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Presentación del libro "Ronald Reagan - Éxitos y Cuestionamientos" de Marcelo R. Lascano

Por Rogelio Alonso -

 

Es muy grato presentar un ensayo de la envergadura del elaborado por Marcelo Lascano.

No recuerdo que, al menos en los últimos tiempos, se haya publicado alguno sobre Ronald Reagan en la Argentina, donde la intelectualidad está siempre preocupada por lo “políticamente correcto”.

Este trabajo sale de lo convencional, ya que apunta al tema esencial de la gestión del ex presidente –si bien clarifica también otros, como el balance económico y las implicancias del dominio tecnológico.

La preocupación primordial de Reagan fue lograr el debilitamiento y por consiguiente el desplazamiento de la escena mundial del entonces principal adversario, la URSS. Sin considerar esto no se pueden evaluar en forma comprensiva sus años de gobierno.

Como dice Lascano, con un enfoque clásico de la política, “Visto en perspectiva fue un logro extraordinario. Terminó, por primera vez en la historia de la humanidad, doblegando a un verdadero y formidable imperio sin necesidad de emprender acciones bélicas ni de experimentar daños materiales o humanos en su territorio.”

Y rescato en particular la observación “por primera vez en la historia de la humanidad”, ya que si no se atiende este detalle, no menor por cierto, se pierde la perspectiva para evaluar correctamente esta gestión, en la que privó en forma absoluta la política exterior, que es la verdadera política de un país, su razón última, cohesionando al mismo tiempo de manera formidable la sociedad americana.

Para comprender mejor este punto me parece indispensable una referencia al movimiento intelectual de raíz conservadora que nace en los Estados Unidos terminada la segunda gran guerra, de la mano de nombres como Richard Weaver, Robert Nisbet y Russell Kirk –probablemente el más relevante de todos, aunque no el de mayores logros académicos; su libro The Conservative Mind (1953) fue calificado por Whittaker Chambers, ex comunista, como el “más importante del siglo veinte”.

Los miembros de este movimiento fueron impactados no sólo por el totalitarismo y la guerra total, sino por el desarrollo, durante las dos décadas previas, de una sociedad de masas “desarraigada y secular”. Proponían un retorno a los valores éticos y religiosos tradicionales, rechazando el relativismo que erosionaba los valores occidentales y la sustitución de éstos por la ideología. Otros intelectuales provenían del liberalismo clásico – “libertarios”- y estaban preocupados porque EEUU se deslizaba hacia el estatismo, e incluso algunos arribaban desde la izquierda, como el citado Whittaker Chambers, James Burnham o Frank Meyer, y eran ahora

fervientes anti-comunistas.

Este movimiento conservador comenzó a crecer motorizando una amplia divulgación de su ideario por medio de publicaciones y activas organizaciones, como los think tanks, pero no encontraba su lugar en la política. Recién a mediados de la década del sesenta se torna visible su influencia en los partidos, principalmente por su crítica a la política exterior –e interior- del país, considerada como liberal, en el sentido americano.

Teñida ad intra por fuertes debates de ideas y hacia fuera por una vigorosa exposición pública, la posición conservadora fue conquistando voluntades, y a comienzos del siguiente lustro tenía su bien ganado espacio en la política y se creía en condiciones de ejercer la conducción de la nación. Habían pasado veinticinco años, una generación.

Vale aclarar que este movimiento de ideas iba más allá de la esfera de la política y de la economía. Iniciado como un replanteo filosófico de las ideas políticas (con el aporte liminar de Leo Strauss), acercó nuevos paradigmas en la ética y la estética, y su impacto en el arte, la ciencia y la literatura dura hasta hoy.

Un párrafo de insoportable actualidad de uno de sus pensadores primeros, el poeta y periodista Anthony Harrigan, explica la mencionada vigencia: “Los modernistas están decididos a forzarnos a aceptar la pornografía como ciencia medica, la suciedad como realismo artístico y la anormalidad como mera diferencia de opinión… Aunque la vida del país es básicamente decente, los norteamericanos están en manos de una clase dominante cultural que, tras llevar a la destrucción los elementos humanos de nuestra civilización, nos conduce hacia la ruina (1953)”.

Durante los ´70 se destaca un activista católico melkita, poseedor de una gran capacidad organizativa, Paul Weyrich, quien trae nuevos aires a la política con un lema atractivo, el conservadorismo social, expresión que, a veces con variantes, usaron posteriormente algunos candidatos. Los conservadores sociales encontraron entusiastas aliados en lo que se llamó la derecha religiosa, liderada por los cristianos evangélicos, que hasta mediados de esta década tenía estrechos lazos con el partido Demócrata –más que con los Republicanos. Apoyaron a James Carter, por ejemplo, hasta que desacertadas decisiones presidenciales en materia educativa llevaron a que buscaran otros horizontes. Su líder, Jerry Falwell, finalmente se alió con Paul Weyrich en 1979, conformando la Mayoría Moral que finalmente apoyó a Reagan, con una agenda “dura” en temas como aborto, oraciones en las escuelas y derechos de las mujeres y de los homosexuales, sin descuidar el papel del Estado (“el Gobierno es parte del problema, no la solución”). En esta avanzada conquistaron la participación de desencantados demócratas, muchos de los cuales (entre ellos Jeane Kirkpatrick) conformarían lo que se denominó “democrats for Reagan”.

Durante esta etapa de la vida política norteamericana tanto los demócratas de viejo cuño como los republicanos “liberales”, identificados geográficamente en la costa este, perdieron posicionamiento. Y pragmáticos como Ford, Kissinger o Rockefeller fueron acusados de elitismo, racismo e imperialismo.

En este ambiente fue consagrado candidato Ronald Reagan, primer presidente americano que corporizó el “Western conservatism”.

Atento a estos antecedentes, no podía Reagan ser otra cosa que un decidido anticomunista que veía en la URSS al enemigo del país y obstáculo principal para su consolidación internacional.

Encontró un aliado en el Papa Juan Pablo II, quien tenía ya con James Carter una comunicación especial, en parte debido al interés de Brzezinski –amigo personal del ex Arzobispo de Cracovia-, preocupado por el terrorismo internacional financiado por la URSS. La correspondencia entre el Papa y Carter –no desclasificada aún- fue sin duda un precedente importante. Por lo que se sabe, los temas principales incluyeron control de armamentos, derechos humanos, la lucha contra el hambre, malestar de los cristianos detrás del telón de acero, la situación de los misioneros católicos en China…y muy especialmente la financiación soviética del terrorismo internacional.

Una vez presidente, Reagan dedicó una atención preferencial a las relaciones con el Vaticano, consolidando así una verdadera política de Estado, que pervive aún, como lo ilustra la presencia en las exequias de Juan Pablo II de los ex presidentes Bush y Clinton y del actual Bush y los miembros más importantes de su gabinete.

Los atentados a Reagan y al Papa, acaecidos con una diferencia de sólo seis semanas, indujeron al entonces director de la CIA, William Casey, a dar la máxima prioridad a una investigación para probar el involucramiento de la KGB soviética en los intentos de magnicidios. La percepción de la administración Reagan devino entonces en certeza, ya que éste y el Papa eran los dos líderes anti-comunistas más importantes. La posterior visita al Papa y la fluida relación entablada cristalizaron un entendimiento útil a ambas partes para terminar con el comunismo.

El legado de Reagan comprende ciertos rasgos esenciales que caracterizan hoy a los EEUU y a la política mundial, confirmando la observación de Alexis de Tocqueville: Estados Unidos es el lugar del mundo donde el futuro llega primero. Entre otros, la creciente importancia de la religión en la política, que lleva al desvanecimiento de los límites entre ambas, el uso de criterios religiosos en la política y la importancia de las “iglesias” en las decisiones domésticas e internacionales. Ni el astuto William Clinton pudo escapar a esto, más por imperio de las circunstancias que por convicciones.

Un sagaz observador firmó hace treinta años lo siguiente:

“Intelectualmente, los temas conservadores son los temas centrales de nuestra época. El colapso de los valores. El lugar de la tradición en una época de cambio. La necesidad no sólo del progreso material externo sino también de la satisfacción interna derivada de vivir dentro de lo que parece ser una sociedad adecuada. (Robert Bartley, editor asociado del Wall Street Journal)”

Esto lo entendió perfecta e intuitivamente Ronald Reagan, quien en los hechos probó compartir en lo esencial, es decir en lo que hace a los valores, y más allá de los límites de una religión, las palabras de Juan Pablo II sobre la “lucha por el alma de este mundo”. (Cruzando el Umbral de la Esperanza)

Cuando Reagan, con propiedad, aclaraba que él no era un gran comunicador, sino que comunicaba cosas grandes, no faltaba a la verdad. De allí su insistencia en la defensa y el rescate de los valores tradicionales.

Discurso que no podía ser sino cautivante en extremo para una nación fundada sobre principios religiosos, como la definiera el inolvidable Chesterton.

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