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Aborto, el absurdo genocidio contemporáneo






Probablemente uno de los mayores logros del Derecho moderno fue entender que todos los seres humanos, sin distinción, eran personas. Pero a pesar de lo hermoso que suenan los Derechos Humanos y que son evocados con frecuencia –al punto de que están metidos hasta en la sopa-, lo cierto es que hoy, en pleno Siglo XXI seguimos discutiendo el mismo tema. Pasan los años y las razones de comodidad e individualismo detrás de la esclavitud de los negros o el holocausto judío, siguen paseándose disfrazadas de progreso para justificar una práctica igual de aberrante: el aborto.

Y ese es justamente el problema. Se utiliza lenguaje técnico para confundir en pos de lograr la deshumanización del enemigo, el primer paso para concretar un genocidio. Sin ningún tipo de criterio y por razones completamente arbitrarias, ahora “feto” o “embrión” no designan en Biología lo mismo que para el Derecho es “niño por nacer” o “persona por nacer” y mucho menos aún, lo que coloquialmente conocemos como “bebé”. La cosificación es tal que parece más acertado llamar a un neonato “bolsa de células” por más que tenga 8 meses, todos sus órganos formados y pueda succionarse el pulgar dentro del vientre materno. Es muchísimo más fácil eliminar un número o un ente abstracto que a un ser humano. Y entonces, como Martin Luther King dijo alguna vez: “Te encuentras demasiado lejos para que te puedan ver, para que te puedan oír, para que se sientan obligados a respetarte”. Como consecuencia natural, se terminan estableciendo dos categorías de personas: las deseadas y las no deseadas. El problema es que dentro de los “no deseado” entran todo tipo de niños. Niños enfermos y niños sanos, niños concebidos en contexto de violación o en relaciones consentidas, niñas –por el simple hecho de serlo, como demuestran los casos de India o China-, niños afrodescendientes –y cito aquí el Proyecto Negro de Planned Parenthood durante todo el Siglo XX- o niños pobres. ¡Y qué problema este para nosotros! Porque al menos, la mitad de nuestros argentinitos nacen en la más mísera pobreza; y absolutamente todos nosotros –con o sin necesidades- vivimos en la más grande incertidumbre económica.


Por otra parte, si bien es innegable que todo esto tiene un trasfondo económico -no es mi intención explayarme sobre este tema en este artículo, pero considere por un minuto que un aborto quirúrgico dentro del primer trimestre en clínicas abortistas de Estados Unidos cuesta cerca de 1,500 dólares; y que al momento de escribir estas palabras, según las estimaciones de World O Meter (que se basan en las mediciones de la Organización Mundial de la Salud), se han realizado en lo que va del año, 20 millones de abortos alrededor del mundo, casi media Argentina-, lo que me preocupa hoy es el individualismo en cual se arraigan estos argumentos.


Es fácil hablar con una persona confundida sobre el aborto porque engañada llegó a creer que el embrión o feto no es un ser humano; porque solo hace falta utilizar lógica y humanidad para sacar el velo que les impide ver la realidad. A fin de cuenta, como tantas otras aberraciones antes que esta, se utiliza a la ciencia y a personalidades destacadas para sostener esta mentira. Porque, recuerden, el mito de la raza superior no se construyó solo ni tampoco la creencia de que los negros estaban más cerca de los simios que de los seres humanos.


Pero, continuando con la línea de pensamiento, hoy como joven que todo un futuro y esperanzas por delante, con la visión idealista propia de mi edad, el problema que me preocupa es otro. Me indigna leer como si fuera historia pasada que en 1857, el Juez Taney de la Corte Suprema de Estados Unidos dijo con total impunidad que el Congreso Federal no tenía derecho a prohibir la esclavitud de los negros en manos de los blancos, y que eso me suene tremendamente familiar. Porque hoy en día, con la misma impunidad hay militantes de pañuelo verde que sostienen que el Estado no es quien para impedirles un aborto. Entonces, la pregunta fundamental pareciera girar en torno a: ¿qué hacemos con el que sabe que es una persona y aún así no le importa cometer un acto tan inmoral? Y aunque probablemente me gustaría darle a esto una respuesta más inmediata o una solución extraordinaria, la fórmula secreta, como siempre, termina recayendo en la importancia de aferrarse a los valores, defenderlos y volcarnos en la vida social tanto como en la política. Porque si nosotros que tenemos las cosas claras nos quedamos callados, no existirán mártires suficientes para detener esta ignominia.

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