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Roque Sáenz Peña, evolución y democracia









Hacia 1910 el sistema político con el que la Generación del 80 había hecho un país próspero evidenciaba la necesidad de reformularse transparentando los comicios.




En el libro “Recuerdos de un militante socialista”, de Enrique Dickman, se narra una anécdota que grafica la farsa electoral. En los comicios de Abril de 1898, ante el atrio de la parroquia de Nuestra Señora del Pilar del barrio porteño de la Recoleta, un joven negro que había votado ya varias veces se jactaba de ello diciendo: “Soy como un máuser nuevo, no paro hasta no largar todos los tiros”.

Con todo lo que el fraude electoral tiene de inmoral, cuando se ponen las cosas en su contexto histórico no faltan voces que reconocen la utilidad de aquello que dio en llamarse, acertadamente, el “fraude patriótico”.

Así, evaluando el momento histórico, y sobre la intransigencia de Yrigoyen ante el “acuerdo de las paralelas”, afirma Manuel Gálvez: “La actitud antiacuerdista de Yrigoyen es más altiva, más viril, acaso más bella que la de Mitre. O que la de Roca, igualmente partidario de los acuerdos. Pero la de ellos es más civilizada, más útil para la Patria. La intransigencia conduce al odio, a las continuas agitaciones políticas, al empobrecimiento del país, a su desprestigio en Europa. Por causa de nuestra anarquía hemos perdido 80 años. El país no necesita heroísmo sino trabajo, cultura, inmigración. Los acuerdos conducen a todo esto, porque establecen la paz. No tiene tanta importancia que el sufragio libre (bandera del radicalismo) no sea perfecto. No lo es en ninguna parte del mundo: ni en Inglaterra, ni en Francia, ni menos en los Estados Unidos. Nadie desea más que Mitre la pureza del sufragio, pero, por sostenerla, no hundirá al país haciendo una revolución. Mitre es un político realista. Yrigoyen es un hombre de principios inmutables, un espíritu fanático y apriorístico. Mitre prefiere que se salve el país. Yrigoyen prefiere, por ahora, que se salven sus principios. Él ha intuído que por la integridad de sus principios llegará, más tarde, a la salvación del país”.

Hacia el Centenario aquel discurso del General Julio Argentino Roca ante el

Congreso Nacional al asumir la presidencia de la Nación en 1880, seguía siendo entendido por la generalidad de la clase dirigente:

“No hay felizmente un solo argentino, en estos momentos, que no comprenda que el secreto de nuestra prosperidad consiste en la conservación de la paz y el acatamiento absoluto a la Constitución; y no se necesitan seguramente las sobresalientes calidades de los hombres superiores para hacer un gobierno recto, honesto y progresista. Puedo así sin jactancia y con verdad deciros que la divisa de mi gobierno será: Paz y Administración”.


Pero 30 años después las expectativas sociales y políticas de la Argentina, por el éxito mismo de la Generación del 80 motivaban la revisión del sistema con nuevas exigencias. Subrayo: por el éxito mismo del sistema que había consolidado la organización nacional, porque nadie dudaba entonces de la prosperidad futura del país.

No era aquel sistema refractario a las ideas de cambio, por principio no podía serlo. Desde sus firmes convicciones y patriotismo tendía a la ordenada evolución detectando y corrigiendo sus deficiencias, como lo demuestra el “Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas”, realizado por el Dr. Juan Bialet Massé por encargo del Presidente Julio Argentino Roca y su Ministro del Interior Joaquín V. González. Eran preocupaciones de un país que crecía con pujanza, como lo fue también la revisión de la “máquina electoral” que apuntalaba ese orden.

Miguel Ángel Cárcano en su libro “Sáenz Peña, la revolución por los comicios”, nos dice que “Sería largo enumerar las opiniones de los hombres más destacados del país que condenaban el régimen electoral vigente. Pellegrini (conservador) afirmaba que significaba ‘vicios, fraude y subversión’. El ministro Joaquín V. González (conservador) decía que el sistema vigente ‘es ya insostenible’. El diputado Mariano de Vedia (conservador) observaba que la reforma electoral era un verdadero anhelo del país y el sistema de lista el mejor aliado del fraude. Citaba la frase de Sarmiento que la calificaba como fraudulenta, inconstitucional y perversa. El diputado Ramón J. Cárcano (conservador) sostenía que la revolución era la protesta armada contra la corrupción electoral. Alfredo Palacios y Enrique Dickman (socialistas) insistían en la legitimidad y necesidad de una reforma política. Hipólito Irigoyen (radical) y sus partidarios estaban empeñados en la reforma y reorganización de los elementos constitutivos del derecho electoral”.

Para explicarnos cómo aquello que había sido virtuoso, en tanto supo servir a que llegaran al gobierno personalidades sobresalientes, se había anquilosado convirtiéndose en vicio, en 1908 Roque Sáenz Peña, quien iba a ser el intérprete de esa necesidad cívica, fruto de una sociedad que tendía a la superación, escribía desde Roma a Ezequiel Ramos Mexia: “El predominio de Roca alejó de la política a muchos hombres de valor y de carácter que se han acostumbrado a la obscuridad y a quienes hay que sacarlos de su Bastilla”.

Julio Argentino Roca, un patriota que engrandeció a la Nación Argentina y a juicio de quien esto escribe el mejor Presidente con el que ha contado la República, venía a ser cuestionado con justa razón por un político de ese mismo sistema que Roca y otros habían forjado. Roque Sáenz Peña llegó a la Presidencia de la Nación en 1910 dispuesto a cambiar el régimen electoral con toda conciencia que ello implicaba más de un desafío: “si las fuerzas conservadoras no aciertan a constituirse con vigores que les den la mayoría será porque no deben prevalecer, pero nunca podrán exigir que el gobierno les solucione el problema por el desconocimiento de derechos que son inatacables o por el confiscamiento de la libertad”.

El Dr. Juan Silva Riestra, quien cita lo precedente en su conferencia del 8 de Agosto de 1951 sobre “Sáenz Peña” ante el Colegio de Abogados de Buenos Aires, afirmaba en un párrafo anterior: “Ciertamente, el que hablaba con esa mesura en la palabra y esa seriedad, ese equilibrio en las ideas, no se creía poseedor de la panacea, como los demagogos que transforman la democracia en oclocracia, esto es, que reemplazan en el gobierno a los capaces del pueblo por los incapaces de la plebe”. Y añade luego: “¿Será esa -nos preguntamos ahora- la ilusión de un demócrata fervoroso, quimera de un romántico?”.

Responde a ese interrogante Silva Riestra observando que el mundo que vio Sáenz Peña no era el de la mitad del Siglo XX, caracterizado por el imperio de la fuerza y la gravitación del número para la masificación. Y tal como podríamos ahora, iniciando la tercera década del Siglo XXI, refrendar nosotros; añade: “Concepciones jurídicas, políticas, estatales, que hace 50 años habrían hecho incluir en el cuadro psiquiátrico de anormales a sus creadores, se impusieron en algunos pueblos, aniquilaron su vitalidad, debilitaron su fuerza, corrompieron sus energías morales arrojándolos al desastre, sobre cuyos escombros aparecen de vez en cuando lo espectros siniestros de los dictadores…”

Qué Roque Sáenz Peña fue un romántico es algo de lo que no cabe ninguna duda. Se necesita un espíritu romántico para batirse hasta la gloria en el fragor de la batalla como lo hizo él, héroe del Perú, en la Guerra del Pacífico. Pero ese romanticismo suyo no era absurdo, se basaba en convicciones racionales sobre el Derecho, la política y la Libertad, de lo cual se desprendía la creencia en las buenas consecuencias de hacer lo correcto. Y la reforma electoral que impulsó y materializó Sáenz Peña era lo correcto dentro de lo posible, lo que exigían las circunstancias y lo que demandaba la ética.

Hay un ejercicio propio de los fracasados que se ha vuelto común en Argentina desde hace ya varias décadas y consiste en buscar las causas del propio fracaso en las decisiones de otros. Es la justificación de la eterna decadencia en decisiones del pasado, el consuelo de la impotencia al que recurren los incapaces de dirigir su destino. Si la mirada retrospectiva busca chivos expiatorios para exoneraciones presentes, la reforma electoral de 1912 no ofrece ninguno, pues nada en nuestra debacle se relaciona con hacer lo correcto.

Roque Sáenz Peña hizo simplemente lo correcto. Y esta sublime semblanza de Octavio Amadeo, registrada por Enrique Pinedo en su libro “Cien hombres que en cien años forjaron la Argentina”, así lo recuerda:

“Aristócrata, como Mirabeau, nacido en la tiranía, en cuna blanda, educado en el club y las embajadas, este hombre de clase, que ignoraba al pueblo, antípoda de un demócrata, debía ser -por increíble paradoja- el animador de la democracia argentina. Dignificó la ciudadanía, curó con su mano la parálisis de la abstención. Oyó la hora del sufragio. Sabía que no era un fin, pero que no se llega ni no se puede pasar. Hizo la revolución contra la revolución, la desarmó y amenazó. Vino a conducir, no a seducir. Venció la duda. ‘A veces me parece percibir la duda en los ojos de mis propios ministros’. Metió su fe como una espada. El pueblo estaba oxidado y apolillado; lo sacudió y lo sacó al sol. ‘Siento el coraje de la justicia’. La nueva Argentina lo consagrará: comprendió las virtudes y el destino de su pueblo. Al sancionarse la ley pareció que otros tiempos comenzaban. No habrá fuerza para romperla. Toda violencia y todo fraude será efímero y cada vez más repugnante a medida que se afine la sensibilidad popular. Así son las grandes conquistas: difíciles de lograr y difíciles de conservar”.

Calvo & Tamagnone, en su “Teoría Romántica del Derecho Argentino” (El Himno Nacional como expresión de la Norma Hipotética Fundamental), destacan una de las frases finales de esa semblanza: “No se incrustaba en los cargos públicos; los aceptaba con elegancia y los devolvía con dignidad", preguntándose de un modo que interpela al presente: “¿Puede imaginarse mayor aspiración en un político que la de ser recordado así?”.

La frase “sepa el pueblo votar”, resonará por siempre para recordarnos que tal como Sarmiento se propuso educar, Sáenz Peña intentó que aquella educación se manifestara y diera sus frutos a la Nación; confiaba en ella. Y es que Roque Sáenz Peña tenía una fuerte conciencia ética al considerar la franqueza como buena parte de la probidad. Era un hombre de bien, un político honesto, que siendo elevado quiso ver a sus conciudadanos como pares.

Habiendo transcurrido más de un siglo desde aquella reforma electoral, otra vez es necesario sanear los comicios. Tanto es así, que todo el sistema electoral prescinde de la ética republicana, por lo que la representatividad política es ficticia.

Si allá por 1908 Sáenz Peña podía acusar a Roca de confinar a la Bastilla a elementos de valor y carácter por un sistema que los excluía de la política, hoy sucede lo mismo, con la nada sutil diferencia que el lugar de Roca está ocupado por una casta política sin pizca de patriotismo y que sólo atiende la protección de sus mezquinos privilegios.

El circo electoral hasta inventó las PASO (Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias) obligados por ley la concurrencia de la ciudadanía a las urnas, para fingir entre todos un vínculo inexistente entre supuestos representantes y representados. No hay más que una diferencia de forma entre quien vota en las PASO y aquel que frente al atrio del Parroquia se enteraba que ya había votado.

Es que las PASO no son un logro de la democracia, sino la parodia de una ilusión devenida en frustración. Esta puesta en escena democrática sólo sirve a las camarillas políticas con sellos de goma que desaniman la participación ciudadana. Pero esa voluntad de casta, de club cerrado que hace a la perpetuación de una misma dirigencia, no sólo en personajes sino en métodos y cultura, no libra de culpa al ciudadano que ante los obstáculos se retrae de la política: un pueblo de conciencia débil y voluntad conformista, resignado, se merece la representación de una dirigencia execrable que privilegia su propia conveniencia.

Desde su origen, Argentina fue promesa de futuro. No hubo lágrimas, ni sudor, ni sangre que pudieran borrar la ilusión del futuro como un destino de grandeza inexorable. Argentina iba a ser, sí o sí, un gran país con un pueblo culto orgulloso y próspero. De hecho lo fue. Y somos esto...

Si llegamos a ser este empecinamiento por el fracaso de vivir en el reino del revés, con una democracia fallida que produce miseria para sostener una casta política incapaz de ver más allá de sus privilegios, es porque hicimos de aquella bella ilusión un algo deforme e iluso.

No hay motivo para emocionarse recordando que Alfonsín recitaba el Preámbulo, porque lejos de mostrar compromiso con la Constitución Nacional la usó con fines electorales, por el mismo afán de poder con el que negoció el Pacto de Olivos para mal reformarla en 1994 al bajo precio de unas cuantas bancas de tercer senador.

No hay motivos para celebrar a Raúl Alfonsín, ni a Carlos Menem, ni a Fernando De la Rúa, ni a Eduardo Duhalde, ni a Néstor Kirchner, ni a Cristina Fernández , ni a Mauricio Macri, porque todos ellos están representados por Alberto de la Fernández como el presente de total indignidad que sepulta el futuro.

No hay motivos para celebrarnos a nosotros, porque hemos permitido el gobierno de los peores.

Y no echemos culpas al pasado, somos los contemporáneos del fracaso de la Nación Argentina, por ende los responsables de no haber preservado el legado de los que, como Roque Sáenz Peña, bien nos precedieron.

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