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Un problema de todos

Por Francesco Giubilei


La creciente presión migratoria en las fronteras de Polonia ha puesto de manifiesto un problema, que aunque ya estaba planteado, no ha sido abordado con la determinación necesaria por las instituciones europeas. Y es que la inmigración irregular es un problema que no afecta a un solo país, sino a toda Europa.



La gestión de los flujos migratorios podría ser una oportunidad para que la Unión Europea justificara su propia existencia como institución, pero corre el riesgo de convertirse en la enésima oportunidad perdida, por la incapacidad de la Unión para encontrar soluciones que vayan más allá de las admoniciones, las consignas o las proclamas. Por lo tanto, en la práctica, son los propios países los que tienen que lidiar con la llegada de miles de emigrantes a sus fronteras, dispuestos a cruzarlas de manera ilegal. Sin embargo, pensar que la inmigración es un problema que afecta solo a unos cuantos países es una equivocación. Cuando una persona entra ilegalmente en Polonia, Italia o España, no está solo cruzando las fronteras de un país. A partir de ese momento, y gracias a los tratados de libre circulación, estará en condiciones de moverse libremente dentro de la UE.


La crisis migratoria de Polonia, así como la que se produjo en Hungría en 2015 con la llamada Ruta de los Balcanes, combinadas con la presión constante en las fronteras de Grecia con Turquía, son la prueba de que no solo los países mediterráneos (en particular Italia y España) tienen que afrontar la emergencia migratoria. Se trata de un problema que afecta intensamente a cualquier país de la Unión Europea limítrofe con países extracomunitarios.


La situación de Italia y de España es particularmente delicada, ya que controlar una frontera marítima resulta más difícil que controlar una frontera terrestre y la proximidad con el norte de África implica una llegada diaria de emigrantes que, si no se regula, corre el riesgo de desbordarse.


Si a la hora de abordar el problema de la inmigración irregular, la Unión Europea actuara con la misma determinación y contundencia que aplica para condenar a los Estados de la UE que implementan políticas para frenar la inmigración, el problema, aunque no se resolviera del todo, se reduciría considerablemente. Por desgracia, no es esto lo que está sucediendo, y mientras las naciones se quedan solas para lidiar con una emergencia real, los líderes políticos que defienden políticas más estrictas y la protección de las fronteras nacionales son acusados por algunos medios de poner en práctica políticas racistas. Por eso resulta necesario hacer una aclaración: un enfoque conservador no se caracteriza por una oposición a priori hacia la inmigración; lo que hace es distinguir entre inmigración regular e irregular. Regular la inmigración no es justo únicamente para los habitantes de un país. También lo es para todos los inmigrantes que a lo largo de los años han entrado de forma legal en un nuevo país, pagan impuestos, respetan las leyes y tienen un trabajo legal.


Por el contrario, la inmigración descontrolada genera una serie de problemas que empiezan con la seguridad: tener personas dentro de nuestras fronteras nacionales de los que no sabemos quiénes son, qué trabajo realizan para sobrevivir o dónde viven, plantea una serie de desafíos de orden público. También significa que muchos inmigrantes irregulares que han entrado en nuestros países terminan en manos del crimen organizado y acaban siendo explotados en trabajos ilegales. Este fenómeno se produce en particular en el sur de Italia, con la contratación ilegal o la explotación de miles de inmigrantes irregulares en la agricultura a los que se paga dos o tres euros la hora. Esto genera un problema no solo desde el punto de vista económico, sino también desde el punto de vista social, al implicar un descenso generalizado de los salarios que cierra las puertas a los que quieren cumplir con las leyes y las normas laborales.


Por otro lado, existe un serio riesgo de que se creen auténticas zonas francas (o barrios de guetos) dentro de las ciudades. Lo ocurrido en Europa en países como Bélgica en el municipio de Molenbeek en Bruselas, en Suecia en Malmö y en algunas zonas de Estocolmo, o en los suburbios franceses, debería también disparar las alamas en los países de la Europa mediterránea. La existencia de sociedades paralelas en zonas enteras de nuestras ciudades, sociedades que no cumplen con nuestras leyes y en cambio se basan en las de la sharía, es una situación alarmante que no deberíamos ignorar.


Por lo tanto, es necesario poner en cuestión el concepto de multiculturalismo entendido como la creación de una sociedad caracterizada por la cancelación de nuestra cultura y de las culturas autóctonas europeas. Roger Scruton define oikofobia (odio a la propia casa) a ese sentimiento que, lamentablemente, se va apoderando más y más de Occidente. Tiene por consecuencia la desaparición de nuestras tradiciones y, por definición, la de nuestra identidad en nombre de un multiculturalismo que aspira a colocar a todas las culturas en un mismo nivel, olvidando quiénes somos y de dónde venimos.


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