acusadamente cosmopolita, donde es cool el relativismo, a veces rayano en el nihilismo. El país de Woody Allen frente al país de John Wayne, como alguien intentara graficar. Que tales componentes estuviesen bastante mezclados en cada uno de los partidos históricos hasta hace pocas décadas permitió que las tendencias sociales centrípetas prevaleciesen sobre las centrífugas. En la política externa, por ejemplo, primó la homogeneización. Ni la actitud ante la II Guerra Mundial, una vez decidida, ni el comportamiento ante la URSS, ni las políticas respecto del patio trasero registraron diferencias sensibles entre las Administraciones azules y las rojas. En cuanto a la política interna el consenso post-NewDeal perduró al menos hasta el fin de los ’70, marginando irremisiblemente a los republicanos más ortodoxos y rupturistas, como lo demostrasen conclusivamente los resultados obtenidos por Barry Goldwater en 1964.

Lo que comienza a alterar las condiciones de funcionamiento del sistema es el frenazo al sueño americano que empiezan a experimentar gran parte de las clases medias trabajadoras en los últimos treinta o cuarenta años aproximadamente. La movilidad ascendente se ralentiza hasta luego detenerse. Los hijos dejan de vivir mejor que sus padres, como había sido la ley implícita en el desarrollo social norteamericano desde los inicios. Ello es correlativo de lo que Christopher Lasch describió como The revolt of the elites en su obra así denominada, así como en The true and only heaven. Y que Joel Kotkin actualiza con implacable rigor socioeconómico en los más recientes The new class conflict y The new feudalism.
Lo que éstos, y otros autores en su huella, detectan, es la acentuada oligarquización del sistema social emergente a partir de la revolución informacional y la tendencia paralela a la constitución de una underclass carente de propiedad y dependiente del asistencialismo. Entre las cumbres y la base, clases medias reales o aspiracionales cada vez más frustradas. Ahora bien, es difícil cerrarse a la evidencia: la deserción de las dirigencias de sus responsabilidades cívicas y sociales no es más que el producto de la captación progresista del Partido Demócrata. Era éste el que, en la distribución previa de roles, resultaba el vehículo principal de circulación de las élites. Lo era a través de su especial atención a los trabajadores industriales así como a los americanos de primera generación, hijos de inmigrantes atraídos por la promesa estadounidense de libertad y abundancia.
En lugar de mantenerse fiel a tales cometidos, el Partido Demócrata post-kennediano se convirtió, gradual pero sostenidamente, en el brazo electoral de la intelectualidad progresista, el mundo del espectáculo y los grandes barones de la industria desterritorializada de alta tecnología. Finalmente se transformó en la usina promotora de los modelos sexuales alternativos. No exageramos: a una encuesta formulada al concluir la presidencia de Obama, y preguntados sobre cuál había sido el sector social más beneficiado por sus políticas, tres veces más norteamericanos juzgaron que lo era la franja LBGTQ frente a los trabajadores industriales.
Puede decirse que no hay populismo (sea lo que fuere que tal vocablo implique) sin previa desaparición del partido “popular” en su función propia. El peronismo nació cuando los estratos de clase media baja y los nuevos trabajadores industriales se sintieron desamparados por la UCR. El trumpismo surgió ante el abandono de los estratos deseosos de ascenso social por parte de sus presuntos intérpretes tradicionales.
Por eso creemos que, aún en caso de perder la Presidencia, el patriotismo popular que encarna Trump está aquí para quedarse. Consideramos probable que su impulso haya vaciado ya de contenido a las estructuras ortodoxas del GOP, a los republicanos de country-club, como solía designárselos irónicamente. Paralelamente, una probable administración Biden no tardaría en reflejar las grietas internas de la variopinta coalición conformada para derrotar a Trump. Los valores y los intereses de los sectores tecnológico-financieros que han lubricado generosamente su campaña no son idénticos a los del ascendente Bernie Sanders y sus jóvenes socialistas. En cuanto a grupos de choque como BLM y Antifa, la evolución de los meses inmediatos habrá de constreñirlos a definir exactamente a quiénes sirven.
Entretanto, es altamente previsible que el liderazgo global de los EEUU siga en declinación. Después de Bush (h) la política exterior norteamericana careció de doctrina. Obama no supo proporcionársela. A Trump quizás no le interesó. Un eventual Biden, presidente de una sociedad desgarrada y lacerada, difícilmente disponga de la plataforma interna necesaria para construirla y sostenerla en los hechos. En cualquier caso, perspectivas de crecimiento del Challenger chino o un mayor avance hacia la multipolaridad, sea a designio o por impotencia. Esperar y ver…