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Vísperas de las invasiones

En vísperas de las invasiones inglesas, Buenos Aires era apenas un villorrio de cuarenta mil habitantes. La vida transitaba sin grandes sobresaltos en aquella ciudad virreynal. Excepto por las incomodidades propias de una ciudad postergada nada invitaba al sobresalto. Diagramada como un gran paralelogramo en damero, Buenos Aires se revelaba ordenada. A diferencia de la actual, no tenía ochavas. Lo que hacía peligroso los cruces tanto a caballo, en carretones o de a pie.





Era una ciudad volcada al río. En primavera y verano, cuando una suave brisa abrazaba a la aldea, la reunión familiar en las terrazas se armaba rigurosamente. Y el murmullo de sus voces se dejaba oír desde las toscas, allá en el río, donde las esclavas negras lavaban la ropa blanca en medio de sus chanzas y cotilleo. Del río se obtenía el agua y los peces, base fundamental de la alimentación de los vecinos. Entonces aguateros y pescadores se lanzaban a las calles en busca de clientes. ¡Y vaya que los tenían! La servidumbre doméstica de negros mansos esperaba ansiosa su paso por las calles.


Bautizada como Buenos Aires por los constantes vientos que la barrían solía tener temporadas de intensas lluvias. Así fueron los días que los ingleses se apoderaron de la ciudad y permanecieron en ella. Casi como un presagio o una señal divina llovió todo el mes de junio de 1806. En esa situación la ciudad era un horror. Las calles de tierra se transformaban en lodazales peligrosos, a riesgo de perder la vida. Estos pantanos ocupaban cuadras enteras. Las más de las veces se tapaban con basura que conducían carros tirados por mulas. Estos depósitos de inmundicias eran focos de infección al acecho de los más desamparados. En verano emanaban de ellos un olor fétido y nauseabundo que atraían millares de moscas las que aprovechaban para invadir las casas cercanas. No era lo que se dice una ciudad grata y confortable.


La pésima costumbre de los porteños de arrojar a la calle, por encima de los murallones del fondo de sus casas, desperdicios orgánicos y restos de comida aumentaba la degradación urbana. Hay costumbres que a pesar de los años transcurridos, aún, no han cambiado.


Seguramente desde los barcos, apostados en la lejanía, los ingleses se habrán preguntado ¿Será esta la ciudad a ocupar? ¿No habrá algún error? ¿No se habrá equivocado Miranda? el célebre venezolano que había aconsejado a los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores de Inglaterra la invasión a esta ciudad. Conceptuada por los americanos como una de las más importantes.

Claro que Miranda no estaba solo en sus opiniones. Un grupo de espías a

sueldo de la corona británica habían echado raíces en la ciudad del lodo y establecido amistad con un estrecho círculo de criollos. Ellos también aconsejaban la venida de Inglaterra. Es que soñaban ser libres de España con el “noble y desinteresado apoyo británico”.


Los ingleses fueron vistos por vez primera el 17 de mayo de 1806 en las playas de Santa Teresa al norte del Uruguay. Un mes después merodeaban las costas de Buenos Aires buscando el lugar apto para desembarcar. Lo hallaron en Quilmes muy cerca de las tierras de Santa Coloma un estanciero adinerado y vecino de la ciudad.


Dos esclavos de este hacendado fueron los que dieron información precisa del desembarco.

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