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Las horas finales de Manuel Belgrano








Regresó a Buenos Aires a comienzos de junio de 1820, muy enfermo, muy dolorido y muy olvidado. Cargando con la sífilis de su juventud y el hígado destrozado. El general Belgrano murió el 20 de junio a las siete de la mañana. Ese día los porteños estaban enfrascados en cuestiones políticas: se alternaron tres gobiernos en aquel anárquico día de renuncias y asunciones.

Hacia 1819, después de haber movilizado al Ejército del Norte para aplacar la montonera de López y Ramírez, el General Manuel Belgrano llevó su ejército hasta Córdoba. Allí, el Dr. Castro –médico y por entonces gobernador de la provincia– lo encontró en tan mal estado que convocó a sus colegas para atender la salud quebrantada del general. Belgrano se dejaba morir. «Tienen aquí una capilla para enterrar a los soldados. También pueden enterrar a un general.» Imposibilitado de actuar, decidió dejar el mando del ejército a Francisco Fernández de la Cruz y dirigirse a Tucumán, ciudad de clima benigno. Allí lo esperaba la joven Dolores Helguera, ese amor otoñal que había florecido en su hija Mónica Manuela. A ella destinará su magra herencia.


Nuevamente las trifulcas políticas se interpusieron en su camino y al apresarlo el Capitán Abraham González pretendió ponerle grilletes a las hinchadas piernas del general. La intervención del Dr. Redhead impidió esa última afrenta. El general estaba postrado, hinchado de cuerpo y alma, con disnea y edema generalizado. Bien sabía que el final se avecinaba.


A Belgrano no le quedaba otra opción más que volver a Buenos Aires para recuperar la salud perdida o, en su defecto, morir en el hogar de sus mayores. Para poder viajar, pidió al gobierno los sueldos atrasados que sumaban más de $ 15.000, más los $ 40.000 con los que había sido premiado por la victoria en Tucumán. Esto y mucho más le debían, pero la respuesta no fue muy original: las arcas del Estado estaban vacías. Entonces, su amigo de siempre, Celedonio Balbín, facilitó $ 2.000 para su traslado. A Buenos Aires viajó el general con su médico, el Dr. Redhead, un escocés recibido en Edimburgo que residía en Salta y que había sido enviado por Güemes para cuidar a Belgrano. Además lo acompañaba su confesor, el Padre Villegas y sus ayudantes de campo: Jerónimo Helguera y Emilio Salvigny. Ya casi no podía montar y, si lo hacía, debían ayudarlo a bajar del caballo. Cuando llegaba a las postas, después de un día de trajinar, los edecanes lo llevaban a la cama y así quedaba hasta el día siguiente, imposibilitado de andar. Cuentan que una noche pidió ver al posadero, y este ofuscado le mandó a decir: «Es la misma distancia que lo separa de mí, que a mí de él. ¡Que venga a verme entonces!» Así se trataba a un hombre que había dado todo por la patria.


Cuando ya le fue imposible andar a caballo, Don Manuel fue trasladado en carreta. Carlos del Signo, un comerciante cordobés, le prestó el dinero necesario (sin recibo) para aminorar los pesares del estadista (una callecita de Buenos Aires recuerda a este fiel amigo).


Llegado a destino, Belgrano pasó a habitar la misma casa que lo había visto nacer. Allí arregló sus asuntos terrenales, testando a favor de su hermano, el 25 de mayo de 1820.

«Estando enfermo de la que Dios nuestro Señor se ha servido darme, pero por su infinita misericordia en mi sano y entero juicio; temeroso de la infalible muerte a toda criatura e incertidumbre de su hora, para que no me asalte sin tener arregladas las cosas concernientes al descargo de mi conciencia y bien de mi alma, he dispuesto ordenar este mi testamento.» En privado dio instrucciones para que su hija recibiese una esmerada educación al cuidado de sus hermanos. De esta forma guardaba un caballeresco silencio sobre sus relaciones con Dolores Helguera. No hace mención de su otro hijo, el que sería con los años el Coronel Pedro Rosas y Belgrano (hijo de Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación y cuñada de Juan Manuel de Rosas). Quizás Belgrano, sabiendo que la familia Ezcurra Rosas podía proveer los medios para criarlo –como efectivamente hizo– no deseaba comprometer la figura de la madre, perteneciente a una de las familias porteñas más encumbradas, y ya casada con un comerciante español que abandonó el Río de la Plata en los tiempos de la Revolución de Mayo.


Tampoco olvidó al Dr. Redhead, que tan diligentemente lo había ayudado. A él le dejó su reloj, el mismo que le había regalado Jorge III de Inglaterra, a falta de poder abonar sus honorarios (este es el famoso reloj que fue robado del Museo Nacional de Historia y que sirvió para marcar las últimas horas del prócer).


La enfermedad progresaba inexorablemente y Belgrano se preparó para morir como buen cristiano. A diario compartía charlas con sus amigos dominicos, donde seguro debatían sobre las ideas milenaristas del jesuita Lacunza, cuyo libro había hecho imprimir en Londres y le había regalado a su amigo Idelfonso Ramos Mejía, uno de los tres gobernadores de la convulsionada Buenos Aires.


Siguiendo una costumbre, pidió ser enterrado con los hábitos de la Orden Dominica, a la que sus padres tanto habían beneficiado. Existía la creencia que vestir sotanas usadas por prelados de reconocida santidad concedía, al que las usara como mortaja, mayores posibilidades de redención.


Belgrano quiso ser enterrado en el atrio de Santo Domingo y no dentro del templo, como lo habían hecho sus padres. De allí que la afirmación de que no fue enterrado en esa iglesia por ser masón es solo un mito popular. De hecho fue amortajado, como hemos visto, con un sayo dominico.


Belgrano murió a las siete de la mañana del 20 de junio de 1820, en la casa de su familia, situada en la calle que hoy lleva su nombre. Pocas personas como el creador de la bandera, han nacido y muerto en el mismo hogar.


entre las calles Defensa y Bolívar. Fue demolida con el ensanche de la calle en la década de 1930. Hoy está allí el Edificio Calmer.
Casa donde nació y murió Manuel Belgrano.

Tenía cincuenta años y el hígado destrozado. Murió rodeado de algunos amigos como Manuel de Castro y Celedonio Balbín, además de su hermana Juana y un fraile dominico que lo asistió en sus últimos momentos. El Dr. Castro lo escuchó decir: «Pensaba en la eternidad adonde voy y en la tierra querida que dejo, espero que los buenos ciudadanos trabajarán para remediar sus desgracias.»


Además del Dr. Readhead, otro médico lo asistió para sobrellevar sus pesares, el Dr. John Sullivan, que además tocaba el clavicordio para alegrarlo en sus últimas horas. Después de muerto, fue el encargado de realizar la autopsia del prócer (no murió por la sífilis que lo aquejaba desde adolescente, el tamaño descomunal de su corazón hace suponer que tenía una insuficiencia cardíaca).


Ningún medio se hizo eco de su muerte, dados los tiempos tan convulsionados que atravesaba la patria. En su periódico El Despertador Teofilantrópico Místico Político, el fraile De Paula Castañeda dio la noticia cinco días después del óbito.

Más de un año se tomaron las autoridades para honrar la memoria del General Belgrano. Recién el 29 de julio de 1821 «estando ya todo pacífico… el ayuntamiento rindió los honores correspondientes a tan ilustre ciudadano».


A falta de otros medios, por la miseria en que moría, debió recurrirse al mármol de una cómoda como losa para su tumba. Las últimas palabras que se le escucharon decir fueron «Ay, Patria mía». Aún retumba ese lamento en nuestros oídos.



Mausoleo de Manuel Belgrano, atrio de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo, Buenos Aires, Argentina. Barrio de Monserrat.



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