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Competencia democrática o guerra civil fría








Conocemos la curiosa práctica de cierta etapa de la polis ateniense por la cual algunas magistraturas eran asignadas por sorteo, entendiendo que el azar era la más segura garantía de absoluta isonomía, es decir, igualdad de chances entre los candidatos.


Prescindiendo de este singular caso, puede asegurarse que, prácticamente en la totalidad de las situaciones históricas, el acceso al poder político superior siempre se ha conseguido por la fuerza, la herencia o la elección.

Estos tres pasaportes al poder siguen teniendo vigencia hoy y muchas veces se entremezclan o se condicionan uno al otro. Si bien la cultura política dominante, por su naturaleza teóricamente igualitaria, solo legitima a los procedimientos electivos, es un hecho que estos no excluyen un grado variable de coacción o de factores dinásticos según el decurso histórico que unos y otros países han experimentado. Puede afirmarse, de cualquier manera, que la elección signa como procedimiento prevalente las costumbres políticas de nuestro tiempo. Quien dice elección dice pluralidad y, además, eventualidad de alternancia.


Ahora bien: la posibilidad de que un equipo gobernante deje el poder pacíficamente porque un resultado comicial le ha sido adverso no va de suyo. Es una práctica que comenzó a afirmarse en el seno de la oligarquía parlamentaria británica establecida a partir de la Glorious Revolution de 1688. Igualmente, la aceptación por parte de los electores –cada vez más numerosos desde el siglo XIX– de admitir la remoción del partido de sus amores de los puestos de comando también exige una disciplina colectiva que es todo menos espontánea. Y que, supone, entre otros condicionantes, cierta ejemplaridad social del liderazgo, que –no obstante los fouls que proliferan en todo proceso electoral– debe demostrar existencialmente que no todo vale, que la coexistencia entre los bandos políticos no puede derivar hacia la “guerra irrestricta” glosada por el actual pensamiento estratégico chino, por ejemplo.


Históricamente, y en especial a partir del advenimiento de la sociedad de masas, la organización de la vía electiva de acceso al poder ha generado –sin ningún diseño previo– una realidad análoga –no idéntica– a la del mercado. Así, ha podido hablarse de oferta y demanda electorales. Esta última constituida por las reivindicaciones, reclamos y humores del electorado; la primera por la organización de las fracciones de la Clase Política que compiten por capitalizar en su favor aquella demanda. Ahora bien: la domesticación del conflicto político interno que estas prácticas suponen no es espontánea, no surge del simple lanzamiento al ruedo de actores, contestatarios, entre sí a lo que dé lugar. Implica, por el contrario, algunas precondiciones básicas. Es imprescindible estar de acuerdo en algunos supuestos fundamentales para poder divergir, más o menos pacíficamente, sobre el resto de los temas. Es preciso saber que el adversario no viene a exterminarme para estar dispuesto a aceptar el famoso “veredicto de las urnas” con alguna calma. Cuando la propia vida, la libertad personal, la subsistencia de la familia como ámbito natural previo al Estado, los derechos religiosos y educativos, ad de la propiedad, etc. etc. no están asegurados por los distintos bandos en disputa, la competencia democrática se vuelve imposible. Así ocurrió, por ejemplo, con la II República española, que terminó en la guerra civil. En la República de Weimar, que desembocó en Hitler. En el Chile de la Unidad Popular, que parió a Pinochet. Entre tantos ejemplos.


Y estas reflexiones resultan, a nuestro juicio, singularmente procedentes para la Argentina de este tiempo. Cuando se pretende negar la autoridad educativa de las familias imponiendo una escuela basada en la ideología de género, cuando se niega, teórica o prácticamente, que el Estado tenga una función penitenciaria y penal que cumplir, cuando se acepta que el modo de acceder a la tenencia de la tierra sean las usurpaciones, cuando se observan conductas complacientes con grupos terroristas que propugnan la secesión, las divergencias endógenas del país son demasiado hondas para tener por asegurado y bien fundado el sistema democrático. Por lo menos las divergencias entre las fracciones de la Clase Política, que a menudo se expresan a través de sus “intelectuales orgánicos”, diferencias que no necesariamente alcanzan similar profundidad en los argentinos de a pie, pendientes aún de una convocatoria conservadora, liberal y popular a un tiempo que los exprese.


En suma: la posibilidad de que en la Argentina arraigue la alternancia democrática en lugar de prolongarse la “guerra civil fría” que soportamos no depende meramente de una actitud voluntarista respecto del “diálogo”. Pasa por el aislamiento político de quienes “deconstruyen” la Argentina histórica. Para alcanzar ese aislamiento hace falta una gran coincidencia, expresión de la legítima defensa social. Hace algunos días, un lúcido dirigente bonaerense, Juan José Amondarain –quien se autodefine como “peronista conjetural”– anticipaba que las próximas elecciones no serán entre dos partidos o frentes sino entre dos sistemas políticos y económicos. Poco tiempo después nada menos que Santiago Kovadloff sostenía idéntica tesis. De ser así, corremos el riesgo –según sea el resultado– de que ellos resulten los últimos comicios verdaderos.


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