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Cuba, de la poesía al garrote

Por Norberto Zingoni


Tengo, vamos a ver, tengo el gusto de andar por mi país, dueño de cuanto hay en él, mirando bien de cerca lo que antes no tuve ni podía tener.

Así empezaba la revolución cubana en 1959 y los poemas de Nicolás Guillén le ponían letra y música.


«Cuba era un garito de los EE. UU.», repetían los revolucionarios para justificarse. En cambio, luego de la toma del poder se sentían, como dice el poema, dueños de cuanto hay en el país. Mientras, una generación joven de distintos lugares del mundo acompañaba cándidamente una revolución que creía negra, popular, virtuosa.


No fue en los inicios una revolución marxista. Era una mezcla de líderes políticos como Camilo Cienfuegos (muerto en un extraño accidente aéreo, su cuerpo nunca apareció), Huber Matos (20 años preso y luego exiliado en Miami), aventureros como el Ché Guevara y fanáticos como Fidel y Raúl Castro. La revolución se proclamó marxista un par de años después de la toma del poder más por necesidad de amparo ruso que por convicción.


El quijotismo revolucionario duró poco: esa mezcla de gobierno de fanáticos y aventureros puso al mundo al borde de la guerra nuclear con la irresponsable decisión de poner ojivas nucleares a pocos kilómetros de los EE. UU.


A partir de allí la suerte estaba echada: Cuba sería un enclave marxista (y muchas veces terrorista) para la exportación de la revolución a América Latina. Y los EE. UU. no cejarían en el intento de botar a los Castro. Una frustrante realidad todavía vigente.


Pero, aún en la década del 60 y bien entrados los años 70, la revolución tenía todavía un halo de reivindicación negra y marginal saludada por una generación joven movilizada y politizada a partir del mayo parisino del 68.


Yoruba soy, lloro en yoruba lucumí. Como soy un yoruba de Cuba, quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba; que suba el alegre llanto yoruba que sale de mí.


El poco romanticismo que quedaba de la revolución primera se fue esfumando. La persecución a adversarios y el apoyo a grupos insurgentes armados en América Latina empezó a ser habitual. «Fue Cuba», dice el libro de Juan Yofre uno de los mejores investigadores del fenómeno de la guerrilla en América Latina. Fue Cuba quien promovió, instruyó y financió a la guerrilla en distintos países como Argentina. En especial a la organización Montoneros. Tanto así que producida la dispersión de la banda armada por el golpe militar de 1976 los sobrevivientes montoneros enviaban sus hijos a Cuba a para su cuidado y educación.


Con la caída del muro, la Unión Soviética deja de ser el protector y proveedor de Cuba que encuentra un nuevo aliado en Venezuela. Ya empezaba la caricatura de una revolución: Venezuela le envía petróleo y Cuba le manda instrucciones para la insurgencia y agentes secretos. Pero el protectorado ruso se añora.


Empieza el hambre, la escasez de medicamentos, el silenciamiento y, como toda dictadura, la persecución a disidentes. Y ya Cuba se parece más al 1984 de Orwell que a la poesía de Guillén. Y empieza el calvario del pueblo. La retórica revolucionaria es una letanía que rebota en las estanterías vacías de alimentos, en las farmacias sin medicinas y en la muerte en las calles. La muerte del yoruba, que la revolución venía a erradicar en 1959, estaba de nuevo ahí, como en los comienzos.


Guillén no habría podido imaginar que 50 años después, lo que había glosado para el dictador Fulgencio Batista, se aplicaría a otra dictadura, la propia asolada por el Covid y la falta de medicamentos:


¿Qué más, qué más? El campo roto y ciego vomitando sus sombras al camino bajo la fusta de los mayorales, y la ciudad caída, sin destino, de smoking en el club, o sumergida, lenta, viscosa, en fiebres y hospitales, donde mueren soñando con la vida gentes ya de proyectos animales… Y así, de paradoja en paradoja, lo que había cantado el poeta para justificar el arribo del castrismo se puede decir de la Cuba de hoy: Cuba, palmar vendido, sueño descuartizado, duro mapa de azúcar y de olvido…

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