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La ecuación argentina








Esta nota es otro aporte para un debate que todavía espera. Y pasa el tiempo sin indicios de abordaje serio, pese al ¿reclamo? de la Sra. Vicepresidente. Nos sumamos así a la línea de análisis propiciada por este Foro en varios de los artículos publicados.



Política y dirigencia


En el durísimo presente argentino, la maldita grieta opera como un cloud storage donde se apilan razones y sinrazones de nuestros recurrentes desencuentros históricos. Sin embargo, grietas hubo en todas las sociedades y en todas las épocas; en algunos casos se trataron con más habilidad que en otros, restañándose heridas y magulladuras para seguir andando. Eso diferencia a los pueblos vitales de los que no lo son.


A la hora de afianzar poder por quienes lo detentan formalmente, la política –dinámica y multifacética- posee tanto de agonal cuanto arquitectónico. Y, en sabia combinación, un estadista apuntará a la fase plenaria, expresada en políticas de Estado.


La preparación, lucidez y habilidad de las dirigencias es crucial para manejar tiempos. A veces las circunstancias tensionan los antagonismos para imponer modelos de gobierno, orillando los márgenes del estado de derecho. La confrontación permanente suele anclarse en las coyunturas, divide y desgasta sociedades perdidas en el polvaredal de pujas inacabables.


En cambio, la política arquitectónica, apuntando al mediano y largo plazos, pivoteará sobre acuerdos producidos en amplios debates según las reglas de juego institucionales. Por eso, J. Ortega y Gasset asumía que política es arquitectura completa aunque incluya los sótanos[1], y muchas veces no se sale de ellos. Por eso, sin visión integral de su historia, los países se enmarañan en enfrentamientos que bloquean cualquier iniciativa superadora.


Convocar al diálogo, tender puentes, construir consensos o pactos sociales, son aspiraciones vacías si falta predisposición, actitud y aptitud para concretarlo. Pero si estas condiciones no están impregnadas de una sincera búsqueda de reconciliación (cuyo fundamento pasa por la autocrítica) apuntando al bien común, los simulacros provocarán más frustración.


En muchos cenáculos se descalifica la reconciliación, practicando una suerte de terraplanismo político. La obnubilación ideológica es decididamente reaccionaria y está contraindicada para cualquier proceso verdaderamente progresista. La tolerancia, en cambio, requiere honestidad intelectual y una “superior clarividencia”, pediría T. Halperín Donghi. Mientras campeen en el ánimo colectivo consignas irreductibles -“al enemigo ni justicia”, “ni olvido ni perdón”, “abortá al macho”-, serán remotas las posibilidades de un reencuentro nacional que enmiende nuestra forma de practicar la política.


Si bien se mira, a la grieta primigenia del nosotros o ellos se nos suman además una grieta cultural y otra geográfica. De hecho, hay una Argentina cosmopolita, concentradora y concentrada, permeable a un progresismo cultural importado, expandido desde Buenos Aires a otras áreas metropolitanas que impone una antropología aviesamente deconstructiva. Y está la otra, dividida entre una Patagonia –indefensa y semivacía- y el pobrísimo Norte Grande[2], el “interior profundo”, “conservador”, “feudalizado”. Tamaña simplificación impide valorar la riqueza de un país geográficamente diverso y pluricultural, cuyas provincias fundantes apuestan claramente a su condición hispano-indoamericana.


Será difícil establecer qué, cómo y cuándo debatir entre personas capaces y predispuestas a conversar en el rumbo que el filósofo español propusiera en ese ensayo: “[…] una política de alta mar, de poderosa envergadura y larga travesía”, sabiendo bien lo que con el Estado hay que hacer en una Nación: “[..] esta clarividencia es obra del intelecto y parece, por tanto, ilusorio creer que el político puede serlo sin ser, a la vez, en no escasa medida, intelectual”. Arturo Frondizi lo había expresado más sencillo cuando le pedía a su joven militancia “pensar como hombres de acción y actuar como hombres de pensamiento”.


En suma, concertar un proyecto integral para la Argentina requiere de toda dirigencia, pues en cualquier esfera de actuación se practica política y -hoy por hoy, lamentablemente- mejor que en comités o unidades básicas a causa del displicente desguace de los partidos políticos.


El siglo corto argentino


En la década de 1880, signada por la profecía del progreso indefinido, una generación variopinta moldeó un proyecto político-económico que completaría el ciclo institucionalizador armado tan trabajosamente entre 1853 y 1860.


A pesar de las contradicciones y confrontaciones entre sus máximos exponentes[3], la agenda giraba en cuestiones puntuales -propiedad y uso de la tierra, inmigración, relación con Europa (en particular Gran Bretaña)- y un diseño económico aferrado a la exportación de materias primas con escaso valor agregado. Para el año del Centenario, la Capital Federal había logrado el objetivo de controlar el poder real y formal, lo que con los años se transformó en patología.


El sesgo conservador de aquella generación se explicaba por la necesidad de evitar que la violencia fuese un método de distribución y acceso al poder, en un país cuyo suelo había absorbido demasiada sangre durante décadas. Las libertades cívicas estaban en segundo plano y, como bien se dijo, democracia y participación popular aún no se asumían como requisito para conformar una cultura cívica.


El malestar ciudadano fermentó con la incorporación de oleadas de inmigrantes, para quienes –y sus hijos- todo era posible con solo desearlo dignamente. Todo, salvo expresar su voluntad en los asuntos públicos. Irrumpe así, habilitada por el voto secreto y universal, la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, al frente de una Unión Cívica finalmente radical.


La política argentina había dado un salto cualitativo y nunca sería la misma: la “grieta” entre radicales y conservadores finalmente podría dirimirse en las urnas. La adhesión a la democracia republicana transitó un camino plagado de dificultades, presiones y pasiones, apoyada por ascendentes clases medias urbanas.


Mientras, llegaba el turno de los dictadores en una Europa desangrada por dos guerras civiles, por la salida de Rusia de la economía capitalista y una crisis financiera de impacto mundial. Finalizada la Segunda Guerra estaba listo un nuevo orden económico-político, anclado en los Acuerdos de Bretton Woods y el sistema de Naciones Unidas, tan resentido en estos años.


En aquel devastado mundo, las clases trabajadoras sufrían las consecuencias. Por aquí, los sectores obreros, se hartaron de las diferencias socio-económicas. La corriente populista nacida en 1945 sirvió de contención y, a la vez, de cauce para las demandas de la clase trabajadora. Una justificada legislación laboral apuntaló la justicia social durante los gobiernos de Perón y tampoco habría marcha atrás.


Faltaba una variable, cuya necesidad y urgencia no se comprendía en su real dimensión en aquellos inicios de la posguerra, el momento justo para practicarla. En efecto, para afrontar el estrangulamiento del sector externo, el deterioro de la relación de intercambio, el desequilibrio de la balanza de pago y la desigualdad en la distribución del ingreso, entre otros indicadores del subdesarrollo, había que construir las industrias de base, sustituir importaciones, autoabastecernos de hidrocarburos, atraer inversiones extranjeras y fijar las prioridades en función del interés nacional. Esa fue la agenda del desarrollismo, inspirado en la escuela estructuralista latinoamericana, gestada en la CEPAL de R. Prebisch.


La estrategia nacional de estabilidad y desarrollo encarada por la A. Frondizi - R. Frigerio entre 1958/1962 con la fórmula “carne + petróleo = acero + industria”- es actualmente irrepetible. La experiencia se frustró por la más torpe y reaccionaria asonada militar; sus beneficiarios -clases medias, gremios obreros y empresarios- no supieron apoyarla y sostenerla en el tiempo. Todo el país lo pagó muy caro[4].


La ecuación argentina


Argentina –plateamos en otra ocasión[5]- reencontrará su destino de grandeza cuando sintonice los tres grandes “momentos” del siglo pasado, vistos con la perspectiva que dan los casi 40 años de recuperada la democracia pero no el pleno estado de derecho.

Desde 1983 a la fecha, los sucesivos gobiernos enfatizaron lo institucional, lo distributivo o el crecimiento económico, pero nunca hubo un plan de gobierno que contemplara –en paralelo- las tres variables de la “ecuación” argentina: democracia republicana, justicia social, desarrollo económico[6].


El gobierno de R. Alfonsín puso énfasis en lo institucional pues era indispensable en 1983, imaginando que con democracia se come, se cura y se educa. Nunca bastó para cambiar estructuras decadentes mediante leyes o reformas constitucionales. Volvamos a Ortega: históricamente –proponía- triunfa la vitalidad de las naciones, no la perfección formal de los Estados, porque “la realidad efectiva es la Nación y no el Estado. El gran político ve siempre los problemas del Estado a través y en función de los [problemas] nacionales. Sabe que aquél es tan solo un instrumento para la vida nacional”.


Lo dicho no implica desmerecer las formas en un país que nació anómico. Y la clave de esta variable es sin dudas la división de poderes, cuya ausencia obstaculiza una efectiva justicia social basada en el pleno desarrollo de las fuerzas productivas. En tal sentido, sería menester desmenuzar la cada vez más imbricada relación entre derecho y desarrollo.


Por otra parte, ¿cómo no bregar por justicia social en un país que saldrá de la pandemia con el 44,1% de su población en la pobreza? Suponer que se resuelve distribuyendo excedentes de una economía ralentizada, desequilibrada, con una carga impositiva retrógrada y sin sustento macroeconómico estructural, es demagogia populista de la peor.


¿Y qué es hacer desarrollo hoy por hoy? Para empezar, planificar a partir de una atenta lectura de la realidad mundial, identificando objetivos estratégicos, estableciendo prioridades, buscando financiamiento y fijando plazos de cumplimiento.


Los sectores primario, secundario y terciario de la economía, desagregados, implican al menos diez subsectores diferenciables, los cuales necesitan de la industria para evolucionar; mas todo avance en estos tiempos está estrechamente vinculado a la innovación tecnológica.


Los sectores productivos deben alinearse en función de algunos parámetros permanentes: estímulo a la inversión extranjera, fomento del ahorro interno, diversificación de exportaciones, búsqueda de nuevos mercados y estímulo a la investigación.


Converger en un proyecto geopolítico


La cuestión, entonces, es cómo lograr que aquellas corrientes históricas contribuyan a un proyecto geopolítico de síntesis. Está claro que ni la formalidad republicana, ni la justicia social, ni el desarrollo económico -desconectados entre sí- alcanzan hoy para emerger de la mediocridad y mirar el largo plazo. Es imprescindible, pues, verificar cómo se adecuan a estos tiempos los tres términos de la ecuación argentina y hacerlos converger equilibradamente.


En un contexto de cambio epocal, que concluye 500 años de dominación eurooccidental (incluido un siglo de predominio norteamericano), el mundo avanza hacia un escenario multipolar. Países como el nuestro, con gran superficie terrestre y espacios marítimos e ingentes recursos naturales, van a tener incidencia en los asuntos mundiales.


En este mismo Foro habíamos planteado como “hipótesis plausible” la de la Argentina peninsular, bicontinental y marítima, propuesta por el Gral. J.E. Guglialmelli en los años ’60[7]. Esta idea se afianza en un siglo de impronta ostensiblemente marítima y espacial.


No queda otra posibilidad que abocarnos a construir el poder nacional, atributo natural del Estado; siendo fenómeno multidimensional, relacional y construible, crece con la acumulación de recursos tangibles e intangibles disponibles en y por cada país.

Como ayuda memoria -meramente enunciativo- y disparador del debate nonato, la síntesis que proponemos acá, en función de las tres variables mencionadas, debe apuntar -como mínimo- a los siguientes objetivos estratégicos:


1 – Economía

- ampliar la matriz energética y tecnológica nacional, que incluya al reactor CAREM 25;

- apuntalar las economías regionales mediante infraestructura física y conectividad cibernética;

- potenciar la infraestructura vial, ferroviaria, portuaria y aeroportuaria;

- fomentar acuerdos de integración regional de carácter nacional y subnacional que nos vertebren con América del Sur.


2 – Democracia republicana

- establecimiento de un eficaz federalismo de concertación en todas las materias posibles;

- revisión integral de la administración de justicia, del régimen de partidos políticos y el sistema electoral;

- traslado de la Capital Federal;

- replanteo de la seguridad interna y de fronteras, reconstrucción de las Fuerzas Armadas apuntando a informatización y robótica;


3 – Justicia social y cultura

- rescatar y afianzar la interculturalidad argentina como parámetro de integración física y espiritual;

- disminución drástica de la pobreza y sus secuelas, invirtiendo en saneamiento y salud pública;

- reforma educativa integral de excelencia para todos los niveles, con pleno respeto por la libertad de enseñanza;

- diseño de una gran política demográfica nacional;


Estos objetivos estratégicos habilitarán diseños geoestratégicos provinciales, regionales y subnacionales coadyuvantes, en función de una geopolítica nacional previamente definida y asumida. La ardua tarea constructiva ha de tener un disparador elemental: la pregunta-consigna “¿Qué nos hace más Nación?”.



[1] “Mirabeau o el político”, en Vieja y nueva política. Colección El Arquero. Revista de Occidente. Madrid, 1963. [2] Para ampliar, remitimos a nuestra nota “Geopolítica, geoestrategia, región”, publicada también en este Foro. [3] Recuérdese el cruce entre C. Pellegrini y F. Costa a propósito del proteccionismo industrial. [4] Pablo Mendelevich describió acertadamente la significancia y revalorización del desarrollismo en su nota “Desarrollismo, la nueva utopía argentina”, La Nación, 6 de diciembre de 2015. [5] “Tenemos que hacer la síntesis antes de 2016”, diario El Tribuno de Salta, edición del 03/04/2014. [6] Crecimiento es un concepto cuantitativo referido a la suba y baja de índices; en cambio, desarrollo es un concepto cualitativo relacionado a la capacidad de producir bienes diversificados y con alto valor agregado. [7] Disponible en https://www.foropatriotico.com /post/geopolitica-geoestrategia-region.

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